Loly, de Mercedes. Estimado Dios. Si bien mi cédula me ubica entre las personas que atraviesan la “tercera edad”, mi espíritu se mantiene joven. Tengo una mentalidad abierta y a mis 93 años me esfuerzo por asimilar los cambios que vienen con los tiempos y logro así integrarme a las nuevas generaciones y sus gustos (sobre todo con los beliebers, a los directioners los quiero bien lejos). Sin embargo, no logro adaptarme a algunos cambios en el comportamiento de nuestros líderes políticos. Naturalmente, me siento cómoda refiriéndome a nuestros representantes por sus apellidos. Con el tiempo, he aceptado utilizar los nombres de pila; el uso del apodo lo he reservado siempre para unas pocas figuras de gran carisma y conocidas por todo el país. Pero en los últimos años me he sentido “apurada” a aprender apodos de personas de quienes ni siquiera conozco su cara. El domingo pasado he visto horrorizada cómo personas de mi edad vivaban al nuevo presidente de la Cámara de Representantes al grito de “¡Olé, olé, olé, olé, Pacha, Pacha!”. ¿Está mal no comulgar? ¿Se ha devaluado el privilegio de ser llamado públicamente por un apodo? ¿Es que acaso el paso del tiempo está haciendo mella en mí?
Papucho. Hola, Loly. Antes que nada, espero que no te ofendas por el apodo con el que decidí presentarme hoy en este espacio. Creo que nuestra larga relación amerita un trato próximo y en confianza. En mi opinión, lo que te sucede con la cuestión de los apodos es comprensible y, aún más, justificable. El paso del tiempo ha hecho más mella en el propio tiempo que en ti. Al respecto, debo asumir mi error. Cuando creé el mundo de lo terraja preví la emergencia de Ricardo Montaner, pero jamás se me ocurrió imaginar un muro anunciando oratorias de “Pepe, Bicho, Flaco y Pacha”. Ahora me la tengo que bancar cuando me vienen a hablar del papa Pancho y de Dany el cardenal.
Zelmar, del Chuy. Querido meu seor. Soy amante del carnaval y de la vida de Cristo. Me gustan tanto las carnestolendas que he llegado a cubrir el parodismo para reputadas audiciones eclesiástico-radiales. El carnaval tiene que ser alegría, fiesta popular, humor y comunión. El carnaval es (permítame la expresión) la misa más grande que tiene el Uruguay. Veo con preocupación la arremetida de eventos que nada tienen que ver con el legado de Cristo en el devenir del Carnaval; amenazas a conjuntos, cierres de tablados por la inseguridad, exclusión de conjuntos de las programaciones, drogas, etc. ¿No le parece que esto debe revertirse? ¿No puede usted hacer algo al respecto?
Papucho. Hay una gran dosis de verdad en lo que planteás: se trata de sucesos que nada tienen que ver con mi obra. De hecho, me he esforzado sistemáticamente por dejar eso mismo en claro al inventar el concepto de “fiesta pagana”. Entonces, querido Zelmar, no intentes unir lo que yo he dividido. Hace tiempo me declaré incompetente en relación con el carnaval uruguayo. A lo mejor puedo hacer una fuercita por Aristophanes, que son salesianos, pero en cuanto al resto: no me como ninguna caminata.