Hace un par de días pasé por el McDonald’s ubicado enfrente a la plaza Matriz. No voy a hacer el chiste bobo de que algunos sólo utilizamos esa cadena internacional de comida chatarra para ir al baño, aunque es absolutamente cierto. Lo que me asombró esta vez, sobremanera, fue un gesto que ofende o causa repulsión hasta al más lego en cuestiones de explotación laboral.

Les habían cambiado los uniformes a los empleados. Ahora los jóvenes visten casi de forma cool, tipo hipster de hamburguesas hacer, pero con sueldos de hambre: pantaloncitos ajustados o con cierto diseño, camisas cuadrillé pegaditas al cuerpo, sonrisas que firman con los contratos de trabajo, en letra grande y chica.

Lo mismo vi en el supermercado del barrio (el más surtido de Ciudad Vieja), que además comparte empleados con la carnicería de enfrente. Alguien acomoda una góndola o te cobra un quilo de chorizos vestido como si trabajara en Zara (otra cadena que supongo que no debe pagar fortunas y que, ya todos lo sabemos, explota a diestra y siniestra a adultos y niños del mundo entero).

Cuando le comenté esto a unos amigos, empezamos -tan elocuentes nosotros, los que ganamos un poco más que ellos- con la posibilidad de un día de furia o de hacer un corto que al menos, sarcásticamente, mostrara el ridículo o alguna indignación.

Del lado del empleado: “¿Quisiera agregarle un poquito de vidrio molido a su felicidad de cajita?”. Del lado del cliente: “Hoy me llevo la cajita melancólica. Y al refresco, por favor, agregale whisky nacional, Espinillar o un poco de mierda en polvo”. Qué hijos de puta: uniformes cool para explotados que deben fingir felicidad.

Sí, la mayoría de los trabajadores que apenas bordean el salario mínimo de hambre deben impostar felicidad, o al menos agachar la cabeza y rumiar todo el santo día la bronca y las ganas de volver a casa y contener las ganas de mandar al mismísimo infierno, cada media hora, al encargado, la fábrica entera, la cadena de lo que sea, de romper en pedazos el reloj que marca las horas de trabajo (como si fuera un cuentagotas de la vida); lidiar con el corazón oprimido, la lengua atada y la saliva que ahoga, el tic-tac de los días y los años que nunca jamás dará para comprarse el Rolex del patrón (pagado por el tic-tac de miles) ni para probar el jamón crudo que viene de España, ni mostaza de Dijon y ni siquiera (para qué andar con sueños y pretensiones de la alta burguesía) para hacerse de una canasta básica que redima, mínimamente, esas nueve o 12 horas de pies hinchados, envueltos en zapatos de elegancia simulada, de dolores de espalda y hernias de disco. Justo Disco, o cualquiera de esas marcas internacionales de supermercado que lo tienen todo para el buen vivir, el buen comer y la vida gourmet. De unos pocos. Es tan obvia la relación de enriquecimiento-explotación contemporánea (dueños-trabajadores) que no daría ni para escribir tres líneas. Pero los vivos y sus secuaces no sólo tienen naturalizada esa injusticia como si fuera parte de lo que le toca a cada uno, sino que salen a defenderla a capa y espada con argumentos leguleyos, economías o ecuaciones que los trabajadores no piensan: ingratos, faltos de comprensión de las leyes del mercado y las inversiones, de los costos del Estado y de cada empleado, de la masa a la que le dan de comer, de la canasta familiar a fin de año con dos turrones, una sidra y, en el mejor de los casos, una botellita de champagne (como para que prueben de vez en cuando los elixires de sus vidas: puro sadismo).

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Todo esto no es nuevo ni se agudiza ni se atempera con el tiempo. Desde que tengo memoria -o desde que, cuando era un adolescente idealista, descubrí que existía el derecho laboral- no sólo pensé en estudiar esa materia, sino que arengué a mi padre para que, ante una explotación evidente, hiciera uso de sus derechos. Que reclamara horas libres, días libres, algo de libertad. Él me miraba con evidente resignación; ojos expertos que decían “pero hijito, si yo protesto pierdo el trabajo”. Sindicalizarse era cuestión de comunistas. Y en un pueblo del interior, el estigma y el riesgo de no ser contratado nunca más. Era la explotación o el hambre. Eso ha cambiado un poco (o bastante en algunos rubros, y gracias a algunos sindicatos), pero la explotación se reconvierte; el capitalismo -y más que nada, los capitalistas- se adecuan a leyes mínimas que, al fin y al cabo, poco les tocan los bolsillos (aunque pataleen y se vuelvan locos por tener que conceder 15 minutos más de descanso, una ley de responsabilidad empresarial o ropa adecuada para los trabajadores). Ellos patalean y tienen sus voceros.

Basta leer la opinión del editorialista Nelson Fernández en El Observador del 20 de noviembre para entender la lógica del mercado y sus mercaderes. Ante ocupaciones por parte trabajadores “de supermercados, laboratorios y el principal hotel de Punta del Este”, habla de “piquetes” que de alguna forma tomaron de rehenes a clientes y a otros trabajadores que supuestamente sí querían trabajar, de violencia por parte de algunos militantes. Todas palabras que, juntas, componen el combo de la cajita feliz de los grandes empresarios y de la condena a los trabajadores en lucha: violencia, piquete, militantes. Todo eso evoca inmediatamente a una forma de comprender la protesta laboral para encuadrarla dentro de actos delictivos.

Dice Fernández: “la excusa de que ‘ganan poco’ no es válida ni aceptable”. Mirá vos. Y luego arremete con una serie de ideas, conceptos y sugerencias que recomponen la figura caricaturesca y antigua del señor explotador con gabardina y bigotes, fumando un habano. Apela a que no es lo mismo un trabajador con oficio que otro del montón, a la famosa meritocracia dentro de la empresa: trabaje, no proteste y cague al compañero sindicalizado, que podrá ascender de la góndola a la caja o, quizá, a la administración, y también recibir estímulos. Y tiene el tupé de decirnos (con actitud pedagógica) que debemos comprender que un joven, por ejemplo, hace ese tipo de trabajos (mal pagos) porque le sirve: mientras estudia, por ejemplo. O que otros no merecen ningún aumento más (de forma solapada o eufemística) porque la preparación que tienen no les puede dar un peso extra. Claro, el lomo roto y las mil horas de trabajo que no alcanzan para vivir, tampoco. Y otro atropello: compara la economía de una empresa familiar (y sus sueldos bajos y economías controladas: que deben “equilibrar números”, no sacrificar puestos) con las de grandes empresas. Microsoft con el muchacho que arregla computadoras en su casa, digamos. El Disco con la verdulería de la esquina.

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“¿Es por maldad?”, pregunta Fernández, refiriéndose a esos aumentos que no se pueden dar porque alterarían la economía de cualquier empresa que busca tener sus números en equilibrio y que no puede sostener una masa salarial que reclama y vive reclamando. La del principal hotel de Punta del Este, por ejemplo.

Hay que ser caradura, tremendamente sádico o indiferente a todo sufrimiento económico ajeno para decir, a boca de jarro, que un trabajador de cualquier empresa multimillonaria no entiende las leyes de la economía y el mercado al exigir (con ocupación o piquete) ganar al menos un tercio de la canasta básica. Y un poco perverso (o de una argucia finísima) para decir que se está en la ilegalidad (o sea, cometiendo un delito). Es que este tipo de argumentos les dan de comer a otros seres: otros megadueños, ciertos políticos, una cultura de la explotación disfrazada de conquistas en las que hay que trabajar en conjunto y con paciencia. El editorial de Fernández es la perla poética de una mirada que sostiene su musa en la explotación. Pero Fernández es uno más de los pocos que nos quieren atados, por miles, a una góndola. Uno más que dice, casi amenazando, que estamos “al borde del marco legal”. ¿No será del marco moral? No, porque ya lo excedimos. Lo excedieron. Fernández y esos pocos que siguen haciendo fortunas a costa de los “piqueteros” y en alianza con buena parte de muchos empresarios uruguayos. A veces tan amigos (y socios), por cierto, de sí mismos y de alguna parte de la progresía (empresaria) gobernante. Sí, en estricto sentido, hay pura maldad.