De los jihadistas asusta su salvajismo, pero también que sean capaces de hacerse explotar a sí mismos y perder la vida con tal de llevarse consigo la mayor cantidad posible de civiles. A diferencia de ellos, un soldado de un ejército occidental va al frente cobijado por un sistema cuidadosamente diseñado para reducir al mínimo el peligro de morir. Pero la experiencia y el sentido común indican que, a pesar de eso, las chances de morir son muy altas. Por cada joven que se enlista para ir al frente hay miles que no lo hacen y en cambio se dedican a actividades infinitamente más seguras y gratificantes. Habría que preguntarse por qué un joven toma una decisión tan extrema, cuál es su estabilidad emocional, cómo es su relación con la violencia y qué papel jugó en su desarrollo personal. Seguramente correría menos peligro si se cruzara con alguien que intentara convencerlo de que hay otras formas de ganarse la vida que no involucran la violencia extrema, y que si decide salir a luchar con las armas contra las injusticias, en el camino seguramente le va a tocar cometer otras injusticias cuyas consecuencias son mucho peores de lo que se imagina. Pero nada de esto se lo diría un reclutador del ejército, así que si tiene la desgracia de toparse con uno, las probabilidades de perder la vida comienzan a aumentar.
El salvajismo de los líderes jihadistas es tal que no sólo eligen como objetivo de sus ataques las grandes concentraciones de civiles, sino que además buscan que tengan un peso simbólico que multiplique el miedo y la angustia de los habitantes del país agredido. La estrategia de Occidente es diferente: bombardear objetivos terroristas haciendo un esfuerzo para que las bombas no alcancen a la población civil. Pero la experiencia y el sentido común indican que en estas ofensivas siempre mueren civiles. Si lo que se quiere es proteger a la población civil, más razonable que tratar de reducir las bajas sería cuestionarse si las muertes que inevitablemente se van a producir con los bombardeos están justificadas. Tratar de matar a la menor cantidad posible de civiles es muy diferente de proteger a la población civil.
Las potencias occidentales desarrollan a partir del racionalismo avances científicos y culturales que permiten mejorar la vida no sólo de sus habitantes sino también del resto de la humanidad, pero eso no quiere decir que todo lo que hacen sea racional. La guerra es una confrontación de fuerzas, no de ideas, y para ganar no hay que tener razón, hay que ser más fuerte. Una bala no hace menos daño por haber sido disparada por un soldado del país que construyó el telescopio Hubble. No es sensato pensar que quienes deciden hacer las cosas por la razón o por la fuerza van a ser más razonables cuando se juegan por lo segundo que aquellos que lo eligieron desde un principio. La conducta de los jihadistas es salvaje, pero no irracional. Más bien sigue la lógica de un sistema salvaje e irracional.
No hay mucha cosa nueva en esta espiral de violencia; es un intercambio de agresiones que se salió de control. Occidente devuelve ataques y no lo hace con inteligencia, sino con miedo, odio y sed de venganza. Y es comprensible que así sea cuando millones de occidentales conviven todo el tiempo con las amenazas de terroristas determinados a hacerlos volar por los aires a ellos y sus familias, amenazas que concretan cada vez con más fuerza y frecuencia. Sería ilógico y hasta injusto pedirles que no reaccionen ante los ataques con ira sino con decisiones que resulten convenientes a largo plazo. No hay motivos para pensar que se debería apostar las fichas a Occidente a la hora de encontrar una solución racional al conflicto.
Por suerte no todos los países están metidos en el conflicto entre el islam y Occidente. Por suerte para ellos, porque no sufren las consecuencias, pero también por suerte para todos, porque la calma que se respira estando afuera de la espiral de violencia permite ver la situación con lucidez. No para ser salomónicos, al contrario, sino para trazar una línea lo más clara posible entre aquellos países que lograron o tuvieron la suerte de vivir en paz y aquellos que aún apuestan a la guerra. Si es cierto, tal como dicen los diplomáticos, que los países están unidos por un vínculo de amistad, entonces lo que necesitan las potencias occidentales no son aliados sino alguien que los trate con respeto, compasión, lucidez, honestidad y eventualmente les diga basta, hasta acá llegamos. Nada de eso tiene que ver con aliarse con ellos.