A todos, todos los días no pasan cosas. Algunas son tan cotidianas que después no las podemos ordenar ni chequear en la memoria, otras son extraordinarias y por eso inolvidables, y otras son la mezcla de las dos, son cotidianas; para mí es hablar, informar, opinar, escribir sobre deporte y particularmente sobre un partido de fútbol, pero también me resulta un acostumbrado y a la vez sorpresivo acontecimiento tener que estar horas en un estadio, rodeado de individuos que por lo menos por ese rato no quieren lo mismo que yo, y tener que resolverlo como un duque, tanto en el análisis y en la información, que son mi prioridad, como en las emociones, que no son mi especialidad pero las siento a borbotones.

Todo lo que había escrito ayer de mañana lo estoy sustituyendo ahora a las 18.00, dos horas y media antes de que empiece el partido, y con la gente ya copando el estadio. Hice la misma combinación que ayer, la de metro más micro -que en un aporteñamiento no son micros, sino grandes ómnibus, en muchos casos del doble de largo, como nuestros viejos trolleys dobles, entre los que seguro había muchos 60 y muchos 4-.

El metro me fascina porque te permite ser vos mismo mirando esos mapas con rutitas de colores, pero la experiencia del metro santiaguino no me ha parecido buena. A cualquier hora, en cualquier horario, en el punta o en el valle, los vagones van llenísimos, la gente se siente mal y uno supone, como en cualquier metrópoli que se precie de tal, que los pungas se hacen la fiesta. En un tramo debí, junto con otras personas, dejar pasar seis servicios o formaciones porque no había forma de entrar; ayer, repitiendo el recorrido para el estadio, tuvimos que evacuar la formación porque se averió el tren.

No hay problema: como para seguir viendo en qué estaba la gente. Ya la mañana se me había hecho bastante insoportable con aquellos matinales televisivos de los que ya les hablé, en los que se habla de con quién está pololeando el Manguera o cómo se hace un plato típico, aunque también te enseñan a hacer unas donas. ¿Cachái, weon, weona? Todos y todas de camiseta y hablando weadas, porque de eso hablan los weones, que sólo saben cómo es la camiseta del rival el día que lo ven jugando en el estadio.

Me harté y me pasé a la radio deportiva, de estilo aporteñado: capaz que invito a que uno o dos de ustedes convengan conmigo en que no hay nada más desagradable que un estilo agrandado porteño que ni siquiera es porteño.

Y entonces fue que empecé con mi necesitada reivindicación del porteño pedante y agrandado, porque él sabe dónde están lo límites, y mirá que yo -“aramos”, dijo un mosquito en la cornamenta de un buey- los saqué de la troya en la Copa América de 1987 y de 2011, y en ningún caso los tipos, que venían de ser campeones del mundo con el mejor Maradona en 1986 y tenían a Messi en 2011, nos ningunearon antes de jugar: es más, sabían que la podían quedar como la quedaron. Entonces, aquí la manija de los medios puso a esta gente, que tiene un equipazo que te voglio dire, en un embale que nadie podía parar.

Cuando me bajé del 126 y entré a caminar entre la gente y los vendedores de bufandas, camisetas, banderas y gorros, me vino la locura de pensar que las horas previas a Maracaná debieron ser así, como eran ayer en Nuñoa, en el Estadio Nacional. Con la gente en actitud tan desproporcionadamente ganadora que elegían rival y organizaban festejo. El ministro de Salud o el de Transporte, tal vez en un sano acto de previsión, recomendó a los chilenos que si en los festejos tomaban no manejaran, o que fueran cuidadosos en las aglomeraciones. Y yo, enchufado, escuchando a los sabihondos de la radio, entre la gente embalada y ganadora. En un semáforo me peché con un niño y su padre. El crío, un caro de diez o 12 años, estaba de la mano de su padre, frente a la roja del cruce de la avenida. El padre, altivo y vigoroso, ganador; el niño, con la mirada en el pasado o en el futuro. El gurí estaba serio y con el mismo cagazo que yo, que nací en un país que me ha hecho vivir las gestas más maravillosas e imprevisibles en el mundo del deporte y que ha llevado a que celeste, que no tiene nada que ver con la nación ni con ningún símbolo patrio, sea la síntesis de indomables soñadores que siempre creen que podrán. El gurí, un chilenito real -no es un descalificativo-, estaba quieto, duro, como yo en el tiempo, y me dejó saber que no estaba, como sus mayores, convencido de que iba a ser una pasada. Ese crío sabe de fútbol, y algún día me gustaría festejar con él.

En serio, yo no elegí nacer en Uruguay, simplemente tuve suerte.

Te llevo tatuada en el pecho.

Abrazo, medalla y beso.