”Maestro, se te cayó”, le digo y le muestro el envase de Coca-Cola de 600cc que acaba de tirar al piso. Parada de San José y Andes. Supongo que se lo han dicho varias veces y por eso me responde, vivo, vivísimo: “No te calientes, nene, no lo preciso”. Y como me molesta más el “nene” (tengo 32 pinos, canas en la barba; basta de pensar que soy joven) que su desprecio por la higiene pública, le tiro la botella a la cabeza. No directamente, por supuesto, no soy un kamikaeze, sino de abajo para arriba, haciendo una u invertida, como los jugadores de fútbol cuando les tiran la pelota a los rivales para que no los garroneen en un tiro libre.

El culo de la botella le roza la pelada. Se da vuelta y camina hacia mí con cara de loco, mientras me pregunta qué hago y me califica de homosexual que vende su cuerpo por dinero. “Disculpá, loco, se me cayó, no te calientes”, le digo y camino para atrás, manteniendo distancia. La gente mira. Viene el 144 y él me pega una piña en el ojo, así, fugaz, tan rápida que no pude ni levantar una mano para cubrirme. Caigo sentado en la vereda. Se va caminando por San José, rumbo a la Ciudad Vieja.

Apenás puedo, me levanto y me quedo ahí como si nada, esperando el bondi. Estoy bien, estoy bien. Tengo que dar clase en diez minutos, no quiero llegar tarde.

Entro a facultad y antes de ir al salón me miro en el espejo del baño. Tengo el pómulo hinchado y parte de la cara naranja como la jeta de Donald Trump. “No pasa nada”, pienso, pero a los diez minutos de estar hablando sobre las políticas culturales de la dictadura empiezo a marearme y a sentir un calor como de vergüenza que me sube por el pecho. “Perdón, gente, no puedo seguir, nos vemos el martes”, les digo. Después de que sale el último estudiante, voy hasta el piso para acostarme boca abajo y desmayarme tranquilo.

Me despierto. No sé sí pasaron diez minutos o una hora. El salón sigue vacío. Bajo las escaleras y decido irme a casa, pero no recuerdo la clave que hay que tipear en la computadora para marcar salida. Me voy igual.

En el bondi crece el dolor de cabeza y no importa cuántas ventanas abra, el aire no alcanza. En casa vuelvo a mirarme al espejo y hay una mancha violeta con la forma de Brasil alrededor de mi ojo derecho. Me acuerdo y me pongo a pensar, maquino, resuelvo.

Me tomo unos días libres en el trabajo. Preciso que baje la hinchazón. No puedo andar por la vida con esa facha.

A la semana siguiente vuelvo al laburo, pero como ya no llueve, voy en bicicleta. A la vuelta, sin embargo, en vez de ir para casa, rodeo la manzana de San José y Andes por el lado contrario al de la parada y me quedo quieto en la esquina contraria. Son las 18.45; misma hora, mismo lugar y mismo pelado tomando Coca de 600cc. Espero. Sube al 116. Lo sigo en la bicicleta. Hay mucho tránsito y eso me facilita las cosas.

El pelado se baja en algún lugar de Pocitos y camina hasta un restorán. Espero afuera diez minutos, media hora, pero no sale. Asumo, entonces, que ese es su trabajo; es el dueño, el cajero, el mozo, no sé, pero seguro ahí lo voy a encontrar un viernes a la noche.

Voy a la Seccional de Polícia y digo: “Señor, quiero denunciar a un hombre por agresión. Sé dónde trabaja, ahí lo podemos encontrar ahora mismo”. “Bueno, necesita un certificado médico, ¿lo tiene?” “No.” “Consígalo y vuelva.”

Por suerte, me quedan marcas. En la mutualista me dan turno de urgencia cuando digo que ando con mareos, que todos los días cuando me levanto estoy una horita con la vista nublada. El médico no me da mucha pelota, pero deja constancia del traumatismo en un papel y de paso me regala un par de días libres extra. “Descansá, botija, descansá.”

Al día siguiente, con el certificado en la mano, entro a la seccional nuevamente y repito la historia. “Bien, vamos para ahí”, dice el oficial, a quien llamaremos Murel.

Es temprano, el restorán está vacío. “Buenas tardes, dice Murel al hombre que atiende la caja, tengo que hacerle unas preguntas a uno de sus empleados”. Me mira, es la señal convenida. Entonces describo al pelado brevemente. El cajero sale por la puerta del fondo y al rato cae con un calvo cuarentón cuya cara de susto da la pauta de que está viendo la parca. Y se quiebra; “te juro que no, dice, ruega, te juro que yo no fui, en serio, te juro que nunca le pegué a nadie, por favor, en serio, no me hagas esto”. Tiembla, llora. El oficial nos mira a él y a mí alternadamente. “Así que esto es un careo”, pienso. Y no sé si es por lástima o porque creo realmente haberme confundido de persona, o porque su cara de susto es tan diferente a la de golpeador que asumo que ambas no pueden pertenecer al mismo tipo, o si sólo es por el placer morboso de verlo cagarse en los pantalones mientras yo franeleo con el brazo represivo del Estado, pero le digo a Murel que me equivoqué, que no es el hombre al que estamos buscando y que lamento haberle hecho perder el tiempo.

Salimos. En la calle se me pegotea la humedad. Llovió temprano y parece que va a llover de noche. Camino distraído mirando el cielo y Murel me dice que está muy bien lo que acabo de hacer, me felicita. Me dice que es necesario denunciar, que si no la Policía no puede hacer nada. Y que está bien reconocer los errores, que por más que uno esté caliente no hay que andar cargándole las tintas a cualquiera, que saber parar a tiempo es una virtud.

Nos alejamos una cuadra o dos desde el restorán, pero Murel sigue caminando a mi lado. Le digo que está bien, que no se preocupe, que vuelva nomás a su trabajo. Le reitero mis disculpas, pero me responde que él va hasta acá cerca, que tiene un laburo de noche y que su turno en la comisaría ya terminó. Entonces espero un poco. Tengo miedo de hablar enseguida y que diga de volver al restorán para detenerlo y presentar cargos, pero cuando ya pasamos unas diez cuadras me animo a decirle que el pelado que me pegó era ese, fuera de toda duda, y que me di cuenta de que no valía la pena denunciarlo. Le dije que con el cagazo que se había agarrado ya era suficiente castigo y que con tantos problemas que tienen los jueces y los policías no daba para andar complicándola por una piña en la calle. Y que, además, me gané la piña en toda ley, por hacerme el vivo. Murel no habla. Mira fijo para adelante mientras camina, como si no escuchara o como si me diera la derecha para decirle cualquier cosa. “Eso sí, le digo, hay veces que me gustaría andar calzado”. Silencio. Siga, siga, dicen sus ojos. Sí, calzado, con un revólver, o mejor, con una escopeta con mira telescópica, para darles de lejos a los que te cagan la vereda con el perro y no levantan el sorete, a los que tiran mugre en la calle, a los que recortan el caño de escape de la moto para que haga más ruido, pum, pum, de a uno. Sé que no es la solución, que así no se arregla nada, pero por lo menos me sacaría las ganas. Porque si por cada pajero de estos tengo que hacer la denuncia, se me va la vida, ¿no?

Llegamos al bar. Mi novia espera adentro. Miro a Murel y le vuelvo a dar las gracias. “De nada, gurí, de nada, estamos para eso”. Me da un papelito con su número y me dice que cualquier cosa lo llame, que para resolver estas cosas no hay por qué ir la comisaría.

Respiro; mejor dejo la botella en el piso, viene el 144.