Está de moda correr. No es nuevo, viene de hace años. Hasta hace poco, las principales agencias publicitarias de este país creían en que la mejor forma de vender cualquier cosa -desde championes deportivos hasta hamburguesas, pasando por el cambio de matriz energética y la conciencia sobre del flagelo del cáncer de mama- era organizar una carrera. Y no se equivocaban. Siguiendo una tendencia que bajaba goteando desde el primer mundo, los fines de semana de otoño y primavera miles de uruguayos ocupábamos las calles, cortábamos la rambla (ganándonos el insulto de los automovilistas) y formábamos las coloridas coreografías destinadas a ser la materia prima de los fotógrafos empleados por las marcas organizadoras para agregar valor a la masa y producir las bellísimas imágenes dignas de Leni Riefenstahl que luego ocupaban los espacios contratados por esas mismas marcas en las secciones deportivas de los principales medios de circulación nacional.
Ahora la cosa menguó. No se organizan tantas carreras, pero miles de montevideanos seguimos pasando nuestro tiempo libre en los espacios públicos que permiten agotar el cuerpo y aliviar la mente.
Empecé a correr hace nueve años, cuando dos amigos que vivían por el Parque Rodó pensaron que era buena idea ir y volver al trote desde la playa Ramírez hasta Avenida Brasil, una noche a la semana. Me invitaron y dije que no, porque vivía lejos y tomarme un bondi hasta ahí me complicaba la vida, y porque mi única experiencia parecida a correr sin motivo eran las odiosas pretemporadas que el fútbol amateur me había impuesto en la adolescencia.
Un día, sin embargo, me convencieron y los acompañé. Seguí corriendo cuando abandonaron -porque vino el invierno o porque se les pasó la novelería- y lo hice mucho más cuando dejé el norte y me mudé a Avenida Italia. Lo que de chico había sido una imposición -correr para moldear el cuerpo y el carácter- de grande se transformó primero en un placer y después, sumado a eso, en un espacio para organizar la experiencia. Me di cuenta de que durante los ocho kilómetros (o 37 minutos) que entonces adopté como punto de equilibrio y que mantengo hasta hoy, era capaz de salir de mi cuerpo y ver en perspectiva su relación con los otros. Y esto no es una figura retórica; es literal, aunque no lo crean: carne y huesos avanzaban regularmente por los canteros de Avenida Italia al ritmo sostenido de pasos y pulmones, y yo los acompañaba planeando unos dos centímetros por encima de la cabeza, desenredando pacientemente los cables de la psique en busca de su fuente y de su destino.
El año pasado me mudé al Buceo y cumplí el sueño de vivir cerca de la rambla, ese maravilloso invento francés que el imperialismo cultural nos regaló hace poco menos de cien años. Cada vez que puedo la uso, y he notado un cambio importante en el perfil de los deportistas.
Corro solo, y hasta hace poco casi todos lo hacíamos así. A lo sumo podía verse una parejita trotando suave o dos o tres amigos entrenando a fondo. Pero cada vez más, la gente corre en grupo. Diez o 15 personas que gustan de cultivar su cuerpo metódicamente se juntan y recolectan el dinero para contratar a un profesor de educación física que los lidere y organice, que imponga rutinas, horarios y sistemas. Ese profesor, además, se ocupa de borrar las fronteras entre las disciplinas, de contaminarlo todo; donde antes sólo había gente corriendo -o, por menos, antes los corredores no hacían otra cosa que correr- ahora hay aparatos elásticos atados a las columnas, pesas, colchonetas y unas extrañas pelotas que la gente carga sobre sus hombros mientras sube con esfuerzo escaleras o terraplenas como si estuviera cumpliendo un castigo impuesto por un dios cruel e inmisericorde.
Estos últimos, los de la pelotita, merecen párrafo aparte. El otro día descubrí que no entrenan al aire libre: sólo salen durante esa parte de la rutina, mientras que antes y después entrenan en un local de Crossfit. Les vi detenidamente las caras. Más o menos, 15 hombres y mujeres de entre 20 y 40 años, algunos con físicos extremadamente cultivados, otros principiantes, pasaron al lado mío cargando la piedra de la vergüenza, casi rozándome. Ninguno me miró. Eran soldados espartanos. Todos iban reconcentrados en el esfuerzo de sostener los brazos arriba mientras el profesor, desde la ventana del gimnasio, se burlaba de los más lentones en un tono a medio camino entre la complicidad y el rigor militar. Ninguno cedió. Esa gente es la que domina el mundo.
Correr te enseña lo bueno de las mentiras.
Es diciembre. Son las cuatro de la tarde de un día soleado en el que no sopla una brisa y estás corriendo por el asfalto ardiente de las calles de Montevideo. Es una carrera, tenés una meta. No te proponés ganarle a nadie, sino llegar antes de lo que lo hiciste la última vez. Como sos un burro en cuestiones alimenticias, almorzaste una cazuela de mondongo que no has llegado a digerir del todo; una puntada aguda te atraviesa la carne justo por debajo del costillar izquierdo. Además, los músculos de tus piernas toman temperatura, queman, los ligamentos internos de tus codos se contracturan y te obligan a sacudir los brazos desesperadamente, como tirando piñas a la nada, a ver sí aflojan, y mientras tanto el sudor de la frente se mete en tus ojos y no te deja ver. Y no hay ningún elemento sensible que te indique que eso va a pasar. Estás hecho mierda y faltan varios kilómetros; no tiene sentido seguir, esa es la verdad. Pensás en largar todo pero te salva la mentira, que en rigor son dos mentiras. Primero, la de salir de tu cuerpo y mirarlo desde afuera; segundo, la de decirle a ese cuerpo que todo está bien, que se calme, que ya han pasado juntos por eso, que van a sufrir pero que al final estarán vivos y repuestos. Te salva ese ejercicio de fingir que sabés lo que viene después y que, a partir de convencerte de ello, te seda, hace que soportes el dolor.
Y después, una vez alcanzado ese punto, el ritmo. A él nos encomendamos. Un, dos, un, dos. Son pasos que rebotan contra el suelo, son exhalaciones e inhalaciones formando un compás, es música, es un cuerpo hipnotizado que se parece mucho a la calma, un cuerpo que dominamos como a una marioneta, es el placer de ejercer poder, de saber que hasta nuestro ritmo cardíaco puede ajustarse manualmente como la perilla de un reloj antiguo y que podríamos dejarlo así hasta el fin del mundo si quisiéramos. Y claro que todo esto es mentira, pero funciona, tira para adelante.
Todavía me falta para morir. Tengo un estado físico excelente. Mido un metro ochenta y peso setenta kilos. No podría engordar ni aunque quisiera. Me alimento bien, bebo lo necesario. No fumo ni uso otras drogas. Tengo los genes de mi padre, que cumplió 66 y según el médico tiene el cuerpo de un hombre de 20. Y los de mi abuela, que anda en los 90 y estira como gimnasta olímpica.
Voy a morir una noche de enero de 2086, a los 101 años recién cumplidos, corriendo por la rambla de Pocitos, mirando el mar y habiendo encontrado la entrada y salida de todos los cables. Voy a parar el reloj y a dejar caer el cuerpo hacia adelante como una bolsa de papas, justo en donde se juntan Avenida Brasil y Bulevar España. Antes de irme voy a hacer convulsiones, para impresionar a los presentes.