A esta historia chiquita, ignota y tan poco trascendente que dentro de un mes será selecto envase de media docena de huevos, o inflamable fuego para alimentar el encendido del hogar, la parieron otras ricas y grandes historias, que permanecerán incólumes a perpetuidad, ajenas a cualquier discusión.

Cuando Óscar, el diariero del barrio, hacía llegar a la puerta de mi neohogar capitalino cada fascículo de 100 años de fútbol, incomprensible insumo para un escolar inicial que apenas había atravesado el difuso límite de el oso se asea o mi mamá me mima, yo sentía, embelesado, que aquellos hombres, viejos y grandes, de enormes pantalones, medias hasta la rodilla y camisetas gruesas que atravesaban aquellas fotos en blanco y negro, eran dioses gigantes y humanos, capaces de transmitir a través del tiempo emociones sobrecogedoras, pero a su vez paternales, familiares. Esos héroes eran nuestros. Eran los campeones, habían sido y serían para siempre los mejores. Eran los héroes que ninguna guerra había parido, eran la leyenda que ellos mismos habían escrito, eran el Uruguay ante el mundo, los orientales crisol de nacionalidades venidas de los barcos que se apoderaron del fútbol. El lunes 9 de junio, día de Pentecostés y feriado en la Francia de 1924, Uruguay se hizo conocer al mundo con su hito iniciático en el cosmos.

Fue un día como hoy, 9 de junio, cuando madame Pain, la viejita que hospedó a los celestes en Argenteuil, deshojó decenas de rosas, para hacer un sendero que permitiera la llegada de los campeones; fue un día como hoy cuando, por primera vez en la historia, el nombre de Uruguay atravesó los mares y las cordilleras por medio de los incipientes servicios telegráficos, en el anuncio de que eran el campeón del mundo; fue un día como hoy que nació, para no morir jamás, la vuelta olímpica. Aquel gesto de educación primaria, básica pero engendrada en una sociedad felizmente aldeana, donde el agradecimiento no era una fórmula sino un principio emotivo del entramado humano cotidiano, seguramente surgió de la imperativa voz del Mariscal Nasazzi, que, aun en ese momento de intimidad con la gloria sintió que debía devolver el saludo a esos miles de extasiados franceses. Fue aquel día que Lorenzo Batlle, sobrino de don Pepe y único periodista oriental que viajó para seguir las alternativas de los Juegos Olímpicos, según algunos autores gestor del relato épico en Uruguay y en el diario El Día, escribió: “Así dan la vuelta al campo, objeto de una verdadera apoteosis. Cuando llegan al punto de partida se abrazan con los suizos, cambiándose ¡hurras! Y se marchan agobiados de gloria... Saludados por miles de voces que dicen todos ¡Uruguay! ¡Uruguay!”.

Fue ese momento, segundos, minutos, horas, cuando el Indio Pedro Arispe, compañero de zaga del Terrible Nasazzi, atesoró para siempre su concepto de patria y se lo transmitió a aquel magnífico Homero que fue Julio César Puppo, el Hachero, que nos lo legó para siempre: “Para mí, la patria era el lugar donde, por casualidad, nací… Era el lugar donde trabajaba y se me explotaba… ¿Para qué precisaba yo una patria? Pero fue allá, en París, dónde me di cuenta cómo la quería, cómo la adoraba, con qué gusto hubiese dado la vida por ella. Fue cuando vi levantar la bandera en el mástil más alto. Despacito, como a impulsos fatigosos. Como si fueran nuestros mismos brazos, vencidos por el esfuerzo, agobiados por la dicha quienes la levantaron. Despacito… Allá arriba se desplegó violenta como un latigazo y su sol nos pareció más amoroso que el de la tarde parisién. Era el sol nuestro… Abajo, las estrofas del Himno que llenan el silencio imponente de muchos miles de personas sobrecogidas por la emoción. ¡Entonces sentí lo que era patria!”.

Hoy es 9 de junio: por obra y gracia de los uruguayos, Día del Fútbol Sudamericano, el día en que fuimos campeones, el día que inventamos la vuelta olímpica, el día que nos conocieron, el día que nos hicieron sempiternos hijos de la gloria.

Salucita, campeones.