Sí, ya lo dijo Mateo: “Esa tristeza que tienes / viene de un rostro cansado”. Esto no es uruguayez al palo, y sí lo es. Ya no se trata de una melancolía poética ni de decir que vivimos agónicos; tampoco de quedarnos con el podio de los primeros puestos en algunas estadísticas mundiales: whisky y suicidio, y creo yo que cocaína. No puedo ahora hacer una estadística de todos los consumos que llaman “problemáticos”, pero sí quiero detenerme en algo que hace tiempo me viene rondando. Y que no tiene que ver con detener el ojo en los pobres, los lúmpenes, los descarriados, los caídos del sistema (o nunca subidos), sino con un nosotros un tanto huidizo, pero bastante identificable.
El otro no es solamente el que la progresía mira con cierta misericordia (siempre pobre, siempre lejos, siempre ajeno): son también mis pares. Hace ríos de tinta que no me animo con este texto, pero tampoco soporto vivir atragantado.
¿Mirada endogámica, pequebú, de circuito privilegiado? Puede ser, aunque tampoco estoy hablando de acomodados o niños ricos, de caprichosos hijos de mamá y papá, de los que lo tienen todo. Estoy hablando de los rotos de estos tiempos. Que sí, comen y tienen un techo, y más o menos las seguridades básicas aseguradas. Pero también son los multiempleo, los que pagan su daikiri con 14 horas de trabajo.
Es extraño, pero cada vez que abordo algo así creo que pierdo más lectores, porque nombrar la tristeza no paga, pero no puedo renunciar a decir que en Montevideo transita una banda enorme de desahuciados que no aguanta más, señores, que está hasta la médula, que soporta, que no pega el grito, que produce como en una fábrica de la era industrial, que quisiera parar y no puede, que se nos está muriendo, entristeciendo, que envejece del alma a pasos de gigante mientras le ofrece la mueca al sistema y al circuito.
Me refiero a una parte del circuito más o menos culto de la ciudad, que dileta entre la tristeza llevada con dignidad, la depresión más absoluta y la pose del esnob que sólo soporta que le digan algo así mientras sea extraído de un libro o de una película, de cualquier ficción, aunque esté detonado por dentro. El circuito de los rotos que, sin embargo, al otro día cumplen, hacen; es decir, trabajan.
Como siempre, me voy acercando a lo que quiero decir, pero necesito más palabras para decirlo con todas las letras. Denme tiempo, no es fácil hablar de los pares (de uno mismo) sin preparar el terreno, sin amasar el dolor, sin buscar cierta justicia que nos nombre.
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El asunto es que sabemos leer este mundo y que sabemos que no hay remedio. Entonces, o morimos de tristeza o miramos para el costado. Pero no era eso lo que quería decir (denme unas líneas más), sino más bien algo a lo que le estoy buscando la atmósfera, el sentido, la virulencia, lo que calla. Quizá sea eso, que calla. Y tampoco. Callamos, sí, y nos hacemos los perfectos transeúntes de Cordón Soho y sus mil boliches, le ponemos nombres cool a nuestras explotaciones (freelance), armamos la batucada de la libertad por un club de cannabis, tenemos toda la cultura del mundo (ante todo, la europea) y no podemos replicarla en nuestros barrios llenos de pobres y hombres que caminan sin lenguaje. Somos una colonia ciega y seguimos siendo confundidos, desde afuera, con Paraguay (el destino solitario de nuestro héroe). Cada vez hay un proyecto y cada vez se cae, porque somos la nación imposible, el diseño trunco de un cosmopolitismo de pacotilla. Y estamos rotos. Y nos damos como adentro de un gorro (ya lo dije) porque no podemos con todo. Intelectuales, artistas, militantes, profesores. Sume usted su rubro. Y claro que los otros de este nosotros (los potentados, los acomodados, los de otra pertenencia) también se dan a saco, y con cosas mejores. Pero estoy diciendo de nosotros. Los dolidos, los sensiblemente derrotados.
Tanta expectativa y tanto fracaso juntos. No sabemos nada de nosotros, o lo que sabemos nos hastía. Y nos damos como adentro de un gorro. ¿Entienden?
¿A quiénes les pregunto? Creo que a los que creen que ya pasamos las eras del dolor o a los que coquetean con la integración y, más que nada, a quienes necesitan disfrazar o eludir la flagrante mentira de este tiempo. Estamos rotos y nos damos como adentro de un gorro. E igual producimos.
Tanta gente haciendo cosas, diciendo su verdad, con el grito a flor de piel. Y tanta otra callada, en una existencia servil. No hay que erigirse en juez de nada, pero tampoco hacer la vista gorda.
Yo soy culposo: tengo padres analfabetos, la Universidad de la República me dio estas palabras, pertenezco a una casta que no tiene mutualista ni tarjeta de crédito ni nada seguro, pero pertenezco a una casta (siendo advenedizo y todo) que tiene lenguaje, arte, conocimiento, una forma cierta de caer parado (con 14 horas de trabajo). Esa pertenencia me salva y me condena. Soy parte de esa elite y no soy parte, soy parte de aquella herencia y me desheredé. Por eso, estoy preso: tengo que hablar del mundo al que advine y del mundo del que advengo. Y ninguno me convence y por eso siempre estoy incómodo, en todos los mundos. ¿Y esto qué tiene que ver con aquel nosotros del principio? Con exponerse, hablar, decir. Eso. Creo que voy llegando. Yo estoy roto por todo esto y por el mundo que se cae a pedazos, y trabajo, para sublimar y salvarme, y luego me rompo, para olvidarme. Y me levanto y me acuesto y vuelvo a escribir (ahora mi única arma), y vuelvo a morir viviendo y otra vez produzco. Pero yo me he vuelto duro como piedra. Mentira. Yo trabajo con personas de esas pertenencias todo el tiempo (advenedizas o por orden de herencia), y la mayoría dicen lo mismo: sus tristezas y la del mundo, sus deseos, sus vidas ficcionadas, las ficciones de otros (algunas con insuperable belleza), y nadie esconde nada. Están temblando sobre un papel mientras escriben, se destripan, dicen de sí. ¿Y qué tiene que ver esto con el principio?
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Vamos, coraje, o aproximación: que siento que todo el tiempo nos hacemos los bobos. Eso. Era tan simple. Uno ahí se está matando (de a poco, en dosis) y nada, ni siquiera lo decimos. Eso. No es que uno le vaya a salvar la vida a nadie, pero ni siquiera nos decimos. No nos estamos cuidando. Siento, percibo, vivo esto: hay una tristeza solapada, profunda, solitaria, que no nombramos, que tragamos con litros de cerveza o decenas de medidas de lo que sea, saques para aquí y para allá, compañías nocturnas y fútiles. Claro que todos en la oscuridad nos olvidamos (y eso perseguimos), y que la noche es para gatos pardos. Pero Montevideo y sus circuitos. Aquel está deprimido, a aquella lo dejó tal, estos andan juntos, todos andan con todos y nadie anda con nadie. La promiscuidad y la endogamia arman un cóctel que en vez de encontrarnos, nos aleja. Hay un contacto triste, vigilado. Y un miedo feroz. Quizá eso sea más importante que todo lo demás. Qué riesgo decir ciertas cosas -aunque no debe ser sólo Montevideo, pero es aquí donde vivo-. Hay miedo al encuentro. Bichos elocuentes de la noche. Inquietud de mandíbulas duras. Plumas teñidas de negro dark. Disputa, elocuencia, discursos que no paran. Y en los ojos, nuestro vacío. Una desconfianza brutal. Ningún pedido de auxilio. El amor de provincia: evidente en su soledad. La soledad de provincia: desesperados, pero sin que se note. Y todo se nota. Estamos solos, desesperados. Afuera una guerra constante y adentro (doble adentro: una locación física y el espíritu), un juego indómito, el cruce constante de hermosos perdedores que no dicen su pérdida ni su hermosura. Y al otro día, la eterna resaca. La más pura enfermedad: esa verborragia sin alma, el chiste eterno, nuestro sarcasmo, vidas que no son contadas. Eso: no nos estamos contando. Tan melancólicos, le sacamos el cuerpo a todo pesar. Tan profundos, ya no sabemos de qué hablamos cuando hablamos de amor. Nada nos nombra más que un silencio cómplice.