El ómnibus va repleto. Cada uno en un mundo: el que se ve por la ventanilla; el que está fuera del libro que se lleva entre las manos; el denunciado por la mirada perdida o fija en un punto de la existencia o de la cena; el pragmático, ese que se toma fuerte del pasamanos para no caer sobre otro cuerpo aunque mira de reojo, sabiendo que los otros existen y deseando que no existieran, vigilando tenazmente al que está a cinco centímetros del asiento que puede quedar vacío porque la mujer empieza a acomodar su cartera y se arregla el saco mientras ponemos en juego el impulso animal: ganar ese asiento.

Casi todos parecen salir de una jornada extensa, y yo, sentado, me voy a dar el lujo de un masaje que troqué por mi trabajo. Me siento raro. Tendré que desnudarme casi por completo, alguien me tocará de pies a cabeza, me embadurnará el cuerpo con una crema relajante, presionará allí donde supuestamente radica el punto que se conecta con mi malestar. En un mundo de terapias tradicionales y alternativas, agujas, caminos rojos, constelaciones familiares, flores de Bach y del país, pastillas para la ansiedad y la depresión, en un mundo completamente delirante pienso que ni el Dalai Lama en persona podría ayudarme.

Tengo que nadar. Tengo que comer más sano. Tengo que dejar las frituras, el cigarro, el alcohol. Tengo que. Toda esa configuración que viene construyéndose y que nos dice que debemos perseguir nuestro bienestar, cuidarnos más, estar atentos a las señales del cuerpo, para sentirnos mejor, alivianar la mente, respirar de otro modo, ayudar al sosiego del alma mediante la conciencia del cuerpo.

Es un simple masaje, me digo, y mal no te puede hacer. Entonces me aflojo un tanto, como ya sacándome los zapatos o la remera y entregándome por un hora y media a esa conquista del espacio propio. Cuando imagino que me estoy bajando los pantalones (sin que ningún lobo venga a vejarme), en el asiento de al lado un hombre robusto comienza a emitir unos sonidos guturales mientras agita la bombilla hacia el medio del pasillo. Sus sonidos comienzan a ser más fuertes y ahora agita el mate esparciendo yerba sobre sacos, pantalones, gente que queda tiesa y dislocada.


El ómnibus se detiene, pero nadie atina a nada. Los sonidos guturales del hombre robusto comienzan a ser gritos animales que ya no provienen de la garganta sino de un lugar más interno, más profundo. Una muchacha que va sentada a su lado y contra la ventanilla salta como puede con su mochila y sus libros hacia el asiento delantero y pisa a quien lo ocupa.

Una mujer intenta calmar a su hija de unos diez años diciéndole: “No mires, no mires, quedate quietita así como estás, hacete la boba”. Y todos nos hacemos los bobos o estamos estupefactos frente a ese hombre que con cada grito, y ahora agitando el termo lleno de agua caliente, nos tiene en vilo, en silencio, mirándonos unos a otros mientras tratamos de comprender qué le sucede, sin saber qué hacer. Supongo que el chofer estará pidiendo auxilio, pero por algún misterio no abre las puertas del coche y todos sentimos pánico, o empieza a ganarnos ese extrañamiento o una especie de conmiseración en el delirio, el miedo a la propia locura, quizá.

Cuando los chorros de agua caliente se convierten en peligro evidente y el hombre ya grita desesperado y no aparece ni médico ni psicólogo, un hombre de unos 30 años, también robusto, de brazos como columnas y al grito de “¡soy policía!” pero vestido de civil, le arrebata el termo, le sujeta los brazos por la espalda, lo sostiene firme en el asiento durante algunos minutos. Uno imagina lo peor: que lo va a bajar del ómnibus a patadas y lo va a dejar tirado, gritando, con bombilla, mate y termo, abandonado en su ataque. Pero ocurre un milagro (y eso que a mí no me gustan los milicos, de ningún tipo ni pelaje): el hombre se va aquietando, el policía le pregunta si toma algún medicamento, él asiente. Como si le bajara el alma al cuerpo, o descendiera a su asiento desde un lugar lejano, se ve en sus ojos verdes el extravío en el que estaba inmerso y el alivio de haber vuelto.

El hombre se para un segundo. Como el más asustado de los niños frente a un fantasma nocturno, está meado de pies a cabeza. Y para colmo, va contra su propia corriente: en vez de hacia el Cerro, tomó el 370 hacia Portones.


Me bajo después de que el ómnibus retoma su marcha. Me hago el masaje, la paso bien, por unos días mi espalda queda más erguida. Pero empiezan a aparecer en mí imágenes de otras locuras. Y no pienso en las encerradas y rodeadas de mugre, perros y abandonos, como las de la Colonia Etchepare. Pienso en algo que está ahí, en la calle, y que me han observado en los últimos tiempos algunos extranjeros que viven acá. No estrictamente esos hombres y mujeres que duermen en las veredas y que, según los expertos, combinan pobreza con delirio. Son otros, decenas, que andan idos o que ya se fueron, y que miran a los ojos mientras extienden una mano pidiendo una moneda o sólo miran a los ojos con esas miradas que, de tan brillantes, ciegan, o esas que miran más allá de la mirada que los mira, que atraviesan el umbral de una conexión imposible.

Recuerdo ahora a una mujer en Buenos Aires, negra como diosa africana, que se paseaba desnuda y con una corona de flores en la cabeza o un pedazo de seda celeste transparente sobre el cuerpo que la convertía, de alguna forma, sólo estéticamente, en la reina de la avenida Pueyrredón, y que se bañaba con un cacharro en pleno invierno en cualquier esquina y luego dormía, cuando podía colarse, en un cajero automático. Pero ésa es la imagen irrebatible de un modo de la locura.

En Montevideo pasa otra cosa: aparte de los encerrados y sin esa evidencia innegable, los idos caminan entre nosotros (nosotros: los empastillados, los psicoanalizados, los de las mil terapias alternativas que buscamos grados ciertos de cordura) sin que los veamos. Yo creo que la normalidad y la postura del uruguayo sosegado, toda esa apariencia, algún día va a explotar, que ese andar cansino y de amor por la silla playera es pura contención, que algún día el viento sur nos va a traer una tormenta esquizofrénica (paranoicos ya estamos) que producirá una especie de enajenamiento colectivo que nos hará gritar como animales, ya sin lenguaje, tirándonos bombillas, mates y termos por la cabeza.

O no. Es probable que suceda todo lo contrario: quizá sólo implotemos mientras jugamos a la cordura apacible de nuestra supuesta calma congénita.