El pueblo en el que yo vivo seguramente se parezca a muchísimos de los pueblos en que ustedes viven. Pero claro, además de las cosas que podamos tener en común en el padrón global contemporáneo, también tenemos nuestras particularidades, que son latinas primero, americanas después, orientales, por supuesto, y, ni que hablar, floridenses.

En Florida, una ciudad de aproximadamente 35.000 habitantes, ubicada en Uruguay a 100 kilómetros del mar, de Montevideo, y muy, muy lejos de Colombia y de su capital, Bogotá, es una noche de miércoles distinta. La gente anda más apurada, en el mercado los hombres piden más premura en las compras o directamente renuncian a hacer los mandados porque “va a empezar el partido”.

¿Qué partido? En Florida, todos, casi todos sabemos que esta noche juega Independiente Santa Fe de Bogotá, equipo al que la mayoría de nosotros nunca ha visto en vivo, pero ya muchos hablan de El León, de Santafecito y -se sabe- de sus colores blanco y rojo. Es más: en este tiempo de cañitas voladoras y bombas brasileñas pero chinas, estoy seguro de que alguien tiene en el patio de su casa unos fuegos artificiales esperando la victoria de ese club que hasta hace un tiempo no era tan ajeno y lejano como los más de 7.000 kilómetros que separan el estadio Campeones Olímpicos de Florida de El Campín de Bogotá.

Como ya les dije, como ya lo saben, Florida es una ciudad uruguaya, tanto como que ahí se declaró la independencia del país. Es, entonces, un eslabón más de la patria futbolera, que tiene sus más grandes héroes no ya en épicos guerreros libertarios, sino en hombres de pantalón corto y camiseta celeste.

Los floridenses, como los uruguayos, no precisan lejanas camisetas ni ajenos héroes para identificarse con la pasión del fútbol. Hemos crecido y vivido para el fútbol antes de saber que en Inglaterra había un club llamado Southampton con la misma camiseta que nosotros, o de enterarnos de cuáles eran los colores de Villarreal o de Lazio. Tanto respiramos fútbol en Florida, que uno puede cruzarse a diario por sus calles con un campeón de América y del mundo, o llegar hasta una esquina para pararse a conversar con el más grande crack del barrio.

Entonces ¿por qué estar pendiente, y con tanto nervio, de un club tan lejano, tan ajeno, tan desconocido? La respuesta es fácil, facilísima para nosotros y seguramente bastante inteligible para ustedes: en el Santafecito, en El León, en el Santa Fe está uno de los nuestros, uno de los más grandes de nuestros vecinos, un trabajador serio y convencido coleccionador de éxitos, con esa compleja y trabajosa fórmula de echar el lomo todo el tiempo, poniéndole cabeza a cada uno de los detalles, capaz de alzar una copa y de generar un impensado logro en Uruguay, Chile, Paraguay, Ecuador, Perú, Colombia, y a los días estar de nuevo entre nosotros, eligiendo una tira de asado o tomando unos mates con sus viejos amigos mientras desde una bicicleta le gritan: “¡Buena, Mosquito!”.

Hay uno que se llama Cono

Te lo juro. Para nosotros era como si jugara Florida o Uruguay un partido por el título. ¿Viste esa tensión, ese cosquilleo de espera que sólo generan las grandes cosas de la vida? Así estábamos cientos de nosotros, de los que en julio, cuando Gerardo Pelusso se instaló en Bogotá, sólo conocíamos al Pelado Omar Pérez, y lo recordábamos porque había jugado en Boca Juniors y porque se llama igual que el Loco Omar.

En Florida hace unas semanas -digamos desde que Uruguay se quedó sin equipos en la Copa Sudamericana- ya empezamos a ver como vecinos al arquero Robinson Ruffai Zapata, subíamos a cabecear con el flaco Yerry Mina, metíamos pata con Juan Daniel Roa y hasta le dábamos recetas de cómo definir al ecuatoriano Daniel Angulo.

Mate en mano, aunque fuera a las nueve de la noche, solo o en grupo de amigos que se juntaron para verlo por televisor, pasó a mandar el corazón. No había otra.

El viernes, a cinco días del gran día, me encontré en la carnicería con el Chavo, su escudero en Florida. Como arrancados de un cuento del Negro Roberto Fontanarrosa, pensamos en la posibilidad de meternos en un vuelo a Bogotá para estar ahí. Esto no era cuento, era realidad, y no tuvimos otra que quedarnos frente al 32 pulgadas para recargar el sufrimiento con la insufrible transmisión panaporteña de Mariano Closs y Diego Latorre, que nos trajeron el partido como si fueran dos vecinos de Parque Patricios, con ojos exclusivamente para las acciones de Huracán y denostando de principio a fin a Santa Fe.

“Ahora vamos por la gloria”

Como si fuéramos gamines bogotanos, los hinchas floridenses del cardenal participábamos en los programas deportivos y en las redes sociales, donde palpitábamos la final: “Hoy Florida está con el Santa Fe y Pelusso”; “Juega Florida en Bogotá”. El día del partido, Gerardo ya no estaba para atender el whatsapp, sino para revisar una y otra vez todos los detalles de la final. Cuando su equipo consiguió el pase a la final, le hablé para saludarlo y me contestó sin casete, como si estuviéramos en el Café del Centro: “Mucho esfuerzo, mucho sufrimiento, pero lo logramos. Ahora vamos por la gloria”.

Independiente Santa Fe nunca, en sus 74 años de historia, había conquistado un título continental. Yo lo sabía, y un poco por eso, por su historia, ya era santafereño mucho antes de que el Mosquito fuese su técnico.

Hace unos años, cuando aún no nos conocíamos personalmente, Mintxo me mandó desde un blog una lectura que me estremeció y automáticamente colocó una enésima camiseta en mi corazón. Era la Crónica de camerino de Daniel Samper Ospina, que comienza así: “Era el minuto 70, y pude verlo todo desde donde me encontraba: detrás del arquero del Pasto, al lado de un recogebolas, guarecido apenas por una valla de publicidad: allí mismo vi cómo le cometían falta a Edwin Cardona; cómo Ómar Pérez metía el balón al área y cómo se elevaba Jonathan Copete. Quiero dejarlo así, como está en estos momentos, suspendido en el aire y a punto de pegarle al balón con la frente, para contar mi historia: la historia de un hincha de Santa Fe que durante 36 de sus 37 años jamás vio ganar a su equipo, pero que tuvo el privilegio de poder acompañarlo de cerca en el momento glorioso en que consiguió su séptimo título”.

Fue ese día que supe que alguna vez dedicaría unas líneas al Expreso Rojo, sólo que nunca hubiese imaginado que iba a ser en el momento más soñado, e involucrado emocionalmente como si fuese el club de mi pueblo, de mi familia, de mi sangre.

Corazón albirrojo

Si hay algo subyugante en la carrera de Gerardo Cono Pelusso es esa escalera al cielo que empezó a construir aquel gurí que se escabulló del reparto de estampitas después de tomar la primera comunión, corriendo a patacón por cuadra para llegar al campito de la cuchilla Santarcieri, su barrio, su patria, en Florida, a jugar aquella final de chiquilines que jugaban a pata o deshacían los únicos championcitos. Es casi mágico cómo ese chiquilín, que después se transformó en el liceal que todos los días se tomaba el tren para venir a entrenar a Nacional, que después se hizo futbolista de Primera en Colón, que llegó a ponerse la celeste cuando ya era ese barbado y atlético zaguero de Liverpool, y que después tomó sus petates para irse a México y Ecuador, ha podido construir su carrera dentro y fuera de la cancha a base de esfuerzo, convicción, erudición y de la aspiración permanente por crecer sin dejar de mirar para sus costados, acompañando y haciéndose acompañar en ese maravilloso proyecto que es la vida.

Es como si cada día, antes o después de la práctica en Bogotá, se diera una vuelta por la esquina más futbolera de Florida, en Dr. González y 18 de Julio, y nos contara una y otra vez cómo el gran Mario Patrón bendijo su carrera como técnico, cómo la pelota y el fútbol siguen siendo todo para él, igual que cuando no tenía ni championes para correr atrás de la guinda, o cómo parar a Huracán para derrotarlo y ser campeón.

Ahí estamos. Muchos miles de nosotros nunca vimos al León, ni fuimos al Campín, pero sentimos lo mismo que esos millones de bogotanos que sienten que es el día de conocer la gloria. Hay mucha, pero mucha tensión, porque Huracán está firme y su estilo no nos es nada ajeno, y por lo tanto es imposible no sentir alguna identificación con esa forma de juego del equipo por el que no vamos. Esa línea de cuatro compacta y surtidora, ese cinco metido entre los zagueros, esos pelotazos a ver qué pasa… Pero nada nos distrae de Santa Fe, al que los argentinos de Fox le exigen lo que no le insinúan siquiera al globito.

El tiempo pasa tan lento como los 36 años que Santa Fe estuvo sin ser campeón, tan rápido como su escapada de la parroquia a la canchita el día en que no había tragado la hostia ni había repartido las estampitas y ya estaba junto a los gurises del barrio jugando una final del mundo, descalzo entre matas de pasto y terrones pelados, atrás de una pelota de tiento y buscando meterla en un arco de piedras. Ya pasaron más de 40 años, casi 50, pero seguro que en algún recoveco de su alma tiene prolijamente dobladito, como aquel pañuelito del día en que tomó la primera comunión, el sueño que armaba y desarmaba en las seis horas que hacía a diario en el ferrocarril para viajar desde Florida a Montevideo a practicar en la categoría más chica de Nacional.

Aquel canarito de la cuchilla Santarcieri moldeó sus sueños con esa misma arcilla con la que ensuciaba sus únicos championes, mirándose en el espejo de los cracks de la ciudad: el Pato Juan Ferreri, Rava, los Toranza y, fundamentalmente, Atilio Genaro Ancheta, ya mundialista. Así, con mucho esfuerzo, consiguió su sueño de vestir la celeste. Y siempre, pero siempre supo que había un horizonte, que había porrazos y que había que levantarse solo con el sello del trabajo para perseguir la utopía.

Levántate y anda

Y otra vez pudo. Y tras el enorme golpe de apenas un partido que pareció quemarlo como si hubiese estado en el medio del hongo atómico en el 0-5 de Nacional ante Peñarol, pensó, sintió, renació y, una vez más, consiguió darle la mano a la gloria, que ahora es única, bogotana y santafereña.

Cuando el último penal le dio el título de campeón de la Sudamericana a Independiente Santa Fe de Bogotá, a casi 7.000 kilómetros, decenas, cientos de floridenses sintieron el perfume de la gloria y, parafraseando a Samper en Crónicas de camerino, sintieron“una felicidad rotunda, plena, en estado puro, absoluta: una felicidad que sólo ofrece el fútbol y que ya nadie me puede quitar: la felicidad de sentirme pleno y rotundo al menos por un día; la felicidad de haber sido inmortal un miércoles”.