Mil pedazos blancos descansan en el cerro Gordo, municipio de La Unión, departamento colombiano de Antioquia.

Un montón de rescatistas acomodan los cuerpos en bolsas plásticas, algunos lejos del fuselaje, otros pegados. Será una imagen imperecedera. ¿Cómo puede ser? ¿Qué pasó? Son preguntas con el peligro, con el miedo en sí mismas; son respuestas de la incertidumbre, del no creer. Son, acaso, una manera de fijarles sentido a ciertas cosas a las que no queremos darles crédito. No porque carezcan de él, sino porque la dimensión con la que nos angustian evitan cualquier actividad lógica y emocional.

Todo confluye en lo mismo: la imagen desgarradora de un avión que se estrelló en la montaña, manifestación implacable de la muerte donde fallecieron 71 de las 77 personas que iban a Medellín, según informó la Unidad de Gestión de Riesgos de Colombia. La mayoría de ellos eran brasileños, pertenecían al club Chapecoense, oriundo de la ciudad de Chapecó, en el estado de Santa Catarina, y tenían en el horizonte jugar esta noche la primera final de ida de la Copa Sudamericana con Atlético Nacional. El resto eran periodistas, invitados y personal del vuelo. Si lo hay, es duro el consuelo. Como en toda tragedia. Alan Ruschel, Jackson Follmann, Helio Zampier -los tres jugadores del equipo brasileño-; Rafael Velmorbida, periodista, y Ximena Suárez y Erwin Tumiri, ambos trabajadores a bordo, son los sobrevivientes.

Las causas del accidente aéreo no están establecidas aún y, como en todos estos casos, lo que se halle en las dos cajas negras del Avro Regional Jet 85 de la empresa boliviana Lamia seguramente ayuden a esclarecer lo acontecido. Lo que sí se hizo público fue que, un rato antes de iniciar su descenso se perdió el contacto con la torre de control. Lo último que se supo desde suelo colombiano fue la alerta de fallas eléctricas de parte de los pilotos.

Qué importará el después

Fútbol. Bendito fútbol. La tragedia de Chapecoense es la décima ocasión en la que un accidente aéreo deja resultados fatales. Tal vez las más recordadas -unas por relevancia histórica, otras por cercanía geográfica- sean la de Torino de Italia en 1949, la del Manchester United inglés en 1958, la de The Strongest de Bolivia en 1969 o la de Alianza Lima de Perú en 1987, pero en cualquier caso no serán estas páginas las que den más o menos valor. Todas califican igual: mitad nostalgia de lo arrebatado, mitad estética de la desazón. Todas terminaron en lo mismo: la muerte.

Los mensajes de solidaridad y condolencias para las familias de las víctimas fueron muchos y variados. Llegaron desde los más diversos lugares del planeta y en todos los soportes. Tal vez el más destacable de todos sea el emitido por Atlético Nacional de Medellín, el otro finalista de la Copa Sudamericana: “Luego de estar muy preocupados por la parte humana pensamos en el aspecto competitivo y queremos publicar este comunicado en donde Atlético Nacional invita a Conmebol a que el título de la Copa Sudamericana le sea entregado a la Associação Chapecoense de Futebol como laurel honorífico a su gran pérdida y en homenaje póstumo a las víctimas del fatal accidente que enluta nuestro deporte. De nuestra parte, y para siempre, Chapecoense Campeón de la Copa Sudamericana 2016”.

Es un comunicado genuino y emanado desde las convicciones del sentimiento -y bien puede ser esa la decisión final-, nadie puede dudarlo. Pero ayer, la Confederación Sudamericana de Fútbol no se manifestó aún al respecto. Lamentablemente, este equipo de Chapecoense, que realizó una gran campaña en la Sudamericana, entró de la peor manera al lugar donde se encuentra la eternidad. Los movía el deseo, la urgencia de querer jugar el mayor objetivo deportivo de su historia. Buscaban el máximo logro de sus vidas y se quedaron sin vida. ¿Cómo puede ser? ¿Qué pasó? Preguntas para el hombre, el único animal en el que convive la totalidad de lo que existe en sí mismo y, por tanto, tiene la noción de destino.