Hay una imagen que le queda viva aún hoy, a dos semanas de salir campeón. La bocina de la quinta final explotó con un marcador que indicaba Pacaembú 90-80 Praga. Dice que en el momento la emoción gana los actos reflejos, pero si mira atrás la foto es: “La gente, mi familia, mis hijos grandes, mis padres. Los hinchas y sus muestras de agradecimiento. Parecían una familia”, dice Daniel Rivero. Se confundieron en abrazos de a uno o entre todos. Daba igual, y no era para menos. “Las finales fueron con Praga, el mejor del año. Era de esperar una final muy complicada. Teníamos nuestras armas como para ganarlas, y ellos también. Marcó la cancha el 2-0, sorprendimos un poco porque ellos eran favoritos. Fue un golpe anímico que pegamos. Pero después ellos hicieron lo mismo y nos empataron 2-2. El último partido pudo ganarlo cualquiera. Por suerte, pudimos llevárnoslo nosotros”, agrega, haciendo referencia al emocionante desenlace del torneo.

Daniel razona como en la cancha, pero sin pelota. En la charla coincidimos en que la creencia previa era de una serie final a cinco partidos. Pero del dicho al hecho, el camino siempre presenta sus cuestiones. Pacaembú pudo ganarlo desde que se puso en match point 2-0, pero Praga fue el Praga fiel a su historia, y de remontadas de campeonatos adversos se sabe el libreto de memoria. Sentado en su casa mira, me mira, junta las manos apoyadas en las diez yemas de sus dedos y habla del juego: “Los primeros dos partidos fueron casi parecidos al último, al que ganamos. Ellos iban siempre seis o siete puntos arriba, y nosotros, en el último cuarto, los pudimos alcanzar y dar vuelta. La clave fue la defensa. Pudimos contener el gol por todos lados: [Claudio] Charquero abajo, [Cristian] Mazzuchi afuera, [Valerio] Bertoni, que en el cuarto partido nos mató a triples, más el plantel con rotación que tenían. Quebramos eso, y creo que hubo pelotas claves cuando leímos bien el juego en ataque. En el último juego Howard [Wilkerson] fue fundamental, Facundo Ferreira también, como en toda la serie, y lo de Seba [González Larrea] fue admirable”.

Cosa impredecible, las lesiones. Caprichosas, aparecen cuando menos se desean. El pivot Sebastián González se sacó el hombro en la cuarta final. Para la última se infiltró. Daniel lo admira por eso. “Fue muy meritorio, quería estar sí o sí. Cuando te sacás el hombro te distendés ligamentos, tendones, y te dicen que tenés que estar 15 o 20 días sin jugar. Estaba nervioso por lo que le podía pasar, pero te terminás sacando el sombrero por lo que hizo en la cancha”, comenta.

Nivel de paridad

Del mundo que tenía por descubrir en su llegada al básquetbol mercedario, a Daniel le llamó la atención lo parejo que es el torneo. No duda en decir que Pacaembú llegó a donde llegó y lo ganó en buena ley, pero también afirma que de no haber tomado recaudos pudo haber quedado eliminado de la competencia. “Llegar fue complicado por todo lo que fue el transcurso del año. No te digo que haya sido de casualidad, pero nos costó entrar entre los seis que pasaban de fase, y lo mismo nos pasó para entrar entre los semifinalistas con Racing: en la última fecha se decidió todo. Fue muy parejo. Jugamos en canchas difíciles, complicadas. Perdimos con Independiente, que después no entró entre los seis, también con Nacional de Fray Bentos. Ningún equipo fue fácil; cada juego era ir y demostrar lo que sos”, explica.

Mirando atrás, analiza el desarrollo de la competencia. Ve su equipo, como cada vez que tiene la bola en su mano (al fin de cuentas, para eso lo contratan). Coincidimos en que en el mismo campeonato hay un largo tramo entre todos, la fase regular, mientras que otra historia son los mano a mano, pero, en definitiva, todo suma. Entonces argumenta: “Lo largo del año no luce tanto, pero después, cuando se dividen los puntos a la mitad, sirve. Es lo que le pasó a Praga: entró entre los seis, creo que con dos puntos más que el resto, y eso hace que sea difícil descontarle, y era imposible que no entrara entre los cuatro. Obviamente, después se metió primero porque ganó cuando tenía que ganar. Nosotros tuvimos muchos altibajos. Siempre confiamos en el potencial del plantel para definir el campeonato, pero hubo momentos en que íbamos muy mal”.

En ese mal pasaje en la liga, Pacaembú cambió de entrenador. Rivero lo recuerda con ojos de cuando no salen las cosas: “Lamentablemente, los resultados mandan y es real que el primer fusible en saltar es el entrenador. Íbamos a los ponchazos, ganábamos uno, perdíamos dos, ganábamos dos, así, y eso hizo que la directiva tomara la decisión. Vino [Jorge] Cascote Cremella. No sé si es mejor o peor, no me gusta decir eso. La culpa es del plantel, que no se adecua a determinada filosofía de juego. Después cargamos las pilas, cambiamos la cabeza, entrenás más duro porque no vas bien. Por suerte ganamos un montón de partidos seguidos y nos colamos”, asegura.

Para el año que comienza

Daniel Rivero piensa seguir jugando al básquetbol. En su casa abundan los artículos de tecnología, que compra y vende como trabajo alternativo. Además, es técnico en reparación de computadoras. No son laburos fijos, pero le sirven como una extra y por ahí puede andar su futuro. Su presente, en cambio, está dentro de la cancha. “El año pasado, en Mercedes, fueron ocho equipos, y aparentemente el año que viene serán diez, porque vuelven Anastasia de Fray Bentos y Bella Vista de Dolores. Me gustaría volver a jugar en Pacaembú. Allá hay una liga fuerte. Hasta que no jugué no me di cuenta, en realidad. Por lo que se proyecta, si sale lo de mejorar los pisos de las canchas, puede estar a la altura del Metro, incluso un poco más. Por la calidad de los jugadores, algunos equipos podrían competir sin problemas en el Metro”, dice Rivero, que además destaca el potencial que existe en inferiores y cita a Agustín Viotti, Nicolás Köster y Agustín Zuvich, por ser los más recientes en llegar a Montevideo.

Daniel lleva a cabo el eterno ritual de armar el bolso para jugar desde gurí, cuando estaba en Bohemios. Desde el año pasado, por decisión propia y después de la debida consulta con su señora, Soledad, la dinámica le cambió el ritmo de vida. De buenas a primeras, se encontró viajando a Mercedes a practicar y luego, un día antes de cada partido -y al final de cada encuentro, ómnibus para Montevideo y llegar a las 8.00 para la rutina capitalina-. El día que se quedaba en Mercedes, dormía en la casa que tiene Pacaembú, pegada a su cancha, junto a Bruno Torres y el salteño Seba González Aguirre. Afirma que desde el primer día lo hicieron sentir como en su casa, y eso lo ayudó a unirse al grupo. En los ratos libres salían a la cancha las cartas, truco va, truco viene, con los veteranos que se arrimaban a la cantina del club. “No por la timba, sino para pasar el rato”, se defiende. Lo que no sabía Rivero, y se enteró ahí, era que ese mismo gimnasio, la cantina, los vestuarios y buena parte de la casa donde vivió, fueron ruina de un tornado que azotó la ciudad el 16 de enero de 2011.

Para Daniel Rivero, jugar al básquetbol es un trabajo desde hace rato. En su carrera tuvo dos experiencias en el interior del país aparte de ésta en Mercedes: en Salto con Salto Uruguay, en el primer Regional de ascenso a la Liga Uruguaya de Básquetbol (LUB), en 2004, y una más reciente, el año pasado, en Albion de Pan de Azúcar. En Montevideo fue su obra: en 1997 llegó a Defensor Sporting desde los juveniles de Bohemios y estuvo hasta 2003, recordado por el (discutido) doble que convirtió sobre la chicharra que le dio la primera LUB al violeta. Después tuvo un periplo de diez años por varios equipos. Considera que su punto más alto fue Malvín 2004-2005, con la dirección técnica de Álvaro Tito, y también Atenas en 2009. “Fueron varios Daniel Rivero. Vas cambiando, hay más experiencia. Cuando sos joven, es todo ebullición y correr. Después, cuando las piernas no te dan para andar correteando por todos lados, ya sos más inteligente, si se quiere, y nivelás. Son procesos como jugador, y asimilando las cosas procesás de otra manera”, comenta.Conoció la ciudad y sufrió el peor calor mercedario. Fue en enero, cuando estaba con su señora y los niños. Pese a la temperatura, define el lugar como muy lindo, con un rosedal en la rambla al que le sacaron jugo, igual que a la heladería que está enfrente. Con felicidad de base que asiste para que brille el otro, con la simpleza de un pase mano a mano, su referencia son ellos. “Esas cosas quedan: estar con la familia haciendo lo que nos gusta”, puntualiza.

El básquetbol le ha dado todo. “Es mi vida”, aclara, buscando sintetizar la definición. Pero va más allá: “El básquetbol me dio un trabajo y vivo de ello; es mi señora, mis hijos Matías, Juan Martín y Eva; fue mi familia, que me compró los primeros championes cuando desde los cinco años fui a la guardería de Bohemios porque mi padre trabajaba ahí; la familia me dio todo porque apoyó mi ilusión, a pesar de los resultados”. Por estas cosas y otras más es que cree que cuando deje de picar la pelota “va a ser raro para todos”. Pero como buen armador de equipo, solidario por definición, ya tiene la visión de cancha afinada: “Acompañar, como padre, a mis hijos cuando jueguen”.