Con esfuerzo mayúsculo, dejemos de lado a los muertos de cada día, a las víctimas y victimarios, y en paz por un segundo a los deudos de la violencia social. Pensemos en esa máxima que dice que el lenguaje construye realidades. O crea percepciones, formas de estar, de hacer, sensibilidades. Y que toda expresión puede ser utilizada para sostener una idea o su contraria, según el contexto en el que es emitida o según quién la enuncie.
Hace un tiempo que expresiones como “odio de clase” o “resentimiento” pasaron a engrosar la lista negra de las palabras prohibidas, y sólo esbozarlas manda al emisario al quinto infierno de la no convivencia social. No voy a alentar revoluciones (porque no creo en abruptas modificaciones de todo un orden orquestado y que además tiene la capacidad de recomponerse en un santiamén) ni voy a arriesgarme a cometer el delito (por miedo a la ley y sus consecuencias, sobre todo) de incitación al odio. Sólo quisiera comprender por qué una censura -a veces soterrada, a veces dicha a los gritos- viene cobrando tanta fuerza, de la misma manera que gana terreno algo así como el antónimo natural de esas expresiones: reconciliación.
Si se muestra una foto de la princesa Laetitia D’Arenberg (esta republiqueta debería dejar de nombrar títulos nobiliarios que aquí no existen) en una manifestación pública golpeando una cacerola en un barrio rico por un crimen -que no debería haber ocurrido-, envuelta en joyas; en el viejo quincho de Mujica; cortando una cinta presidencial con la mafia del transporte; en Punta del Este con Dani Umpi (y toda su performatividad, la de ambos), y casi siempre con ese perro horrendo colgándole del sobaco (será de raza, lo que quieras, pero es la quintaesencia de la fealdad), y estando allí donde, parece, ella cree (“ella” es un símbolo extremo de lo que voy a decir) que debe estar para que su show e intereses sigan su curso entre choripanes o champagne -depende de la ocasión-, y, ante eso, evidencia pura de un mamarracho de la burguesía (porque eso de aristocracia no tiene nada), y alguno de nosotros osa decir que “odia”, “detesta” -o, más delicadamente, “repudia”- ese cambalache y sus pieles (no las operadas, sino las de los tapados), sus campos, sus propiedades (y hagámoslo extensivo ya a la burguesía local y la mundial, y digamos, por prevención, porque es real: no es un todos total, pero que la hay, la hay), sus empresas explotadoras, sus “domésticas” por dos pesos, sus viajes todoterreno, sus cuentas millonarias, sus vidas de espaldas, repudio o indiferencia hacia todo lo contrario, ¿cómo no entender el odio de clase, el resentimiento?
Y más cuando casi todos sus bienes y privilegios (abro un paréntesis) son heredados, y mucho más cuando ante la palabrita tan temida y verdaderamente odiada -“impuestos”- los acomodados se sienten robados o estafados por el Estado y por los pichis que se la llevan de arriba, como si ellos, miles de ellos, no hubiesen recibido todo lo que tienen como una gracia otorgada por Dios. Además de angurrientos y miserables, a veces pienso que ellos, o miles de ellos, son burros en extremo o verdaderos gauchos analfabetos: si miraran hacia los países nórdicos verían que los altos impuestos les quitan, sí, una mínima tajada de sus riquezas, pero al final se las terminan asegurando. Un pueblo con lo mínimo satisfecho (o un poquito más) también es una manera efectiva de mantener a raya cualquier conflicto social.
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Una estudiosa de los comportamientos culturales y de las estructuras psíquicas, allá por 2002, y cuando el temor se instaló por un día entre saqueos en algunos barrios pobres, algún helicóptero estatal metiendo miedo, los medios hablando de hordas (pobres o marginales, obvio) que venían hacia el centro, comercios que bajaban sus persianas, personas que se encerraban en sus casas -todo un ensayo de toque de queda-, ante esa pregunta obvia de periodista o muchacho del montón, “¿por qué los pobres o marginales salen a romper todo?”, invirtió el interrogante y dio una nueva respuesta: la pregunta cierta es: “¿por qué no lo hacen más seguido?”. Y anotaba el viejo tango (y cuanto más viejo, más actual) lo que todos ya sabemos, pero no siempre recordamos: toda una existencia o una vida con la ñata contra el vidrio. No quisiera caer en veredictos simplistas, pero no por simples son menos ciertos: por lo general, ese mirar la fiesta de afuera (ese deseo irrealizable) se sublima en distintos rezos: la vida que nos tocó, Dios, el destino, unos nacen parados y otros estrellados contra el piso.
¿Escribo desde una postura sesentista, antigua, no aggiornada? Creo que no, porque no estoy hablando de ideas sobre los ricos, los pobres, los mediopelos y toda la distribución del odio, sino de personas reales con campos, cuentas bancarias, “domésticas” y tapados reales. De gente que conozco, para hablar de “casos”, que era rica hace 30 años y es aun más rica ahora. Y que siempre ha sostenido lo mismo: esos vagos que no quieren trabajar, esos que quieren vivir de nosotros, esos que a la primera de cambio te apuñalan por la espalda.
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Pero lo asombroso de todo esto no es lo que piensen o cómo actúan los que tienen la vaca atada, sino que el fomento del discurso de la reconciliación y la advertencia de que estamos entrando en una sociedad que alimenta el “odio de clase” haya permeado con virulencia en sectores y partidos o individuos de la progresía. Ya lo dije: no estoy alentando ninguna revolución. Sólo anoto que algunas categorías de análisis, o, más bien, algunas sensibilidades, desaparecen como un sueldo chupado por una tarjeta de crédito. Y esto es relativamente nuevo. Justamente, esas miradas comenzaron a cobrar fuerza con la emergencia del progresismo. Y a veces uno no sabe si escucha a un Luis Alberto Lacalle o a su hijo pródigo, a un Julio María Sanguinetti, a un José Mujica o a un Tabaré Vázquez. Y a cualquiera de sus homónimas correligionarias o compañeras. Aquí importan poco las teorías de género. Aquí sí que aparece la igualdad.
Ya lo escribí alguna vez, pero a veces las recurrencias nos son útiles. Todo parece encaminarse (en verdad, el barco ya amarró en el puerto) hacia la escena última de Metrópolis, de Fritz Lang. Luego de mil revueltas y un magnífico registro del conflicto de clases, el desenlace feliz da cuenta, en una película de 1927, del gran pacto final: un apretón de manos entre los dueños de todo y los dueños de nada. Y a seguir trabajando, muchachos; quizá con algún mameluco nuevo.
No es el final melancólico o resignado de Charles Chaplin en Tiempos modernos: la máquina seguirá girando y ya tiene asignados a los herederos, los que las miran girar y los que ajustan los tornillos, interminablemente.
Pero aquí no se trataba del conflicto burguesía-proletariado (que también) sino del descaro con el que la burguesía llora sus miserias (las humanas) mientras su contracara (clase media, obreros y, sobre todo, pobres bien pobres y marginales) debe tragarse la humillación, la furia y el tan mal visto “odio de clase”. Porque odiar -podemos decir “aborrecer”, para no herir susceptibilidades de la progresía encantada con esta reconciliación casi católica- está mal, es feo, poque el odio produce más odio, miserabiliza el espíritu, nos vuelve indignos, malagradecidos con el milagro de la vida y, más que nada, extremadamente peligrosos. El sentimiento de odio es para los impuros y para los que no apuestan por una convivencia ciudadana y pacífica.
Claro que le tengo miedo a un lumpen con una piedra, un cuchillo o un calibre no sé cuánto en la mano, pero más miedo le tengo a la cantidad de hijos (salvo excepciones, ya condenados) que ese lumpen puede traer al mundo. A veces parece que tenemos que volver a los manuales: hay ricos porque hay pobres, y viceversa. Creo que eso se llama dialéctica. Unas imágenes bien burdas: hay carritos tirados por caballos porque hay camionetas cuatro por cuatro; hay cuentas bancarias personales millonarias porque hay miles de manos que las surten; hay mansiones y tapados de visón porque hay rancheríos y cobijas de nailon. Y entre los extremos, y en ellos, todos, que ya no sabemos con qué se come y adoba el odio. Ni hablar de curar la indigestión.