Tras la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos y del brexit en Reino Unido, en ambos casos contra lo que predecían las encuestas de intención de voto, se alzaron muchas voces que criticaron a las empresas que se dedican a este tipo de sondeos. “Desde que mi novia de la adolescencia me dijo que me amaba y al otro día se fue con un jipi que no sentía una decepción tan grande”, escribió un columnista del periódico británico The Guardian.
Pero la ciencia política también recibió cuestionamientos a raíz de los dos cimbronazos producidos a un lado y otro del océano Atlántico. “Esa gente no sólo es incapaz de predecir la realidad. También es ineficiente a la hora de transformarla”, opinó un editorialista del periódico The New York Times. En otra parte del artículo puede leerse: “Cuanto más conozco a los cientistas políticos, increíblemente, más quiero a los economistas”. En 2001, luego de que los atentados del 11 de setiembre en Estados Unidos llevaron a muchos a sospechar que la teoría del fin de la historia, del politólogo Francis Fukuyama, podría ser “un tanto inacertada”, la Organización de las Naciones Unidas creó un programa destinado a prohibir la práctica de la ciencia política. Uno de sus responsables afirmó, en una conferencia organizada el martes: “En aquel entonces nos acusaron de ser un grupo de izquierdistas trasnochados que atacábamos a la derecha por pura frustración. Pero hoy por hoy ya nadie duda de que debemos erradicar las ciencias políticas. 2016 dejó en evidencia que el mundo es menos confuso sin ellas. Quizá, a largo plazo, puedan resultar útiles. Pero en un mundo en el que el mayor arsenal nuclear está en manos de un orangután, ¿de qué vale preocuparse por el futuro? Lo que necesitamos es alguien que por lo menos nos dé una pista acerca de si tenemos que gastarnos todos nuestros ahorros en un año o el mundo puede durar unos meses más y es mejor dosificar el dinero”.