Santiago a las 7.00 es un infierno de gente yendo y viniendo. Un infierno en serio. Las estaciones del metro son un hormiguero. Esto no obedece al estado de emergencia ambiental que seguramente multiplica el número de viajeros, sino a la movilidad de la ciudad en horario laboral. Hay una contradicción entre la necesidad de que la gente no se traslade en automóviles y los costos de sus sucedáneos del transporte colectivo, que tienen su precio más caro en las franjas de las horas pico. En el llamado horario punta, de 7.00 a 8.59, el boleto cuesta más de 35 pesos de los nuestros; en el horario del medio, al que ellos llaman “valle”, de 6.30 a 7.00, de 9.00 a 18.00 y de 20.00 a 20.45, el ticket sale 29 pesos uruguayos; por último, el horario más económico es el de 6.00 a 6.30 y de 20.45 a 23.00, cuando cuesta 25 pesos uruguayos. El boleto lo cargás en una tarjeta Bip que te cuesta 60 pesos y te sirve hasta para dos transbordos con buses, con una duración de dos horas a partir del momento en que tomás el primero. Si hacés combineta con bondi en horario pico, te sale tres pesos más de suplemento, por lo que terminás pagando cerca de 40 pei para ir a trabajar. Con una gamba y media más me pago el pasaje a Florida. Caro, el transporte.

La otra contra matinal de Santiago es que no amanece hasta cerca de las 9.00. Esto ha cambiado la rutina de algunas familias y algunos colegios, que debieron variar su horario para que los niños no anduviesen de noche en la calle para llegar a la escuela. Así lo plantean en reportajes que se emiten por televisión (que, se sabe, no necesariamente es el reflejo de lo que pasa).

No sé si te habrás percatado, pero no sé que a las 7.00 el Metro está a tope porque haya encontrado trabajo en Santiago ni porque haya amanecido después de una noche difícil, sino porque me vine en bondi, en salón-cama, de La Serena a Santiago. Los jugadores se vinieron en Lan y yo en el Cóndor, con asientos que realmente son casi cama. Una luca nuestra, sale. De ahí, derecho al hotel Foresta, hospedaje que Teresa y Nelson, los dueños del Diaguitas en La Serena, me tramitaron desde allá, pensando en bueno, bonito y barato, y a mano del centro y del estadio.

Al llegar, desembarco con emergencia ambiental; pensaba que iba a encontrarme con gente con tapaboca y con barbijo, pero nada. Ninguno de esos cientos que me crucé -tendría que hacer un cálculo más fino, pero pienso que me crucé con más de 1.000 personas- llevaba el citado elemento atrapabacterias y otras porquerías. A mí “barbijo” me sugiere un tango que cantaba Carlitos Gardel, el hijo del coronel Escayola, muy cruento -Escayola y el tango-, que habla de un gaucho que tenía un tatuaje hecho a hoja de acero en la pera, porque otro sotreta le había envidiado a la china y él lo pasó a cuchillo en duelo criollo. No, no lo googleé para meter a Carlitos en el aniversario de su muerte en Medellín -me gusta abonar la idea de que anduvieron a los balazos mientras carreteaba el avión-, sino porque una serie de discos del Mago, de Sondor u Orfeo, fue la que quedó soportando nuestro tocadiscos Philips tras la autorrequisa posgolpe que mis padres se impusieron después del 27 de junio de 1973. Retiraron libros y discos entre los que había incluso algunos del Chile de Salvador Allende, y quedó apenas Carlitos junto a algunos más que ni recuerdo, porque hasta María Elena Walsh marchó.

Lo cierto es que no anda la gente con barbijo, y los que viven en Santiago parecen estar acostumbrados, a pesar de que así, con estado de emergencia ambiental, no habían estado todavía en este siglo: el último registro de una alarma de ese tipo data de 1999. Mientras, meto la combineta Metro para llegar de una vez a los campos de Nuñoa, a ese Estadio Nacional que tanto representa para chilenos y uruguayos, ese estadio donde cada vez que ves esas tribunas-cárcel se te hiela la sangre. Agarro conversación con un veterano divino que no sólo me dice dónde me tengo que bajar y cómo tengo que hacer para volver, sino que me habla del infierno del tránsito, del aire enrarecido y de cómo la gente está tratando de salir de la capital chilena.

Mientras hablamos en el 106, que es doble, como un 60 de los de antes, siento que se me empieza a secar la garganta y que me da cosquillas en las vías aéreas. Parecerá verso, pero no es. Ahí estoy en Nuñoa, esperando que vuelvan a sonar las dianas.

Te llevo tatuada en el pecho.

Abrazo, medalla y beso.