Me declaro incapaz de entender las reglas del juego. Írrito en cualquier declaración que se aproxime a comprender el mundo. Roto o ni siquiera armado ante las explicaciones globales que me dejan atónito, al levantarme y mientras espero el chiflido de la caldera, escuchar cada día la nueva caída. Asumo la ineficacia de mi lengua y de casi todos los lenguajes, excepto los de la destrucción, la maldad y la guerra, ante la maquinaria feroz que, en distintos planos, nos devora por tierra, por aire y por mar.
¿A qué viene una abjuración de tal magnitud? A que he leído y leo que mañana mismo, o ahora nomás, todo está a punto de explotar. O de recomponerse. Los campos del discurso están asociados a los del saber y a la percepción que cada uno tenga del mundo en el que está inserto. Antes apocalíptico, pocas veces integrado, ahora retomo el nihilismo de una historia que da asco.
Una semana basta para asirnos al madero viejo que flota en el mar, como escribió Schinca (o ella misma, no recuerdo bien) para que Delmira nombrara su locura.
Ando temeroso del mundo, de las noches y sus zombis, de mí mismo frente al temor que siento.
Y por las mañanas, cuando no me succionó la noche, el terror vía portal de noticias o el post facebookero, el lamento, la indignación, el llanto, la ironía, el sarcasmo; y en un rato, nomás, la masacre o la invasión a punto de ocurrir; los ojos trémulos del niño sirio o africano y los perdidos de los locos de la cuadra; los desplazados de sus tierras y de la esquina; la ignorancia de votar a los ricos y de matar, de hambre o indiferencia, a los pobres; nuestras cabezas intoxicadas de información y análisis y fotos y películas y nada que remedie o instale un día de cordura. Todo eso puede pasarnos por la cabeza en un día, o mientras aprontamos el mate.
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Y hoy aparecen todos los discursos y las comparaciones entre lo peor y lo menos malo. Allá en el norte, Hillary, que está pronta para hacer toda guerra, y Trump, que también. En Europa, que se viene Le Pen. En Brasil ya tenemos a Temer. En Argentina, a Macri. En Uruguay (aunque la escala parezca un poco exagerada) se aproxima el hijo pródigo de un viejo caudillo o quizá algún ricachón socio de socios de nuestro actual presidente progre.
Y con algunos de ellos, palabritas que empiezan a resonar: homófobos, racistas, clasistas, conservadores, xenófobos. Pero siempre lo mismo, y algo más que dejamos de anotar.
Nadie duda del poder del dinero y de cómo prestidigita mentes y comportamientos, ni de que, a la vista está, hay tanta gente de derecha como de izquierda (o progresista), ni de que el pueblo -o esa parte del pueblo que canta la canción- sí es vencido.
¿Será que se cumple aquel viejo postulado que dice que la clase media va hacia donde la lleve el viento, o a donde tenga asegurado el culo? ¿Será que los más pobres culturalmente y los marginales son tan manipulables desde que se inauguró el día del chorizo al pan? (o el símil terrestre que sea en cualquier país del mundo).
¿Será que las democracias sólo son representativas, y que de democracias no tienen nada? O sea, que representan los intereses pendulares en curso, y que a la mayoría de nosotros nos importa un bledo el de al lado. También se puede hablar de no votar. De decir no, de decir basta. Algunos dicen que hasta ahora no hemos encontrado un sistema mejor. Y a menos malo, bueno. Cada vez que alguien plantea que esta democracia es una estafa, es tildado de inocente político, de anarcoide imberbe, se le piden alternativas. Y se citan derechos conquistados, avances, cosas que pasan o ya no pasan (al menos acá): voto de la mujer, abolición de la pena de muerte, educación universal. Yo qué sé: mujeres asesinadas como moscas, torturas a menores encarcelados, niños que llegan al liceo y que apenas pueden escribir su nombre.
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Pero volvamos a un asunto que quema (que a algunos nos quema): ¿cómo es posible que, si un gobierno tiene a su pueblo consigo, en tan poco tiempo ese pueblo le dé la espalda? Está bien: la fuerza de la derecha, los medios de comunicación (y producción), la clase media veleta, el choripán. Aunque tiene que haber algo más que explique el fracaso (además de las corruptelas, los acomodos, las riquezas indebidas) de esos gobiernos, presidentes, sindicalistas y partidos que nacieron para otra cosa.
El paréntesis en verdad no es menor: muchos, demasiados, se llenaron los bolsillos o derivaron recursos económicos para los suyos o destruyeron los de la naturaleza, mientras de la boca les salían flores, ríos limpios, tierras fértiles.
Todavía no podemos hablar de Uruguay y su fracaso (del todo) porque aún está en gestión, pero lo cierto es que sí podemos decir de ríos sucios y tierras infértiles. Y también: indiferencia, desilusión. Yo detesto la mística y los discursos que dicen que todo cambiará, que ahora es nuestro turno, que llegaron comandantes o se acabó lo que se daba, que la felicidad colectiva (con un poco de sacrificio) está a la vuelta de la esquina. Pero hay que rememorar o pensar que a veces uno lo tiene todo para, al menos, hacer algo. José Mujica tuvo al pueblo a sus pies aquella noche bajo una lluvia furiosa sobre la rambla montevideana (¡qué imagen, Kusturica!), cuando ganó las elecciones. En vez de recostarse en esos millones de ojos confiados, prefirió mirar a las cámaras internacionales y vender pedacitos de tierra (y millones de palabras). De Vázquez, mejor ni hablemos: ya no tiene a nadie a sus pies, y se codea campante con el empresariado lumpen que todos detestamos.
De Brasil no conozco mucho (aunque se sabe de juicios a dirigentes de Lula o de Dilma y del PT corrompido), y de Argentina siempre me sorprendió cómo los sindicalizados, por poner un ejemplo nimio, pueden tener fe en dirigentes sindicales (amigos itinerantes de sucesivos gobiernos) con casas de dos millones de dólares. Los títulos, la formación, la elegancia y la negritud de los Obama, un dato para esnobs.
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Mientras tanto, seguimos tratando de comprender el juego que no está en manos de Dios, y tampoco en las nuestras; siempre en las de los ricos y del capital, que se mueve solo.
Y ahora, claro, el terror de la derecha y la destrucción, y entonces otra vez el andamiaje de la esperanza y los pueblos unidos, y vamos de nuevo por lo nuestro. Pero, ¿qué es lo nuestro? ¿Los recursos, la democracia, el poder, ese reconstruir con alegría que se está poniendo de moda? Ese decir que tantas veces he robado de Spinoza: las pasiones tristes producen más tristeza y, por lo tanto, con ellas a cuestas, somos funcionales al sistema; nos anestesian el alma, nos hacen beber como cicuta litros de melancolía. Las pasiones alegres, por el contrario, son una forma de combate, de mantenerse en pie, de sentirse vivo. Una militancia.
Quizás yo esté mal rodeado (aunque creo que hablo constantemente con personas, no con fantasmas) y quizá mi prédica abone el terreno de las pasiones funcionales. Pero algunos no podemos esbozar un ¡hip, hip, hurra! después de cada derrota o muerte, a cada rato.
Esto no significa que no nos apeguemos a la vida, pero a la vida, no a las ideas que tenemos sobre las posibles vidas.
Siempre llego a la carne, al uno mismo; más bien, al sujeto. Y sí, a mis lecturas. Dice EM Cioran en el libro En las cimas de la desesperación: “Los seres humanos no han comprendido todavía que la época de los entusiasmos superficiales está superada, y que un grito de desesperación es mucho más revelador que la argucia más sutil, que una lágrima tiene un origen más profundo que una sonrisa. ¿Por qué nos negamos a aceptar el valor exclusivo de las verdades vivas que emanan de nosotros mismos?”.
También puedo recurrir otra vez a Idea y a su “Pobre mundo” (“Lo van a deshacer / va a volar en pedazos / al fin reventará como una pompa [...]), o a ese otro poema: “Y diré que estoy triste / qué otra cosa decir / nada más / que estoy triste. / Estoy triste. / Eso es todo.”
Igual, no voy a dejar de anotar una mentira: hay miles que no vamos a abjurar. Seguiremos aullando la desesperación hasta caer rendidos frente al último lector y a la argucia de este inmundo juego.