Me cuenta que acá en el pago, el suyo, todos los que lo rodean hablan de lo mismo. Como en reiteradas obras teatrales, vaya por donde vaya, ya sea la carnicería, el almacén, la farmacia, el liceo o entre familiares, las conversaciones giran en torno a un solo tema. Unos lo sienten como propio y lo defienden a rajatabla, porque tienen depositadas (casi) todas sus esperanzas en que suceda; otros no, todo lo contrario, porque, si bien no le desean el mal a nadie, ni soñando esbozarían una sonrisa por la alegría ajena. El fútbol es como la vida misma, o viceversa, porque nunca se sabe cuál es el comienzo, pero, cuando la identidad está en juego, los resultados parecen marcar la cancha.

Las escenas pasan. Caminan lento y sin apuro hasta encontrar el lugar para mirar el partido. Toda una procesión. Plenario de por medio, eligen entre los tres el mejor sitio para ver el partido. Tres escalones arriba desde donde comienza la tribuna principal, sobre el lado derecho de los palcos, cercano al banco de suplentes de su equipo. Todo parece estar en calma, pero la semana fue un suplicio. Ellos, con la ilusión de dar vuelta un partido imposible; sus amigos y vecinos de la contra no querían saber nada con su éxito. Ahora siente paz. Quienes no quieren su goce no están en la cancha. Se sientan juntos. Parecen más juntos que nunca. La identidad los une.

La tribuna de enfrente parecía pletórica. Si bien el resultado que los ayudaba a soñar con jugar una final era amplio, alguno dudaba de sus chances reales en tanto el fútbol no se moviera. Eran bohemios, claro, locos e idealistas, pero para nada divagantes. Es que los potreros del interior saben tanto de ver vueltas de resultados a favor como de camisetas que da vuelta el viento, que sopla y seca. No fueron menos de 300 los que llegaron a la capital desde tierras remotas. Flor de viaje. Es inevitable pensar, al observarlos, en cómo debieron sobrellevar esa carga de ver a los contrarios a tan alto nivel. La camiseta decide. Tampoco será la guerra, pero si el tradicional rival no gana, mejor. Ley del fútbol.

Goles son amores; lo sabe cualquiera que haya besado un escudo. Goles son desamores; lo reconoce quien la haya tenido que ir a buscar al fondo de la red. No creo que el fútbol sea el opio de los pueblos, sobre todo porque hay opios mejores, pero de que es el deporte colectivo más ingenioso que el ser humano haya inventado no tengo dudas. Por algo la gente compró, compra y comprará (entendido esto en el buen sentido de la palabra, bien alejado de su acepción “consumista”, si es que existe o si se me permite disociarlos). Esta maravilla de juego, que también emboba, como el amor, hace posible que quien guste y desee pueda sentir en la piel el arte de lo que puede suceder.

El partido se vive en la previa. Quien me contó lo que le pasó en la semana, quien lo vivió para adentro, la que no quiere saber de nada, los árbitros, los propios involucrados. Todos harán sus estratagemas para que lo que tenga que suceder suceda. Entre todos generarán una especie de sinergia que, de tan tirante, terminará siendo el arte de su antónimo: desunirá. Porque al final de todo cantará el resultado, travistiendo lo que realmente pasó, que también será lo que no pasó y lo que podría haber sucedido.

Todo parece estar puesto ahí, en ese mundo minúsculo. El rosario de la señora, la desconfianza del novio, el enésimo partido que mira el canoso, la seguridad del arquero, la bandera y su mensaje de “nunca estarás solo”, el viaje de 571 kilómetros, los ojos cerrados de muchos. Pero nada ni nadie puede borrarle a cada uno de ellos la creencia de que lo que pasará será lo mejor.

El pitazo que da inicio al juego es una especie de cuenta regresiva. El grito acalorado son papeles que vuelan tan alto como la ilusión mientras los globos blancos y negros se confunden de tribuna. Empieza a jugar la dimensión compleja del tiempo. Toda la creencia y las posibilidades se ponen a prueba en un reloj que decrece. ¿Acaso hay algo más difícil de sostener? Por eso, por más que unos quieran ganar y los otros también (y lo mismo para quienes no juegan, que querrán que unos triunfen y otros no), lo que nunca estará en juego es la identidad. No lo saben, pero tienen la misma, aun con camisetas distintas: la identidad de quien va un domingo a sufrir en espera de que el crack del barrio le redima su pasión con tres embriagadores goles.