Escribió Emily Dickinson: “Para viajar lejos no hay mejor nave que un libro”. Un acierto poético de magnitud; una verdad que puede ser construida por la imaginación; un antídoto, también, contra la imposibilidad real de trasladarse físicamente.

Un libro con otras geografías, sensibilidades -quién puede dudarlo-, nos sitúa, mientras dura la ficción, en cosmogonías y paisajes nunca vistos y sentidos. Y a veces tienen la potencia arrolladora y la prosa convincente de hacernos creer (la verosimilitud del relato) que verdaderamente viajamos o conocemos tabernas, iglesias, plazas, nieves, el murmullo de un idioma ajeno y distante, mientras observamos pasar y decir a personas del siglo XIX o de nuestra época, ésta en la que vivimos, el paisaje de sus geografías físicas y mentales.

Hay un finísimo libro de Beatriz Sarlo llamado Plan de operaciones (Ediciones Diego Portales, Chile), en el que la pensadora y ensayista argentina disecciona la escritura de varios intelectuales o escritores (a partir de Jorge Luis Borges, Walter Benjamin, Roland Barthes y Susan Sontag), y en un ensayo, “Apuntes e impresiones”, le da rienda suelta a su análisis sobre un tipo de prosa de Benjamin (la más atada al mundo, podría decirse) y la relaciona con la prosa de Roberto Arlt, pero no la de las Aguafuertes porteñas sino las escritas sobre Galicia.

No importa tanto acá el análisis sesudo y la cirugía de estilos y prosas que hace Sarlo sobre estos dos grandes, pero sí algunas observaciones que los conectan. Ahí encuentro otra excusa para ese decir de Dickinson y ese viaje interior que se basta a sí mismo: “Apuntes, notas de costumbres, observaciones de viaje”, caprichosos, verosímiles a través de la mirada del escritor.

“El lector de Benjamin se dice: Nápoles era así, con esos chicos comiendo macarrones en la calle y dejándose fotografiar [...], la nieve cae de ese modo en Moscú, donde nunca he estado”; y sobre las crónicas sobre Galicia de Arlt dice Sarlo que el lector se dice: “La Coruña tiene ese clima de ciudad contenta, donde todavía no se huele la guerra civil, que sus mujeres son las más libres de España, y que la famosa Torre de Hércules no vale tanto”. Sarlo sostiene que esos relatos producen “convencimiento inmediato” porque “tienen la férrea persuasión de la imagen; no razonan”.

Y así nos pasa con todo: esa persuasión de la imagen (y de la prosa) nos lleva a lugares que nunca visitamos y quizá jamás visitaremos. Yo y tantos hemos vivido en Berlín, este u oeste; en la Lisboa y las ruas de Pessoa; en el comienzo de la Segunda Guerra y sus delirios nazi-bolches junto a Sándor Márai y sus Confesiones de un burgués; en el destape español de los 80, con las películas de Pedro Almodóvar; en sitios recónditos e ignotos, gracias a la potencia de algunos creadores.

Quizá sea aquello de que “si pintas tu aldea, pintarás el mundo”, y así el lector encuentra otros sabores u olfaltea su putrefacción indolente. También Juan Carlos Onetti (parafraseo): “Montevideo no existirá hasta que sus narradores no se dignen a contarla”. Y no menos cierto: si no tenés el vil metal, al menos los libros, las películas, las fotos de los amigos; la palabra y la imagen, al fin.

Pero resulta que a veces ese mundo transmitido por imaginación y talento no nos alcanza. Deseamos, necesitamos, armar nuestra propia maleta roja (la del deseo) para ir a desarmar los mitos, las postales, la estética y la forma de vida que hemos construido según el capricho de los otros y de sus mil paisajes. Esas prosas generalmente construyen nuestra sensibilidad (perdonen que no nombre a América Latina: mi deseo es bastante eurocéntrico), pero a veces se impone como un decreto la necesidad de salir y conocer. Almodóvar a los jóvenes, y un consejo que no suena a viejo bobo: “Salgan de los pueblos”. Que es lo mismo que decir: “Vivan otras vidas”.

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En los últimos 50 años, al menos, Uruguay ha estado signado por dos tipos de exilios: el político y el económico. Los hitos fueron la última dictadura y la crisis de 2002. Ahora percibo otro: unas ganas de irse que tienen que ver con una necesidad cultural, de ya no ver el mundo por la televisión o por internet, o a través de los libros y el cine. De no quedarnos sólo con el primer término de la aldea global. Pero están las visas, el dinero, la Europa sin rumbo y despiadada con sus inmigrantes; y ni hablemos de los latinos pobres que además no son blancos, y de los refugiados y los hambrientos. Sería injusto y desacertado comparar la huida de inmigrantes pobres o la vida de refugiados provenientes de una tragedia con la imposibilidad de moverse libremente o con ese deseo que se vuelve frustración y nos condena a habitar de por vida un solo territorio. Es riesgosa la comparación, pero tampoco delirante: el deseo de otras vidas, las que sean, opera en todos.

Y también hagamos un sincericidio: miles quieren viajar a Europa para que les dejen de contar el cuento y, sobre todo, para vivir algo de aquello que hasta ahora ha sido pura ficción y estética. Son los que ahora mismo están buscando becas y formas de saltear burocracias y zafar del estereotipo del inmigrante robatrabajo, quizá los hijos de la clase media ilustrada (miles recién recibidos) que no quieren envejecer (y mucho menos morir) con las prosas, las postales y las fotos de los genios. Sólo quieren vivir sus vidas, transitar esa experiencia (vendida, comprada o deseada), aunque no sea el momento justo. Que la Grecia de los platos de comida solidarios, que la España del desempleo feroz, que la Alemania insensible, que la Italia y sus rebrotes fascistas, que ese mundo de ensueño que ya no existe, como si por estos lados el solo término progresista asegurara un bienestar.

También son ciertas las fotos y los cuentos de los amigos que allá viven inseguridad material, pero ninguno (¿mentira o verdad?) está muriendo de hambre. Se ajustan, como buenos uruguayos, al clima reinante y corren dos agujeros el cinturón. Eso dicen, ¿o los amigos nos están atornillando a mentiras? Y Europa, por qué Europa. No seamos tan hipócritas algunos de nosotros, los del sur: bajo sus paradigmas y su arte estamos construidos, preferimos la Capilla Sixtina que el camino del Inca, tenemos más en común con un vienés, un tano o un alemán que con un boliviano. ¿Traidores de patrias grandes y de la Latinoamérica unida? No sé. Mentira la verdad, y traición de los mal pensantes.

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Se sabe que la vida del inmigrante es la de un personaje kafkiano luchando contra un laberinto ridículo de papeles y, en millones de casos, un habitar inhospitalario con la ñata contra el vidrio, pero el deseo de salir de este agujero es tan legítimo como el de los que quisieron volver con la ola progresista.

Hay cientos y miles que lo están haciendo: becas en universidades, trabajillos en negro (con entrada de plata prestada) que amigos proporcionan, tres meses o seis, y vemos. Y no son sólo los muchachos de veintipocos años recién recibidos, también hay una ola de veteranos de 40 o 50 años que se lo están pensando. Quizá sea el último riesgo, el entendimiento, por qué no, que al final perdemos o ganamos, y en el riesgo de vivir, cuando pasamos raya, siempre ganamos.

Es que hay algo en estas letras que aún no está dicho: no sólo se trata de llenar con tres prendas y una promesa la maleta roja del deseo (catedrales, ríos, paisajes, costumbres; todo eso que viene de lejos y también nos sostiene, todo eso que queremos conocer), sino que se siente en el aire una parálisis casi genética, una reedición continua de las taras y los temas, un devenir que no deviene. ¿Es necesario hacer la lista, como con los mandados? Y con todo eso, un apuro del alma o de la biología, una pelea encarnizada para no envejecer a destiempo viendo el mundo desde la misma esquina.

A veces se hace imperioso salir, no para dejar de leer novelas o ver películas que nos traen nieves, montañas, otras formas de vida, más bien para no sentirse condenado a vivir, al menos por un tiempo, en un pedazo de tierra. Y para creerle totalmente, señorita Dickinson. Para que la ficción sea la propia vida.