La foto es mía, y la historia tal vez también, aunque me parece que trasciende largamente mi umbral vincular y se convierte en la historia de muchos. Por lo pronto, la de todos ustedes, que interactúan con estas letras que pretenden construir una imagen, con esa imagen que habla más que la mayor concatenación de símbolos que pueda contener este pedazo de papel. Fue el 25 de diciembre. Ahí estaba una dulce madrecita arropando a su bebote mientras, con la celeste puesta y agarrándose el escudito, balbuceaba: “¡Uruguay nomá!”. Agarré el teléfono, le saqué la foto y, haciendo uso de mis potestades de abuelo, la subí a Twitter, acompañada del texto que da título a esta página.

Mis nietas tienen camisetas de Luis Suárez y unas pelotitas de cuero número 3, en vez de una flaca esquelética Barbie o un completo set de limpieza que incluye escoba, escobillón, trapo de piso y lampazo. Era el resumen de un proceso largo e intricado, mío y de ustedes, que aún está lejos de dilucidarse para buenas. Tiene que ver con el Uruguay claro, con los sueños, con la esperanza, con lo que uno aprende antes del aprestamiento inicial, con lo que uno sueña despierto aun antes de entrar a jardinera. Si no exagero -es posible que así sea-, tiene que ver también con uno de los primeros hitos del juego simbólico por estos pagos, donde el patriarcado nos ha ofrecido como rito de iniciación la felicidad por medio del fútbol, algo que les ha escondido cruelmente a niñas y mujeres, quienes recién desde los albores de este siglo han podido ponerse la camiseta y sublimar corriendo detrás de una pelota de fútbol.

Clic

Creo que esta foto la empecé a sacar inconscientemente hace tiempo, mucho tiempo. Sin embargo, como si estuviera mirando los datos de revelado del carrete, podría situar su disparo inicial en una de esas entretenidísimas, entreveradas y llanamente complejas charlas iniciales de Deportivo Uruguay, emisión radial de los fines de semana de Radio Uruguay. Ahí estábamos, extrañamente, para lo que es lo usual en los arranques del Depor, enfocándonos y realizándonos con un elogio imperecedero de lo que desde nuestra temprana niñez ha sido para nosotros el fútbol, jugar a la pelota, encontrarnos por medio de ella, de una camiseta, y a partir de ahí extender innúmeros lazos de relacionamiento, compañerismo y solidaridad, a los que nos conduce el encuentro por el encuentro mismo. Se trata del disfrute por el disfrute mismo, incluso cuando hay construcciones de responsabilidades colectivas desde la infancia y desde la adolescencia, período de la vida que justamente no adolece de construcciones colectivas con sus pares. En aquella ocasión, tres generaciones nos encontrábamos, entusiasmados con aquellas evocaciones de pelotas; de moñas sueltas en el recreo; de esquinas, muritos, veredas, parques y canchas en paralelogramos trapezoides; de apretados y desvencijados vestuarios; de vergüenzas y aguas frías; de barro, lluvia y sol; de ocho, diez o 15 muchachos desorganizados, para compartir sueños, presentes, ambiciones, amores fugaces, descubrimientos de la caverna de la vida. Hasta que nos dimos cuenta de que nuestra compañera, nuestras compañeras, iban quedando por fuera de ese placentero reencuentro con esas acciones casi cotidianas de nuestro imaginario popular, que nos ponía carita feliz aunque nunca lo hubiésemos hecho juntos, ni los mismos años, ni en las mismas ciudades.

El nene machona, la nena amanerado

Entonces me enrabieté y me entristecí lo suficiente como para cambiar el tono de la conversación y maldecir esa deforme estructura patriarcal y machista en la que el aparato de la sociedad mundial nos crió, nos adoctrinó y pretendió hacernos creer la increíble e inteligible naturaleza de la desigualdad establecida, de la incompetencia sugerida por el género, del infeliz reparto de responsabilidades, obligaciones y expectativas con el que uno cargaba de acuerdo con su sexo. Entiendo que mi incomodidad, mi rabia y mi dolor eran apenas consecuencia de un daño colateral de los muchísimos que han tenido que sufrir las mujeres en la historia de la comunidad; pero era un daño más, contemporáneo y bastante actual, que podía intentar evitar, corregir, restablecer para lo que vendrá. Ahí mismo, acompañando el dolor por la ausencia de miles de gurisas que no sólo fueran conducidas a mirar con recelo el fútbol, su práctica, su placer, su inmejorable e inigualable condición de surtidor de emociones, roles, afinidades, expectativas colectivas e individuales, asumí mi parte de la macana y sugerí iniciar desde el pie, continuar y agrandar el cambio. Esto no necesita enunciados filosóficos ni libros de autoayuda. Cualquiera de nosotros -y me refiero en particular a los niños criados en Uruguay- decodifica, recuerda, ansía volver a una temprana tarde cualquiera, con perladas gotas de sudor que empapan el jopo o el cerquillo, y correr desesperadamente detrás de esa cosa esférica, llegar con la puntita del champión, saltar contra el otro, calzarla de lleno aunque el patio de las pelotas perdidas se siga llenando, correr en loca carrera de alegría a abrazar al niño que hizo el 7-7, y finalmente ganar, ganar esa copa del mundo que día a día, desde los ingleses locos para acá, se juega en forma simultánea en las veredas, campos, parques, plazas, calles, canchas y estadios de Uruguay. Ese ganar, ese éxtasis de la victoria se logra sólo con la victoria, es cierto, pero se siente aun si los derrotados, ese conjunto dispar de niños, muchachos, jóvenes, hombres y veteranos han sido derrotados en la cancha, pero no en su ilusión de volver a soñar con que mañana, o quizá dentro de un rato, habrá otro pequeño espacio para sueños altamente perecederos pero indefinidamente reciclables.

Entonces pensé en mis hijas, en mis sobrinas, en mis nietas; en su ausencia casi absoluta de ritos iniciáticos con la pelota y con la camiseta, en el impulso y el envío a esa maravillosa estación de los juegos de roles, en el autorrelato.

Sudando la camiseta

Nosotros, los evangelizadores tempranos -padres, tíos, abuelos, hermanos, padrinos, vecinos-, que delicadamente tomamos la pantorrilla del niño con la mano derecha y, con el cuidado de quien toma un molde en yeso, generamos un torque cuidadoso hasta que el empeine del piecito tome contacto con la pelota, dejamos a las niñas en un oscuro y aburrido gueto de muñequitas y tacitas. ¿Por qué? No tiene sentido, y menos aun lo tiene privarlas de todo lo consiguiente: más cosas, tíos con camisetas, abuelos con pelotas de cuero, padrinos con revistas, y claro, juegos y jueguitos. Pero la esencia está en aquel bautismo de niño y pelota que nos marca para toda la vida, tal como nos marcaron aquellos hombres y mujeres que nos han enseñado cómo se procede y se sueña cuando uno se une y sueña con otros detrás de una pelota.

Más rabia, y un pensamiento sin procesar. Si mis nietitas hubiesen nacido nietitos ya tendrían pelota, ya hubiesen pasado por el temprano aprestamiento de cómo ejercitar la fuerza de palanca con tibia peroné y cómo el empeine debe golpear la pelota. Ya tendrían camiseta y quién las llevara de la mano para ir al parque a patear, a atajar, a jugar. Ahí está el clic inicial de esta foto. Me di cuenta de que empezaba por mí, que tenían que tener camiseta, pelota y animadores que les mostraran lo lindo que es eso.

Papá Noel juega de 9 o de back derecho

Como desde hace varias décadas cumplo funciones de gestor comercial de Papá Noel -no sé si es una trading o una franquicia-, ejecuté todas las acciones para que Alfonsina, que tiene dos años, y Ámbar, de uno, recibieran su camiseta de Uruguay de la manera más normal del mundo, como si fuese un bebote, un jueguito de té o una cocinita. Y aquí viene otro desprendimiento, tal vez impensado o no calculado, del círculo virtuoso de #LaDecadaGanada del “Proceso de institucionalización de los procesos de las selecciones nacionales y de la formación de sus futbolistas”: aunque no fue pensado y no ha sido aplicado a selecciones femeninas, en el transcurso de una década de expresión futbolística y de vida ha permitido una fortísima comunión entre la celeste y lo más amplio del público que se pueda concebir en nuestra sociedad. Por emulación, confianza en el trabajo y seguridad en su seriedad, hay una enorme puerta de empatía hacia la celeste, que permite romper paradigmas y alentar que en la cartita a los Reyes Magos las Valentinas y Fernandas de Uruguay puedan pedir el equipo completo de la celeste, unos Parabiaguito siglo XXI, una pelota Cubilla para hacer goles de maravilla y, por qué no, también un bebé con cochecito.

Ya lo dice Lucas Lessa en la canción “Algo que soñamos desde niños”: “Antes de que me muera yo voy a salir para abrazarme contigo, por haber reconocido algo que soñábamos de niños […] años caminando, años de vivir, y en la calle peloteando, los botijas imitando viejas glorias del tiempo de antaño, pero ahora yo, yo sé que vamos a salir, sí, de nuevo yo sé que vamos a salir campeón del mundo”.

Y ahí irán las botijas de celeste, con pañales, boquitas pintadas, o de caderas parturientas por haber dado a luz una nueva realidad. El goce del fútbol no tiene sexo ni colores, aunque tal vez sí -y sólo por este caso, único y nuestro- para siempre tenga un tono celeste para todas.