Domingo de noche. En la mayoría de las poblaciones de Uruguay, aquellas que por lo menos tienen una plaza, una calle principal, una escuela, un boliche y una cancha de 11 con alambrado alrededor, quedan hombres, mujeres, muchachas y muchachos que, vestidos del pecho para arriba como si hubiesen estado inscriptos en el formulario de alguno de los últimos partidos de Peñarol, deambulan con alegría por el centro, vivando a su club, festejando el torneo, liberando su alegría, maniatando cualquier frustración con la que los traficantes de realidad han querido intervenir su sueño, su meta, su expectativa. Es que esos tipos están ahí travestidos de jugadores de Peñarol porque sienten que aunque no salen a la cancha, no entrenan en Los Aromos ni reciben cheques firmados por Juan Pedro Damiani, son como los jugadores de verdad, la esencia misma del ser manya. Entonces, como los futbolistas, tienen la plenitud de la meta alcanzada y planteada desde el inicio: ser campeones. No hay en esas muchachas que agitan sus brazos al estilo del profesor Pilates, mientras desafían los falsetes del Zurdo Bessio gritando “¡Vamos Peñarol!”, más que alegría por el éxito, por la victoria, por el campeonato. Igual que aquel que desperdicia el último cuarto de litro de la cerveza que se agita en su envase marrón al grito de “Peñarol nomá”: lo único que experimenta es el éxito, por interpósitas personas que lograron ser los mejores.

Hay alegría, no angustia; hay seguridad en el presente, no miedo al futuro; hay certezas entregadas por una hoja membretada con el sello de campeón. Y si hay dudas o interrogantes, quedan absolutamente sepultadas o escondidas en el galpón del inconsciente.

Ed Wood pero en HD

Domingo de noche. Mientras los festejantes no terminan de festejar, otros miles de sus pares se instalan frente al televisor para reforzar, mediante aldeanas propuestas vernáculas, el goce de ser y sentirse el mejor, que en los reglamentados términos de una competencia deportiva como el fútbol es ser el campeón a ley de juego, es decir, jugando sin trampas.

Parece un guion de una película de Ed Wood. En Tenfield, que es donde uno puede intentar regodearse con las imágenes que reactivan la alegría del éxito, además del compacto del partido y los festejos en la cancha, hay una entrevista en directo al presidente del club campeón, que, como se sabe, es una institución con cientos de miles de adherentes. No es un desconocido, por el contrario. Ed Wood, sí. Por lo menos lo era hasta que millones de personas conocimos su historia por una película en la que el director, productor, guionista, editor y actor de cine era reflejado como el peor director de todos los tiempos, debido a la dirección desastrosa de películas como Glen o Glenda y Plan 9 del espacio exterior. A ese Wood de película lo podemos emparentar con los más patéticos guiones y puestas en escena, incoherentes, inverosímiles, impensables. La aparente inseguridad de Damiani al hacer respetar el contrato de trabajo de un funcionario exitoso parece salida de una película de clase B. Durante todo el campeonato el presidente mostró muchas más dudas que certezas acerca del destino del entrenador.

Supongo que nuestro Ed ha subrayado, en estas insoportables líneas de su libreto, que la escena debe tener un tono intimista, hogareño, casero. Por eso, Juan Pedro Damiani, que debe escuchar las preguntas por los auriculares del celular pero responder mediante un solapero, está ubicado de manera tal que el plano semiabierto permita ver lindas fotos de familia. Si pienso que estoy ante un guion y escribo en función de tal, mi momento cinematográfico -interrumpir la acción y tirar aquel mamotreto de hojas a la papelera- llega cuando me enfrento a la siguiente situación.

La mesa pregunta desde el piso si Pablo Bengoechea seguirá siendo entrenador de Peñarol. Damiani responde tomándose su tiempo para que dé la sensación de que es el delay, que no sabe si tiene que responder por el cable del celular o por el auricular, atribuyendo su confusión a problemas técnicos.

-Hoy es momento de festejos, de celebrar, y después habría tiempo de tomar decisiones. Para eso hay que tomar una decisión y apoyarse en [el gerente deportivo] Juan Ahuntchain. Todos queremos más: jugadores, hinchas y cuerpo técnico, acorde a lo que es un club como Peñarol.

Ta. Ya no me cierra el guion. Pienso en el absurdo de Eugène Ionesco y siento que no es justo ni verosímil que el presidente del club que acaba de ser campeón, el presidente del club de los hinchas que aún no han terminado su festejo inicial, abone el discurso de la duda sobre su timonel, que tiene un vínculo contractual laboral con la institución hasta julio de 2017, que acaba de salir campeón, que no hace un año que se desempeña como entrenador en el club, y que además ganó los dos torneos que Peñarol jugó bajo su égida.

Técnicamente hablando

¿Se entiende? Vinculan laboralmente a alguien por un año y medio, y cuando no han pasado más que unas horas de la obtención del segundo título de campeón en dos torneos de 15 fechas y de todos contra todos, el presidente deja en duda lo que no debería tener incertidumbre ni para Vito Beato en Villa Teresa: los contratos laborales están para ser cumplidos por los contrayentes. Pero eso no es nada si encima le sumamos que ganó en 2015 el Clausura de la temporada anterior y el Apertura de la vigente. El argumento de falso impeachment no parece ser el de la pérdida del Campeonato Uruguayo 2014-2015 en un partido (la final de junio de este año, con victoria de Nacional 3-2), sino en la idea, generalizada por los dominadores de la opinión pública, de que Peñarol juega mal. La imposición del pensamiento por parte de algunos pretendidos especialistas podría ser combatida desde la realidad fáctica, pero se hace más compleja su deconstrucción si es legitimada y avalada por la persona que representa la mayor autoridad de esa comunidad.

La certeza casi científica de que el juego de Peñarol, con las directivas, estrategias y estructuras de juego que promueve y entrena Bengoechea, no es malo es que en los dos torneos que jugó fue el campeón. Es más: podríamos afirmar que el Peñarol de Bengoechea juega bien porque, respetando las reglas de juego, acaba de ser el campeón por segunda vez consecutiva en un mismo año, algo que nunca había pasado desde que en 1994 se instauraron los torneos Apertura y Clausura. Ser el mejor entre 15 calificados oponentes igualados por la categoría en la que compiten habla de hacer bien el juego, trascendiendo la suerte, los fallos, los errores arbitrales y las descollantes participaciones individuales o los grotescos fallos de los protagonistas.

Ese “jugar bien”, que es mejor que todos los demás en un promedio de 15 participaciones cada uno y con una puntuación objetiva de 3 unidades para el ganador de cada contienda y 1 para el empate, tiene que ver con su entrenador, con la elección de sus jugadores, con la táctica que elige para afrontar cada contienda, con la estrategia transmitida a sus futbolistas para doblegar o contener al rival, con las variantes de jugadores o ideas que puede promover durante el juego. Jugar bien a lo largo de un campeonato es la resignificación final y única de jugar bien en cada uno de los partidos. La combinación permanente entre la ingeniería desarrollada por el promotor de la idea de juego y su ejecución por parte de 11 o 14 jugadores que, además, interactúan como colectivo ante un antagonista o rival que también quiere ganar nos otorga distintos resultados: buenos, malos, regulares, imposibles de desagregar por rubro, pero no podríamos dejar de establecer que el objetivo final de todos y cada uno de los contendientes en un campeonato es ser el mejor, y ese mejor no es otro que el campeón.

¡Peñarol, Peñarol!

Jugar bien no es jugar lindo, eso está claro, pero pocas veces en la historia se ha pretendido tanto opacar -y hasta destruir- un proceso gracias al que un equipo ha llegado al lugar donde todos quieren estar. ¿Será que realmente los aficionados pretenden dejar atrás a uno de sus más grandes ídolos de la historia contemporánea del club porque gana -y es campeón- pero no hace más de cuatro pases seguidos, porque pone a Fulano y no a Mengano, porque no paramos a nadie, porque no le hacemos un gol ni al arcoíris? ¿Son la tribuna y el aficionado carbonero el coro ingenuo, cándido e inocente de aquellos que proponen irreales cambios de juego y estructuras sin saber si pueden lograr acompañarlos con la gloria, como hasta ahora? ¿Desde cuándo se desprecia el éxito por ausencia de ciertos valores estéticos que no están más que en la imaginación de quienes los proponen y que sólo van en detrimento del trabajo serio, regular, esforzado y pensado de tipos como Bengoechea, que ha jugado un campeonato de 15 fechas con la guillotina instalada en Los Aromos, con una persecución sorda, de propios y ajenos, cuestionando su función en todos los órdenes?

Domingo de noche. De camino a casa pienso en la vanidosa necedad de todos aquellos a los que no nos gusta que los detractores de algo que después resulta exitoso se suban al carro de los ganadores y terminen festejando un éxito que no sólo les es ajeno, sino que además se dio a pesar de todos los obstáculos que pusieron. Siento que es de necio nomás, y que tengo que entrar en razón y dejar que, aunque acomodados, honren la propuesta exitosa, en este caso al campeón y sus métodos, a Pablo Javier Bengoechea y sus razones, a ese colectivo y su trabajo, a su cohesión y su interpretación, cómoda o forzada, de las ideas de su técnico.

Domingo de noche. Desando las calles de mi pueblo entre los últimos bocinazos, los hombres y mujeres que tienen un gol, un campeonato en la alegría de sus labios. Siento que esas decenas, que son centenas, miles, cientos de miles en todo el país, sienten que ellos, los peñaroles, su Peñarol, el de Pablo, son y han sido los mejores. Y el mejor, al final, es el que juega bien porque es el campeón. En el momento del éxtasis, de la gloria del campeonato, ése que es puro, sin manija, sin los maracanaces que llegan del pueblo, a nadie se le ocurre que quien juega mal puede ser campeón.

Un equipo que en un año dos veces fue campeón no puede jugar mal. Déjense de cosas y súbanse al carro, que siempre hay lugar.