Nocturnos o noctámbulos, ovillados en sí mismos, a la espera de un santo, un mensaje privado de Facebook o recorriendo en la noche pasiva y silenciosa un muro que no les trae noticias.

Leyendo un libro; mirando tres películas consecutivas; escribiendo, los poetas aplicados; tomándose la cabeza con las manos que se achican en la oscuridad del insomnio, los más desesperados.

Dicen que Fogwill escribió Los pichiciegos en dos días y dos noches tomando cocaína y que Onetti hizo lo propio con El pozo pero debido a una ansiedad incontrolable a consecuencia de una veda de tabaco bonaerense. Otro pozo fue el de Idea, que en su poema “La noche” de alguna forma la venera: “La noche pozo suave / y atorado de sueños / soporta aun la cuota / de otro y la rebasa. / La noche que es eterna, / que ignora el sol y el bárbaro / simulacro del día / que perdura intocada. / Su tinta como un ácido / destruye las miserias / que a la hora veinticuatro / cada día le arroja. / La noche pozo suave”.

Pero los noctámbulos mortales generalmente no traducen el ruido del pecho o del alma en obras que perduran. Están ahí, impacientes o impávidos, o arrojando fuera de sí, también, largos días de hastío, perdiendo el tiempo, ganándole una cuota silente al vacío de lo gregario.

La noche, hija y madre de sí misma. La puta rica, la sirvienta mala; la certeza, si se quiere, de no ser observados, olvidados después del ocaso, esa pequeña muerte diaria que dura según el temple de cada espíritu.

Claro, enseguida vienen las cenas y ciertos placeres, la familia, el ajuste de las agendas. Pero no estamos escribiendo la familia o esos placeres sino más bien las noches ya entradas de los noctámbulos y los solitarios.

Conozco a decenas de personas que no soportan que las tome el horario preciso en que la noche se convierte en el día siguiente, cuando el reloj marca 12.01, y se meten raudas a la cama; y a otras tantas para las que el día siguiente sólo es verdad fáctica cuando amanece o, incluso, cuando se acuestan, ya sea entrada la mañana.

No es lo mismo estar solo que mal o bien acompañado, así el otro yazca sobre la cama como un paciente terminal o duerma con la complacencia de un niño recién amamantado. Puede operar ahí aquel poema, “Revelaciones”, de otra solitaria, la Pizarnik: “En la noche a tu lado / las palabras son claves, son llaves. / El deseo de morir es rey. / Que tu cuerpo sea siempre / un amado espacio de revelaciones”.

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Y tampoco todo es tan visceral o descarnado, de vida o de muerte, de sosiego o desesperación, de absolutos.

¿O sí? No sé. Pienso ahora en los trabajadores nocturnos y solitarios. Quizá no en los porteros (no sé por qué se me antoja excluirlos), pero sí en los serenos de viejas fábricas o garajes, esos que en los inviernos crueles no tienen calefacción y apenas una radio. Qué soledad, por Dios. Pienso ahora en mi padre chupando frío y mate mientras cuida autos ajenos y me corre un sudor helado por la espalda.

Se me evaporan Fogwill, Onetti, Idea, Pizarnik. Se me escurre por los ojos toda la poesía y se me instala en el corazón la vida de un hombre (mi padre, el de tantos) que no escribieron su soledad y su angustia ni en las noches ni en los días. No ausculto ahora la soledad con la que empatizo, esa poética y también real (que siendo estética, se aloja en el centro de la vida), sino la de miles que no pueden decirse. Hay más crueles, es cierto, pero no quiero llegar por la vía de un afuera imperante y salvaje a toda la miseria del mundo.

Me estoy refiriendo a soledades pequeñas pero tan grandes como la longevidad de una noche. Que pueden ser producidas por esos trabajos o la ausencia de un otro. Aquella estrofa de “Los trabajos y las noches”, también de Alejandra: “He sido toda ofrenda / un puro errar / de loba en el bosque / en la noche de los cuerpos”.

No quiero hablar tampoco (pero debo hacerlo) de los que disfrutan de esas noches consigo: los que toman un vino lejos del mundo, cerca de sí; los que crean; los que chatean con afectos lejanos; los que están de levante; los que conquistan un pensamiento propio; los que rumian destinos o silencios férreos; los que miran el techo y agradecen el aullido tímido y lejano de un gato o una bocina; los que oyen ladrar a los perros; los que le roban una foto oscura a la luna. Los mejores para mí (porque ésa es mi conquista en soledad): los que oyen cómo las lluvias despiadadas caen sobre techos de chapa y se convierten en perfectos somníferos. Esas noches en que no hay necesidad de drogas -legales o ilegales- de ningún tipo para soportarse o paliar el insomnio y a esa mente que crece como globo aerostático y especula sobre lo más íntimo y lo más ajeno.

Pero en la noche sin lecturas, películas, lunas perfectas o esas lluvias de la calma también hay una búsqueda, y más en la nocturnidad de las redes. Estamos buscando conversar; decir, decirnos, mostrarnos, vendernos; buscamos relaciones sexuales y amorosas, también. Nada nuevo, es cierto. Estamos en un mercado, ahora de cuerpos, sensibilidades y discursos. Y rendidos ante un nuevo vicio.

Sé de muchas personas que al llegar a sus casas luego de una noche larga, ya entrado el día, borrachos y todo, se conectan a Facebook a las seis o siete de la mañana para ver qué hay o qué pasó. Nada hay ni nada pasó.

No tengo nada contra los vicios, y algunos mercados muchas veces nos conectan, pero el puto asunto es adónde nos conduce esa compañía permanentemente ficticia.

Al final de la noche, acabamos con una película porno o borrachos hasta la manija.

Y terminamos convencidos de que la oscuridad prolongada acarrea un desapego de los otros, refrenda la soledad. Uno ya no está consigo mismo, sino que comienza a estar solo, que no es lo mismo; empieza a prescindir de otros, se autosatisface, entra en un devenir psíquico y emocional que dialoga con su espejo. ¿Otro lugar común, entonces? ¿La soledad es mala compañía?

No, el ensimismamiento consciente y trabajado de los solitarios es lo que los deja hablando solos.

Solos nacimos, así moriremos. Y no es cierto: alguien nos parió y asistió al momento de nacer; alguien (si no somos esos bultos casi echados en una alcantarilla) nos enterrará. El asunto no es el nacimiento ni la muerte; la cuestión es el tránsito, este trasiego finito rodeados de gente vil y de ésos que nos quieren bien.

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¿Habrá que imponerse la compañía y la luz? Quizá habría que pedir la mano, salir al encuentro de otros, cerrar el Facebook que hace tan poco tiempo no precisábamos, bostezar por las mañanas, regar una planta, dejarse arropar en la inmensidad anónima de la ciudad, ya nunca más volver de lentes oscuros, a contra corriente y con esa vergüenza disimulada mientras el mundo les da cuerda a 12 o 16 horas.

Pero por qué esta acusación. Hay quienes adoran la noche, sus permisos, sus fantasmas, demonios y alucinaciones. Agradecen que las voces del mundo por fin callaron, y la ciudad desplegada y muda ante uno mismo -uno, que se vuelve mosca, rey o Dios-, la música elegida, el idilio de no ser interceptado, la propia isla.

Quizá no se trata de la noche o del día ni de ningún entusiasmo. Quizá todo sea una inmunda mentira, un engaño atroz, o ese poema lapidario de Idea: “Uno siempre está solo / pero a veces / está más solo”. También nos lo dijo Cabrera: “La soledad traga y no convida”. A cualquier hora. Pero de noche, ay, de noche se puede volver miles de voces sin poema que la redima.