Podría hacerme el tonto y eludir por completo el día de hoy, aunque estoy escribiendo este texto dos días antes del 24 de diciembre. Hacer como si no pasara nada, como si todo el alrededor se hubiese esfumado. No me sale, no me parece honesto, y ya en el preámbulo de este día siento un peso de existencia.

El martes (el día en que escribo este texto), Francisco Álvez Francese escribió, también en la diaria, un artículo repleto de erudición sobre la Navidad como rito, mito y necesidad de cofradía, más allá de automatismos humanos y acusaciones simples a los que la festejan o la viven, en el que precisaba que no por eso son reproductores de clichés enajenantes o de comercios de ocasión.

Aunque debo reconocer que festejo mucho las miradas eruditas y el rescate o el valor desprejuiciado de ciertos mitos, mi peso de existencia de hoy -hace dos días- y el de ahora -cuando leen- es otro. Tampoco me voy a detener en las mil cuotas, la locura del centro, los regalos, las sidras baratas o el champán, los feroces fuegos artificiales y los perros miedosos, todo lo que ya sabemos. Me voy a detener en otro saber más que consabido pero que, por miedo a entristecernos, no nombramos, eludimos, hacemos como si le pasáramos de costado mientras está inserto en cada inhalación y exhalación de este día. Un respirar. Pero que nadie se preocupe: no estoy para arruinarle el pavo de Acción de Gracias a nadie, porque a veces el aguafiestas también me agota.

No es ninguna novedad que la mayoría de nosotros, por acción u omisión, somos cristianos y que practicamos esa forma de la fe -tan ateos y laicos- disfrazada de encuentro familiar. Festejamos el nacimiento del niño Jesús casi casi que enguyéndolo a él también, cerca de la antropofagia, porque de panes y peces, nada. A pura carne y bebidas calóricas, y a la espera de la gracia para los niños, que ojalá y Dios tatita, el hombre de rojo haya leído con atención la carta, casi un documento a veces convertido en contrato.

A eso exactamente quería referirme: los contratos. Principalmente los tácitos, los no firmados, los más difíciles de romper: los lazos longevos de familia. Tampoco abogo por la destrucción de la célula básica reproductora como si fuera un anarco que de anarquía sólo entendió lo de destruir. Hay que dar las gracias a esa suerte vincular cuando es de verdad y presta hombro, cobijo o plata; casi que habría que empezar a rezarle.

Me refiero a los contratos truchos, o, más bien -hay que ser un poco más exactos y delicados en la descripción de las interpelaciones-, a esos encuentros forzados, de días de preparación espiritual, de ensayo del semblante y de la mordedura de la lengua, de eso que no queremos hacer pero debemos: padres con reproches ahogados; hijos con furias añejas; por suerte, niños esperando los regalos (el gran momento de distensión, que no de distinción); bronca callada tras el whisky, pedazo de lechón y vestido nuevo. Esa escena que todos hemos vivido o visto, ese momento sublime para cualquier cuadro fílmico: el preciso instante en el que, más que un ángel, pasa el diablo con todo su séquito y se ríe de la gran comedia humana que se repite, 24 tras 24. ¿Otro pedacito de chorizo?, pregunta el asador, y rompe el hielo del tomador de whisky que estaba a punto de beber de la botella o tirarla contra una pared. Pero cómo no, repiten ambos al unísono y otra vez vuelve la calma, se instala el teatro de nuestras vidas, el papel que mejor representamos: no romper nada, de ninguna forma.

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No se trata de que la cosa sea como en la primera película del cine llamado “Dogma”, Celebración, de Thomas Vinterberg, cuando el hijo de una familia clásica, numerosa y con poder -no era Navidad y ahora no importa- revela en medio de una cena toda la tragedia y el morbo. Tampoco de esperar a la gran familia unida (burguesa y todo, o más bien aristócrata), ésta sí, en plena Navidad, festejante, desfachatada y sonriente, la familia al estilo de Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman, que luego de una tragedia también mayúscula baila, ríe, bebe y se alimenta como si el mundo se acabara mañana, es decir, entre carcajadas, abrazos y lágrimas.

Ya lo he escrito decenas de veces, pero hay cosas que en algunos momentos necesitamos decir de nuevo: la mejor Navidad que vi en el cine, el mejor cuento, es la de Smoke, dirigida por Wayne Wang con guión de Paul Auster, en la que se suceden varias historias a la vez, una de las cuales es de Navidad: un escritor debe escribir un relato a pedido para un diario importante y se lo termina robando a un ladrón. La historia de la anciana ciega que confunde (o se hace la confundida: lo necesita) al chorro con su nieto, y lo acaricia y le da de comer. El chorro solitario se hace el bobo o el vivo, o el vivo y el bobo, le roba y se deja amar, todo a la vez. Es que las cosas suceden a la vez.

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Una navidad se llama un cuento corto y bellísimo de Truman Capote que, de vez en cuando, agarro de mi biblioteca; siempre en estos días, qué voy a andar mintiendo. Lo protagoniza un niño que no quiere ir a la casa de su padre en Nueva Orleans, que preferiría quedarse con una tía vieja que también cree en Jesús y Papá Noel. El niño, quizá Capote niño, sueña con la nieve y un avión de juguete y gigante de regalo. Odia a su padre por la misma razón que a su madre: han tenido tantos novios como Navidades vividas, todos con la promesa del bienestar de los 50 estadounidenses; burgués, de lujos mediocres, de vidas cómodas. Y el niño, lúcido, en el medio de todos esos deseos que no son los suyos. Él quiere rezar, el avión, a la tía Sook, ver nieve por primera vez. Es la Navidad de un niño rodeado, apretujado, besuqueado, mostrado como trofeo, pero solo. No es la Navidad, es su familia.

De eso quería escribir. No estoy diciendo que cuando la Nochebuena es mentira y turrón se les busque a los niños una tía Sook. Los niños -y el del cuento en particular, aunque ya de grande y como narrador diga cosas terribles (“yo intentaba no escuchar, porque, al decirme que mi nacimiento había acabado con ella, estaba ella acabando conmigo”)- se acomodan, desenvuelven sus regalos, al final se duermen de excitación y cansancio, más allá de que también haya de esos ajenos a todo el alrededor y la farsa (tan bellos).

Sigo dando vueltas y no digo o no consigo decir lo que quiero decir. Me voy arrimando a paso lento, como un Papá Noel de entregas pobres, para no ser descubierto e injuriado por el niño que en vez de una pelota pedía un gran avión. Bajo por la chimenea, o me asomo por la ventana de miles de familias (al final, me convertí en el gordo de rojo, con poderes de traslación inmediata), y veo grandes festejos y carcajadas, hombres solos, familias que cumplen el pacto erguido y sin concesiones (arbolito, manteles, copas) pero con absoluto derretimiento del espíritu, y familias de pan dulce y sidra, iguales a la anterior o todo lo contrario; veo, con poderes, todas las formas de vivir este día, hoy, estas horas. Es que también ya somos familias diversas (no hablo de la diversidad sexual, y también), conversas, disgregadas: papá tiene otra mujer con la que tiene otro hijo y mamá otro hombre (u otra mujer) con la que lo mismo, y el abuelo se casó y la abuela se desconchó y liberó y tiene novio, y los hermanos no se llevan y no hay por qué sostener la mentira, y todo así, un cambalache. Veo eso y también estoy recibiendo o husmeando desde hace años cartas en las que muchos adultos, más que deseos, están confesando ante sí mismos las ganas de romper el pacto del lechón asado y la boca llena o cerrada para instalar otro: lo filial puede ser sanguíneo o también amoroso, con amigos, con otras familias, solos o sin darle mayor relevancia al asunto.

Ya no somos esos niños (tan) dependientes y, en definitiva, ya estamos perdonados porque todo el mundo esconde un Cristo en el ropero. Entonces, levantemos la copa sin culpa ni temor con quienes se nos antoje, o no la levantemos y durmamos a la hora que queramos, es decir, no cumplamos más o no sepamos cumplir como si fuéramos el antisoldado del himno. No suframos, pues, no suframos, que ya bastante sufrió el redentor por nosotros. Y otra vez, todos perdonados.