En 1944 Karl Polanyi escribía The Great Transformation: The Political and Economic Origins of Our Time [La gran transformación: el origen político y económico de nuestro tiempo]. El libro era una demoledora crítica a la fe ciega en la autorregulación del mercado que proponía el liberalismo económico y a las consecuencias que dicha creencia había tenido sobre los pueblos europeos. Entre otras cosas, responsabilizaba al liberalismo de la crisis que había llevado a las decenas de millones de muertos de las dos guerras mundiales. Sin embargo, en su último capítulo encontraba una dimensión positiva de aquella experiencia que para él ya era parte del pasado: “El hundimiento del sistema tradicional no nos deja en el vacío. Y no es la primera vez en la historia que los remedios contra el absurdo pueden contener los gérmenes de instituciones duraderas. [...] Asistimos en el interior de las naciones a una evolución: el sistema económico ha dejado de ser la ley sobre la sociedad y se ha restaurado la primacía de la sociedad sobre ese sistema. Esta evolución puede producirse adoptando diferentes formas democráticas y aristocráticas, constitucionales y autoritarias [...] Pero el resultado es el mismo para todos, el mercado ya no será más autorregulador”.

Lo que Polanyi expresaba ya en 1944 era un sentir bastante generalizado que habilitó diversas formas de freno estatal a la utópica libertad de los mercados entre los años 40 y los 80. En su versión más virtuosa eso se expresó en algunos estados de bienestar europeos, que se desarrollaron sobre la memoria de los muertos de la guerra y la voluntad explícita de evitar las consecuencias políticas y sociales del liberalismo económico. La tendencia fue general. Dicho orden global se sostuvo en la modernización de las sociedades a partir de la expansión de clases medias que expresaban un ideal al que todos podían aspirar en el mediano plazo.

Sin embargo, la memoria de los muertos no se mantuvo por tanto tiempo. Dicho orden de posguerra comenzó a ser interpelado a partir de los 60, y en los 80 una ola neoliberal que se implantó desde Estados Unidos e Inglaterra comenzó a reinstalar la idea mágica del mercado como regulador. Son muchos los estudios que muestran las consecuencias de dicho viraje. Desde ese período el aumento de la desigualdad en conjunto con una precarización del trabajo han llevado a la caída de los sectores medios en Estados Unidos y Europa occidental. A partir de los 90, en el mundo de la pos Guerra Fría esa ola neoliberal se identificó con el fin de la historia y se transformó en una “realidad indiscutible” a la que todos denominamos “globalización”.

Estos procesos que se vienen desarrollando desde hace cuatro décadas están en la base de algunas de las crecientes incertidumbres acerca de la viabilidad del orden global neoliberal que hoy emergen en Europa y Estados Unidos. La victoria de Donald Trump ilustra estas incertidumbres. Un hijo de millonario que aumentó su fortuna a partir de la especulación inmobiliaria y que es un símbolo evidente de la estética neoliberal que se popularizó en los 90 llega al gobierno con un discurso de proteccionismo económico, sostenido por una base popular que reclama el retorno a la prosperidad de sectores medios de trabajadores que habían constituido la base social de la democracia estadounidense a partir de 1945.

El reclamo, además, está cargado de dimensiones racistas que desatan una serie de fuerzas latentes en la sociedad estadounidense. Tampoco en este caso la experiencia de la memoria de la Segunda Guerra Mundial se muestra eficiente. Entre los 50 y 60 la comparación del régimen de apartheid de algunos estados norteamericanos con el nazismo, señalada por el movimiento de derechos civiles, sirvió para moderar el racismo institucional de la democracia estadounidense. Las denuncias de estos movimientos sociales preocuparon a los gobiernos estadounidenses que querían presentarse como la supuesta democracia ejemplar de la Guerra Fría y veían cómo su influencia se perdía en el Tercer Mundo por su política frente a los estadounidenses negros. Esto los llevó a aceptar una serie de reformas por las que tardíamente reconocieron el derecho a la ciudadanía de los afroamericanos en todo el territorio. Estas comparaciones también parecen haber caído en desuso en el momento actual, en el que ciertos sectores populares blancos no encuentran ninguna ventaja en el rol de liderazgo estadounidense en el mundo. Y así es como Trump legitimó la emergencia pública de viejos y nuevos sectores de la derecha racista que, sin ningún prurito, hablan de la superioridad racial con respecto a latinos y negros, e incluso parece estar renaciendo un antisemitismo que parecía cosa del pasado.

Gran parte de estos movimientos han tenido un gradual crecimiento desde los 80 dentro del Partido Republicano y en la sociedad. Lo particular es que en este caso Trump logró conjugar esos movimientos de extrema derecha con una demanda popular, vinculada a la necesidad de mejores empleos para los trabajadores, que antes del viraje neoliberal era capitalizada por los sindicatos y ciertos sectores demócratas. Eso le dio al republicano una nueva fuerza que lo catapultó como un candidato del pueblo frente al establishment representado por Hillary Clinton. Además, le dio una dimensión movilizadora insólita en la política estadounidense.

En los últimos meses, varios artículos de prensa internacional han señalado las similitudes entre su estilo de liderazgo y de movilización y los fascismos europeos del período de interguerras. Además del fuerte peso de un liderazgo personal atado a una discursividad irracional y pasional, cabe recordar que tanto el fascismo como el nazismo en sus inicios integraron demandas de los sectores trabajadores, para luego abandonarlos y aliarse con los sectores empresariales. Algunos de los nombres del gabinete de Trump van en la misma dirección. Sin embargo, todas estas similitudes con el pasado no sirvieron para frenar su ascenso.

Por último, lo que está ocurriendo en Estados Unidos se produce en un contexto global en el que la hegemonía estadounidense construida desde el final de la Segunda Guerra Mundial y fortalecida luego de la Guerra Fría no parece estar garantizada. Una infinidad de análisis hablan de que estamos cercanos a una transición económica que llevará a que nuevamente la economía mundial vuelva a tener su centro en Oriente, y que particularmente China será la principal potencia.

En esta disputa Estados Unidos aún mantiene un fuerte poderío militar, con casi la mitad del armamento del mundo. Lo sigue China, a cierta distancia. Pero es cierto que el descenso económico y la malograda política imperial de este siglo generan muchas dudas acerca del futuro de ese poderío. En este sentido, esta transición económica está plagada de incertidumbres y subyace a varios de los conflictos actuales. No sabemos si será similar a la transición pacífica que se dio entre Gran Bretaña y Estados Unidos, o si tendrá los devastadores componentes bélicos que adquirió el conflicto por la hegemonía mundial entre Estados Unidos y Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.

Dicha disputa tiene muchas implicancias que van más allá de la mera transición económica. Una de ellas tiene que ver con qué entenderemos en las próximas décadas por democracia. Lo que muchos elogian como la democracia estadounidense fue el resultado de un arreglo social que se sostenía en una política imperial que ya no parece redituable para sectores importantes de la población de ese país. Asimismo, el nuevo lugar de China también interpela en lo ideológico la idea de que la democracia política es el camino inevitable de la modernidad y el progreso. Este nuevo contexto habilita a las corporaciones económicas a defender el comunismo capitalista argumentando que se sustenta en diferencias culturales; y a los tecnócratas, a banalizar las opciones soberanas en pos de objetivos económicos y también a favorecer un orden mundial basado en el acuerdo entre grandes líderes pragmáticos y con perfiles autoritarios para quienes el lenguaje de los derechos humanos resulta una mera ingenuidad.

Este clima ya parece afectar a América Latina. Tal vez este sea el momento de apartarse de aquella idea construida por el liberalismo de la Guerra Fría de que nuestras democracias fueron una mala copia del experimento “excepcional” estadounidense. En este relato, una suerte de superhéroes llamados padres fundadores diseñaron un sistema institucional que supo -en condiciones de esclavismo, estados de excepción permanentes marcados por guerras mundiales, cruzadas anticomunistas y lucha antiterrorista- mantenerse como una democracia virtuosa. Hoy resulta necesario apartarse de esa visión para empezar a ver a la democracia estadounidense como una experiencia histórica entre otras del continente, con sus virtudes y también con sus profundos problemas, algunos de los cuales hoy emergen con particular dramatismo. Ponerla en un diálogo más fluido con nuestras propias tradiciones políticas democrático-liberales, que como varios historiadores del siglo XIX han señalado fueron también importantes para la construcción de la democracia liberal en el mundo atlántico. En reencontrarnos con esas tradiciones se nos van el futuro y los significados de la democracia, una idea interpelada desde varios lugares en este presente incierto.

Aunque Trump es un recién llegado a la política, varios de los asuntos que se expresan hoy son acumulaciones de décadas previas. Su victoria parece ser la evidencia de que un orden global que se construyó luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial y que tuvo como centro a Estados Unidos está mostrando serias grietas. Las similitudes con el pasado siempre son complejas y no tienen una dirección unívoca. La historia nunca se repite de igual manera. Sin embargo, uno de los indicios más evidentes de la dimensión de estas grietas es que gran parte de la memoria sobre la que se construyó ese ciclo ya no sirve para detener procesos contemporáneos.