“Mañana le hacemo’ tre’”, me dice un chileno de no más de 30 años mientras me escucha saliendo por fono para Suena tremendo de El Espectador sobre una de las aceras que rodean el Mercado Central de Santiago de Chile, una versión trasandina y algo más popular de nuestro Mercado del Puerto, en la que el lunes a mediodía almorcé entre manteles de nailon y un gato gordo con pinta de castrado que se paseaba a los bostezos por las piernas de los comensales. “Dos”, con el índice y el mayor de una de sus manos, me señala otro hermano de allende los Andes ni bien descarta la hipótesis de una supuesta argentinidad y confirma la uruguayez del forastero periodista. Entonces, se entra a formar una ronda y hay risotadas y está todo bien, pero Chi-chi-chi, le-le-le. Y punto.

Ellos se sienten en su momento. Se ilusionan con que la vieja Copa que se puso en disputa hace 99 años por fin traspase las puertas de la sede de la Asociación Nacional de Fútbol Profesional chilena y sea trofeo en vitrina. Hay una necesidad histórica: ganarla por primera vez. Hay algo parecido a una obligación: ganarla en el jardín de casa, en el Nacional de esa Santiago que se mira en el espejo europeo y se maquilla con torres vidriadas, transportes modernos y grandes tiendas. Quizá sea el fútbol el último requisito pendiente para consolidar cierta autopercepción de superioridad. Tan querido y tan esquivo, el deporte más popular afila a los chilenos con la denominada “generación dorada” de los hijos de Marcelo Bielsa a los que ahora conduce Jorge Sampaoli. La de los Sánchez, los Vargas, los Vidal y compañía, esos petisos que cuando corren y triangulan parecen escapados del PlayStation.

Pero el fútbol, siempre ambiguo, les pone en el camino a Uruguay. Con su proceso serio, su juego avaro aunque efectivo, su personalidad y sus figuras cotizadas en las canchas más importantes del mundo. También, con sus 15 vueltas olímpicas continentales a cuestas. Ésas que generan silenciosa admiración en los mismos eufóricos hinchas de la roja. Caprichos de la Copa: como en 2007 y 2011, la celeste se cruzará con el anfitrión en cuartos de final. Difícil no recordar el enorme crecimiento de un equipo que recién empezaba a ser tal hace ocho años, cuando las operaciones mediáticas anti-Tabárez se fueron al cuerno después del contundente 4-1 que eliminó a Venezuela en su casa. Y es imposible de olvidar la victoria contra los argentinos de hace cuatro años. En Santa Fe, con Lionel Messi y todo: fue el cartel de expreso rumbo a la consagración aún vigente. “Sí, señora. Sí, señor. Lo hicieron de nuevo. Son los uruguayos, los mismos de siempre”, dijo al borde de la emoción el veterano relator chileno Pedro Carcuro, mientras contaba a través de la Televisión Nacional trasandina el penal decisivo pateado por el Pelado Cáceres. Claro que nada es para siempre. Sería un acto de miopía futbolera negarles el favoritismo a los locatarios de esta noche. También sería un acto de ignorancia desconocer que incontables veces, allí donde el fútbol gestó enormes burbujas nacionalistas, el petiso Uruguay se las ingenió para pincharlas.