Viste cómo es el tema del relato en la narración: uno puede jugar para atrás y para adelante con los hechos, e ir entreverando todo, tripas y corazón, para que te puedas acomodar según tus propios intereses.

Éste no es el principio de los acontecimientos y, seguro, ni siquiera será el final. Llevo la máquina sobre mis piernas, estoy contento porque le ganamos a Jamaica y a todos esos a los que no les gusta cómo juega mi selección, acá y allá. Pero estoy contento, creo, porque estoy aquí, con muchísimo esfuerzo, para reforzar, como buen perdedor que soy, uno de los principios básicos e insustituibles de la tarea periodística: estar. Estoy contento, en mi vano esfuerzo por que mis ojos sean los tuyos y mis historias las mías, pero no propias, sino ajenas. Ahora es sábado de noche y voy en un bus que dentro de unas 13 horas me depositará en La Serena, lo que será aproximadamente unas 20 horas antes de que este diario pase por debajo de tu puerta. Creo que elegí esta parte de la historia para empezar, ya sea porque ya son más de las 23.00 y no tengo nada que hacer en este asiento 23, o porque me gusta rescatar historias mínimas y lindas como la que viví en el hostal The Executive Inn de Antofagasta, a 100 metros del Pacífico.

Tenía previsto llegar cerca de medianoche, después de atravesar las ciudades más lindas del fin del mundo, y ahí estaba su dueño, esperando con todo pronto y el desayuno ya en mi habitación. Un chiche, la habitación con vista al Pacífico. Lo raro es que cuando le pedí para dejar la valija al día siguiente, para no llevarla al estadio, me dijo que no sólo la iba a dejar, sino que podía dejar todo lo que quisiera y que me llevara la llave e incluso usara el baño si era necesario. Como un duque me aguantó hasta las nueve y pico de la noche. Pasaron 15 horas desde mi salida de Florida a la llegada a Antofagasta, donde terminé alquilando una van junto con media docena de carolinos lectores de la diaria a los que conocí en la línea de asientos del xutong del aire -con asientos no reclinables- que nos llevó de Santiago a la Perla del Norte. Los hipnoticé muy fácilmente diciéndoles la purita verdad, que San Carlos es el pueblo más futbolero de Uruguay, y nombrándoles a Atenas, San Carlos, Colón y Peñarol. Al Penado 14, Libertad, lo dejo para el final porque cuando lo nombré amenazaron con tirarme de la camioneta. Este cuento, que va para atrás y para adelante, ahora está en La Serena, ciudad que recién estoy conociendo, con sus avenidas arboladas y un gesto simpático de sus pobladores. Como mi pieza todavía no estaba pronta me ofrecieron el living-lobby para que continuara mi cuento y aprontara el mate que me ayudaría a sacarme la resaca de un viaje en bondi de 13 horas. Eso sí, me anticipé a la delegación, que llegaría bien entrada la tarde.

Cambiemos de plano y volvamos a Antofagasta el sábado, con aquel estadio rehecho a nuevo, los pobladores enojadísimos con el gasto, los estudiantes reclamando, como corresponde, mayor presupuesto para la educación, y los habitantes de la tribuna tan, pero tan aldeanos que su diversión era pasarse la pelota de lado a lado cuando una globa se iba lejos, restada por Josema o por alguno de los inmensos jamaiquinos, unos roperos con líneas ágiles, como diseñados por la Bauhaus. La otra característica, pero ya no sólo de los antofagastinos, sino de la mayoría de los mandos medios chilenos que he tratado, es su absoluta e impermeable rigidez. Hacen cumplir las órdenes a pies juntillas, y no hay tutía ni posibilidades de que les digas nada. Pienso que 25 años de la peor dictadura no son changa en la construcción de una forma de ser amasada por el miedo y la rigidez. ¿Cachay? Ahora es lunes y ya estoy en tus manos, o frente a tus ojos, con este relato que empezó a ser contado el sábado y contiene minutos de la vida del viernes y de la del domingo. Es que la llevo tatuada en el pecho.

Abrazo, medalla y beso.