No sé si es por ósmosis ritual y cultural o estupidez propia que voy a escribir la palabra que sigue: nostalgia. Lo cierto es que estoy escribiendo un 24 de agosto y esa fiesta que los uruguayos festejan se me cuela en el cerebro y me hace pensar todo el día en imágenes, interpelaciones, pavadas por decir.

A mí se me figura la fiesta de la nostalgia, además del gran negocio comercial, claro, como si fuera una pareja de 20 años abúlica y triste, que se empilcha y prepara para coger por una noche desde el 24 de agosto del año pasado. Quizá no, quizá él o ella (o ellos, para estar a tono) lleguen borrachos y terminen agarrados al wáter, vomitando la desilusión de lo que ya no son. O fornicando como lo que fueron. Dionisio lo quiera.

La nostalgia es el verdadero sentido innato de esta cultura. Es Maracaná, la educación pública, aquellos años en los que fuimos jóvenes y, si no bellos, al menos vigorosos.

No me siga más, lector, porque hoy, más que nostalgioso, ando melancólico y misántropo. La melancolía responde a un sentimiento más agudo e irreparable porque proviene de un lugar sin símbolo ni fecha asible, es un estado del ser. La misantropía se cultiva con los años y, más que odio a la humanidad, engendra un estado de desilusión mezclado con asco que nada lo cura.

La nostalgia es para los tontos, pienso, y la melancolía para los incurables de espíritu. Ambas son una mierda. Pienso que en un ser adulto, la primera puede graficarse en el niño que se evoca jugando a la pelota o a lo que sea y rememora el juego en sí mismo; la segunda, en cambio, detiene al adulto en que se quedó solo masticando el pasto.

Hay comportamientos que algunos toman como un instante de divertimento para salirse de las rutinas; un permiso, una fiesta, aunque masiva, perfecta para suspender o anular lo cotidiano.

A mí todo eso, no sé por qué, me subleva. La fiesta de la nostalgia en lugares de trabajo (traigan gorros, vístanse de hippies, hagan de conejitas, lo que sea) me produce una urticaria que ni el mejor de los antialérgicos puede sosegar. Empresas que les dicen a los empleados que mañana, 24, eh, día de la nostalgia, tendremos una hora de diversión. La empresa pone la coca (cola, una raya andá a buscarla a las otras fiestas, las anti) y todos juntos tenemos un fiestón de antología mientras las selfies rompen los muros facebookeanos que dicen que trabajamos con felicidad.

Me acuerdo de un trabajo que tuve en un supermercado y que en los días de Navidad nos hacían poner, lo siguen haciendo, los gorritos de Santa Claus (porque además no le dicen Papá Noel) y el que no se lo ponía o pone seguro que es un amargado o un sindicalista peligroso en potencia.

Yo me negué (no de vivo ni de canchero, ni porque no precisara la plata) y creo que a los dos días perdí el trabajo en la cadena simpática de supermercados, como un Papá Noel desgarbado y con un odio profundo por los niños, los adultos y la humanidad toda. Me parece lo mismo que cuando a las minas les hacen poner minifaldas minúsculas, tacos aguja y las obligan a pintarse hasta el ombligo para que compremos un pedazo de queso.

Pero volvamos a la nostalgia y sus old hits. Recurriendo a una pregunta más que consabida y a una crítica hecha mil veces: ¿por qué seguimos abonando ese rito? ¿Por qué esas parejas no salen cualquier día de agosto o setiembre y se dan de bomba o vomitan su hastío en pantuflas y atragantados en whisky, solos, encerrados, viéndose los ojos que ya no se miran?

Esta noche refrenda o se hace eco, o más bien ostenta algo que no se tiene. Algo así como el comportamiento de la vieja aristocracia que se volvió pobre pero, cuando se muestra, finge con las galas de otro tiempo.

Pero arriesguemos lo que es la nostalgia para los uruguayos, porque casi todo evento institucional tiene su correlato simbólico. Es una ilusión, quizá la más irreal y fantasmagórica, de su propia felicidad. Todos lo hacemos, nadie escapa. No asumimos el presente, la vejez, el deterioro de nuestras virtudes y cuerpos, un mundo que se nos vino encima y es casi imposible de transitar.

Ya no hablo de esa fiesta infame, sino de un estado del alma que podemos situar 50 años atrás y que el hijo de la chingada que la creó, como todo gran publicista, catapulta cada año como motivo de orgullo.

Pero la otra que sigue sin contestarse: ¿orgullo de qué? De los viejos íconos, las hazañas de antología (que sólo se pueden editar algunas veces), este país que se ha vuelto eslogan, doble discurso (estamos en el mundo moderno, tecnócrata y tecnológico, pero nuestra Suiza es el cantón más pobre), rememoración y cobijo de una pérdida irreparable: ese Uruguay murió y lo enterramos, pero cada noche soñamos que revive a fuerza de voluntad, de pompas fúnebres.

Más que nostalgia, nos movemos por la fe. Nos hemos vuelto militantes del optimismo y defenestradores de aquel simpático y necesario personaje: el aguafiestas. Hace años era festejado, ahora casi casi que lo mandamos preso. Y es claro y obvio, ¿cómo soportar y decir por lo claro que todo aquello terminó? It’s over, para los posmodernos a los que les gusta decir en inglés.

No sé si alguien todavía me seguirá leyendo o me abandonó en el segundo párrafo, pero se lo pierde de verdad, porque justo ahora es cuando me pongo optimista.

Hay elementos (libros, películas, personas, trabajos, situaciones) que llegan en el momento justo, aunque para otros sean demodés o un asunto ya resuelto.

No me excuso de mi ignorancia ni de mis lecturas tardías, sólo festejo esos momentos, esas revelaciones. Leí a los 37 o 38 años El lobo estepario (creo que ya lo escribí alguna vez; uno siempre escribe, al final, sobre lo mismo) y me cayó como un bálsamo a mi espíritu arrugado: el protagonista tiene 40 años o ronda esa edad y ha sido leído casi siempre como la representación máxima del misántropo: cansado ya de sí mismo, agobiado por el mundo y sus ideas, atormentado por la nostalgia y un futuro imposible, decide o más bien comienza a vivir (a través del descubrimiento flâneur del Teatro Mágico), su vida actual y los pequeños acontecimientos que lo ponen ante sí mismo y lo salvan del mundo: putas de cabarets que lo enamoran, el baile como exorcismo, laberintos o imágenes puras (una flor creciendo en el cemento); la vida, la propia, en fotos mínimas que lo extraen de la masa y lo sitúan y reconcilian con todo el odio hacia mundo.