Hace muy poco que le encontré otro sentido al manido concepto de micropoder concebido por Michel Foucault. A esas alianzas mínimas que podemos establecer incluso con aquellos que pertenecen a una estructura con la que no estamos de acuerdo, con las que disputamos discursos, con las que peleamos grados de éticas y estéticas. Incluso con aquellas personas con las que estamos profundamente en desacuerdo sobre los medios para alcanzar determinados fines.

Pienso ahora en una amiga que antes no lo fue, mientras nos disputábamos los sentidos de la política partidaria, y con la que nos fuimos haciendo cómplices o aliados, aunque sigamos inscritos en territorios adversos, porque tampoco a ella le parece tan tremendo que yo no esté afiliado a nada y cuestione toda afiliación, y a mí ya no me parece tan drástico que pertenezca al Frente Amplio, que tenga un cargo de poder y haya elegido lo que a mí me parece que apenas sirve y le ahoga el espíritu.

Esto parte de una postura radical, sin matices, en la que yo era tipificado como el que lo tiraba todo abajo e intentaba destruir cualquier construcción colectiva de ese tipo por tímida, de largo plazo, de transas hacer. De alguna forma, el tipo al que nada le servía, que todo lo boicoteaba, una especie de inocente radical. Pero una noche surtió efecto algo que no podemos explicar, o que podríamos desmenuzar de todas las formas posibles, en verdad. Llegamos, luego de enrojecernos y con las venas hinchadas por la postura del otro, a que queríamos lo mismo y que, de muchas formas, no lo lograríamos, pero, además de estar afectándonos (haciéndonos pensar y sentir el uno al otro), su elección tenía que ver con organizarse en un partido (ese con el que yo no comulgo) para permearlo por dentro, y la mía con disparar las municiones posibles para que ella no se estancara en el asiento, para que nos dijera, para que hiciera volar alguna ley o vomitara el sinsentido de este sistema político. En el fondo, queremos lo mismo, aunque nuestros métodos y los lugares que ocupamos sean diametralmente opuestos. Mi postura era pendeja, la de ella también. Ni bombas porque sí, ni leyes que nacen muertas. Pero que no todos se suban al carro. El micropoder no pasa por decir “hagamos alianzas” momentáneas (aunque también), cada uno desde su sitio, es lo mismo el orgánico que el crítico, vayamos construyendo en la medida de lo posible mientras esquivamos las botas de la tradición, los obstáculos, el conservadurismo. No. Para que funcione (no doy cátedra, sólo compruebo mi experiencia o mi hallazgo) tiene que haber una voluntad de riesgo: la de ella (y tantos otros militantes partidarios rentados o elegidos) para perderlo todo (el sillón, ese estatus, los compañeros obsecuentes). Tentamos un acuerdo: si su ética y estética comienzan a ir a contramano real (las prácticas de sí misma y las de su entorno, las de su inscripción partidaria) de lo que sostiene de la boca para afuera, de su discurso público, y lo mío igual (si me calla una promesa económica, simbólica, cómoda), deberíamos retirarnos.

Estoy hablando de una ética, sí. Poniendo todas mis letras al filo de mí mismo (y el de ella).

Y no digo moral porque suena antiguo y enseguida viene toda esa acusación pava de ser judeocristiano. Quizá el asunto con ella y otros tantos, esa exigencia, pasa por horas de conversación in situ, cena, vino de por medio, sacrificio de algunas madrugadas, cuerpo y alma y proyecto y todas las cartas sobre la mesa. Haber dicho el propio cuerpo, padres explotados, los que ganan apenas para comer, la lista infinita. Pero tiene que establecerse un pacto claro: vos vas a legislar, yo te voy a estar persiguiendo.

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¿Por qué todo esto? Porque estamos perdiendo algunos límites y sentidos claros; no sabemos realmente dónde está “el enemigo” (que tantas veces está entre nosotros), nos estamos convirtiendo en la incapacidad patente de dialogar con el otro que se supone que era parecido. Todo esto parte de muchas conversaciones y experiencias, de corroborar que miramos la política con un solo ojo, de mentiras flagrantes o manejos perversos de los discursos. Existen las verdades y existen las mentiras. Ahora sí, con toda la petulancia del mundo pero también con la honestidad de la que soy capaz, estoy apelando a que nos dejemos de medias tintas, jueguitos de poder, mandalas del lenguaje. Y a ejercer un poco de respeto. De ambas partes. Cada uno debe entregarlo todo; todo lo que pueda si tiene una función pública, si le habla al otro, si habla de los otros (no me refiero, repito, a los tirabombas porque sí, ni a los atornillados y ciegos militantes). Me refiero a un compromiso con la verdad. Verdades. Y aquí sí, las consabidas: la pobreza innegable, la lumpenización extendida, el proyecto fallido, la lucha cotidiana con nuestra supuesta austeridad que no soporta la estadística del progreso; tampoco hay revolucionarios que aguanten la cachetada del capital que conduce nuestros pasos, el bajar la cabeza día a día porque todo discurso de quiebre radical es tragado por una fuerza tanática pero vestida de brillos falsos.

Algunos nos estamos jugando el pellejo, por decirlo de alguna forma. No vamos a ser encarcelados, exiliados. Pero sí apostamos a un contrato inexistente, a ponernos en el filo de lo indecible, a morir de angustia por nombrar la angustia, la propia, la que percibimos, la que vemos.

Y ella (y algunos de ellos, pocos), lo mismo: no hay trono que quieran cuidar.

Quizá estas líneas en este momento estén desbordadas de ética (también somos secretamente inmorales; aquello de que todos tenemos un muerto en el ropero). Sí lo están. Pero más que una conducta intachable o una moral antisistema, practico un ruego cierto y casi ridículo (ahí la complicidad, exposición u honestidad con el lector, y con esa amiga y algunos otros) a tomar el toro por las guampas, a estar dispuesto (sé que pido mucho, que me pido mucho) a perderlo todo si hubiésemos de negociar con la mentira, maquillar la realidad, forzar el sentimiento de alegría colectiva. Los que estamos mirando, los que olfateamos al vecino, los que sabemos que el futuro no es realmente cierto, siempre estuvimos desconcertados, en las sombras, y luchando con el infierno de la vida. No digo de una procesión oscura y colectiva. Digo de lidiar y nombrar lo que nos circunda, lo que nos afecta, sin ambages. La propia vida y la del otro. El silencio del que no puede decirse. El alquiler más caro que un sueldo mínimo, la diferencia atroz entre todos los nosotros, las castas que se siguen formando (y no hablo sólo de los ricos, de dinero: hablo de las castas que leen estas líneas), la violencia de puño (sin letra) que nos ganó, el malestar de la cultura. Eso. Ahí, algo que otro alguien me pidió hace unos días: me gustaría leer alguna vez una nota tuya esperanzadora. Más allá del pan y el techo y todas las necesidades básicas que a la mayoría de la población nos limitan cierta libertad, cierto alivio (“cierto”, porque estamos insertos en el mundo, y ya sabemos que el mundo y todo su engranaje mandan), mi esperanza claudica pero aún se mantiene en una espera. En esa que, junto a ella, la de las largas conversaciones, y otros pocos (ahora sí: los que están inscritos y los que cumplimos otra función: esta que realizo aunque no produzca casi nada), nos desvela, más bien nos conmueve o nos sitúa en el mismo, mismísimo sitio: ya es insostenible que miles no puedan conjugar un verbo, decirse, acceder a otro estadio de sí mismos (aunque sea para entender sus miserias; y también acceder a algún grado de belleza), no golpear tanto porque el lenguaje no les alcanza.

Antes, el pan y el techo, sí. O en conjunto. Lo que importa en este texto es que la izquierda, la orgánica y la dispersa o no afiliada, decimos ella y yo (y tantos otros), perdió, o ya no le interesa, el culto por la cultura. ¿Escribo un manifiesto? Sí, ella y yo en nuestros espacios de micropoder y alianzas, escribimos fervientemente, sin culpas y en colaboración, este manifiesto.