Voy a aprovechar el sol, como ya lo aproveché para empezar a contarte esto. Estoy en vena por Inti, del cual soy adorador -si hubiese estado en el auge del paganismo, hubiese llevado sin dudas la bandera de Inti, de Amón-Ra, de Febo-, pero mucho más por mi interacción con La Serena, que me sedujo con su condición de ciudad histórica pero viva, vigente, aldeana, costera y con mucha, muchísima historia.

Como les contaba, tuve que esperar que el solcito se hiciera amigo, porque por estas tierras, en estos días, las mañanas y las noches son absolutamente gélidas, y todo cambia cuando aparece el astro rey, que suena a casa mayor del fútbol o a citado nosocomio.

Tengo la convicción absoluta de que no hay como conocer una ciudad que caminándola, subiéndose a los bondis, haciéndose contar historias por la gente. Mi objetivo inicial era llegar a la costa del Pacífico, y por medio de recomendaciones caseras, llegar hasta el faro, que justamente está en el océano. De paso cañazo, una pasadita, sólo para marcar presencia en el hotel donde está Uruguay, que es más en Coquimbo que en La Serena (la fusión de la conurbanización de La Serena con Coquimbo es casi idéntica a la de Maldonado y Punta del Este), y después patear hasta el faro.

Salió perfecto, porque en el medio de la caminata di con varias de las más de diez iglesias históricas construidas a pura piedra -La Serena es una de las ciudades más antiguas del Cono Sur y es la segunda población de Chile después de Santiago-, pero además con un par de piquetes universitarios (de estudiantes y de docentes), y algo que finalmente resultó fundamental para mí: como guía turístico voluntario, un lúcido estudiante de historia, que en poco más de media hora me puso en carrera con el inicio de la civilización por este lado del mundo por medio de los diaguitas, el pueblo originario, aunque habían llegado primero de territorios incaicos, y después fueron dominados por el Inca, que no los sometió sino que los absorbió. Por los siglos XI o XII, pueblos procedentes del valle de Chincha, en pleno imperio inca, se desplazaron al sur, llevando consigo los adelantos de su cultura. La fusión con las etnias del norte chileno produjo la cultura chincha-atacameña-diaguita, cuya máxima influencia se desplegó en el siglo XIV, tanto por el altiplano boliviano como por los pueblos del sur andino, a los que transmitió nuevos usos agrarios y ganaderos. Fue justo entonces que les cayeron los españoles, y ñácate.

En la región de los valles transversales, entre los ríos Copiapó y Choapa, habitaban los diaguitas, pueblo agricultor con una organización conocida como sociedad dual (atribuida a la influencia incaica), que se dividía en dos mitades: la de arriba, hacia la cordillera, y la de abajo, hacia el mar.

De sus cultivos se sabe que se hacían en el fondo de los valles, con canales artificiales. De este modo, obtenían cosechas de maíz, papa y algodón, este último utilizado para la fabricación de ropa. La ganadería practicada era de tipo trashumante, los animales eran llevados a pastar a la cordillera y a la costa, donde además se ejercía la pesca.

Las construcciones que utilizaban para vivir eran chozas agrupadas en aldeas pequeñas y tenían unas bodegas subterráneas empleadas para almacenar maíz y otros alimentos. Me encantaron los diaguitas y me quise convencer de que por algo mi hotel se llama Diaguita -una suerte de trampa a si mismo-, y con Gonzalo nos pusimos a sacarle el cuero a los conquistadores, de Pizarro a Juan Díaz de Solís. Hace años de años, en Telecataplum hicieron una cachada de los charrúas contra Solís en un partido en la playa. Como esto va de fóbal, conquistadores y pueblos nativos, la remato con ella, que está tatuada en mi pecho.

Vamo arruca.

Abrazo, medalla y beso.