Hay polos, hay grises, indiferencia, odio, veneración irracional. Manifestaciones, actitudes o discursos que a lo largo de la historia han diletado entre el “Cuba sí, yanquis no” de los militantes acérrimos; el Cuba nunca de los otros acérrimos, los llamados gusanos; el Cuba a veces de los flojos, dirán algunos, de los no embanderados, pensarán otros.
Cuba es más que un país, es todo un enunciado: contiene a Fidel Castro, al Che Guevara, las revoluciones o insurgencias de América Latina y buena parte del mundo después de los años 60 del siglo pasado; al pensamiento pro y antiizquierda y al obsecuente y al crítico y al que dileta entre ambos; la Revolución (esa Revolución) como referencia o pesar.
Acá nomás y en distintas épocas, dos grandes figuras de las letras, conocidas además por sus posturas de izquierda, tuvieron una actitud radicalmente distinta frente a la Cuba encantada o contaminada. Idea Vilariño se alejó furiosamente de Brecha cuando el semanario osó una crítica (o varias) al régimen de Castro. Por el contrario, Eduardo Galeano instaló, a partir de unos feroces fusilamientos a disidentes políticos en la isla, aquel “Cuba duele” que Brecha hizo tapa.
Esas expresiones comenzaron a aparecer luego de la caída del Muro de Berlín (si cae un muro, se ve lo que había del otro lado) y cuando las noticias del deterioro económico (vía bloqueo estadounidense y desaparición de la Unión Soviética) cobraron la fuerza de un huracán en el Malecón.
Así, hemos venido discutiendo las tensiones que nos provoca el sistema político cubano (aun sin conocer esa tierra: craso error metodológico, vivencial) durante casi 30 años.
Casi todos nacidos, criados o vividos bajo la sombra de nuestra dictadura, Cuba ha influido en nosotros de distintas maneras. Está el viejo guerrillero tupamaro al que le escuché decir, hace mucho, que “jamás, pase lo que pase, escribiría en contra de Cuba”; están los críticos que no le otorgan ni un poroto porque una sola ejecución ya vale todo el fracaso revolucionario; estamos los que nos criamos y nos formamos políticamente (entre los 16 y 17 años, digamos) entre la gesta tupamara y toda su heroicidad vendida o comprada con el fuerte aderezo cubano: una sociedad igualitaria por completo, o al menos con educación y salud de calidad para todos. Luego vinieron otros relatos, de los tupas y de Cuba, que hicieron de uno un ser escéptico y desconfiado. No todo era cuestión de médicos y cultura, también en la vida existen otras necesidades, varias. Del habla, materiales.
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La disidencia acallada y hasta ejecutada, hecha muerte, a algunos nos resultó intolerable, un hasta aquí sin negociación alguna. Y las faltas materiales parecían muy románticas pero para vivirlas de afuera, mientras igual se agitaba una bandera como se dice un panfleto. Zapatillas con goma de caucho, canastas racionadas, jabones como objeto de lujo, dirigentes gozando de todos los placeres del capitalismo mientras el pueblo sostenía la Revolución. Y mucho antes y para los disidentes más disidentes (sexuales, se les llama ahora), la frutilla envenenada de la torta: campos de reclutamiento, porque la Revolución no precisaba peluqueras.
Sé que es un poco ególatra citarse a uno mismo, pero para qué parafrasear lo que ya tengo escrito. En mi libro Injuria, la voz de un disidente de esos, mediante el personaje de una “peluquera” pero de acá del sur, mantiene en un cine porno montevideano una conversación extraña con otro (que disiente con el disidente) sobre el asunto: “Los dos convinimos en que éramos de izquierda porque nombramos algunas palabras clave: la justicia, el reparto de las riquezas de la tierra, el mundo consumista que nos rodeaba, la libertad del individuo. Ahí las cosas se nos complicaron un poco. Si yo hubiese vivido en Cuba en los tiempos de la revolución cubana hubiese matado a Fidel, dije, y los dos echamos una carcajada que apagó por un instante los gemidos grandilocuentes que salían de la boca (nunca del alma) de los milicos o deportistas de la película. Pero es cierto, le dije después de pensarlo unos segundos, lo hubiese matado (o lo hubiese intentado) porque yo era junto con otras peluqueras (como nos llamó el líder más revolucionario del mundo) los que hubiésemos sido destinados a campos de aislamiento porque teníamos una peste o éramos directamente antirrevolucionarios [...] Yo hubiese instalado la guerra de las peluqueras, si tanto le gustaba el término. Antirrevolucionarios aunque también creyésemos en la justicia y la igualdad entre los hombres. El otro me decía que la sociedad no estaba preparada para nosotros y que la izquierda en ese entonces era machista y sólo pensaba en un tipo de liberación. ¿Los revolucionarios no se daban cuenta, inquiría yo con una furia que me quemaba la garganta, no se daban cuenta de que la libertad del propio cuerpo y el deseo (el de cada individuo) son también la cúspide de toda liberación? ¿No se daban cuenta que antes que con ideas llegamos al mundo con un cuerpo que pronto comienza a desear? ¿Creían que sólo con una ración de comida, con los dientes y el cuerpo sanos y con diferenciar geografías, apuntar matemáticas o historiar el mundo se podía ser libre? Quizás sí, pero sólo para esos hombres y mujeres que no eran peluqueras, a ellas sólo podía quedarles la rabia atragantada y el alma acorralada. Ni revolución ni salud ni educación ni bloqueo, nada justificaba que a un obrero o a un intelectual o a quien fuera se le hiciese cumplir condena por el solo hecho de usar su culo para gozar, decía yo casi enfurecido y con la tercera cerveza en la mano. Y seguía con mi alegato: por qué ofrecerse en sacrificio, despojarse de sus adentros, simularse o reconvertirse en otro para que los que no han llegado a comprender lo entiendan algún día. La vida es de uno, repetía obsesionado, y no hay régimen ni sistema (por más que se enjuague las lagañas) que tenga derecho a acallarlo”.
Sé que hice una cita poco convencional, por la autorreferencia y por su longitud. Pero ahí hay un punto para mí esencial. Lo mismo hubiese dicho el personaje si fuese mujer y se le hubiese negado portar un arma. Aunque este personaje y yo, la persona que escribe, jamás podríamos haber cargado una. Siendo el cliché absoluto y rayando el ridículo, la única arma que admito es esa cargada de futuro. Y entonces, otro asunto: para peor se me ocurrió en la vida (o me llegó como mandato de quién sabe dónde, no sé muy bien, no soy tan marxista) ser periodista. Yo hubiese sido, como tantos otros, la peluquera y escritora encarcelada. Literalmente, a cerrar la boca y el culo. No sé de qué hubiese comido, con qué hubiese gozado. Pero no sólo se trata de la sexualidad; también de otras represiones. Y de una hipocresía flagrante: del festejo del régimen por parte de los turistas de izquierda pero con dólares en los bolsillos, mientras los cubanos pasaban hambre; esos turistas que aplauden o aplaudieron lo que en sus tierras no soportarían: turismo sexual, comida a cuentagotas, imposibilidad de salir del país, control permanente del Estado sobre la vida privada, nepotismo y un largo etcétera. Esto no es propiedad de Cuba, por cierto, y todo lo nombrado se da, y a veces de forma mucho más chocante, en los países llamados democráticos (sólo basta ver la distribución de la riqueza nacional o mundial, o la pobreza a secas fuera de la isla), pero dado el régimen, en “Cuba duele” más.
A propósito, el puto espacio me queda corto. Pero no quisiera dejar de anotar que jamás, tampoco, hubiese sido gusano. Quizá sí me hubiese ido en balsa o a nado. Pero a vivir otra vida, la del olvido. Algunas personalidades no soportan ciertos no (para vos, Idea, tu propia medicina: “Decir no / atada al mástil”). O me hubiese matado. O qué sé yo. Quién sabe sobre esa pregunta estúpida: ¿hubiese sido tupa, exiliado, guevarista, reaccionario, indiferente?
El asunto de repensar el pasado sólo sirve para una cosa, que no es solamente para no repetirlo. En este caso, para reafirmar convicciones que llegaron luego de desarmar mitologías y mitos: ningún héroe, ningún líder infalible, ningún dios sobre la tierra, ningún conductor de las masas. Ni Perón, ni Fidel, ni Chávez (menos con ontología militar), ni tampoco Mujica. Pueblo, colectivos, comunidades, sí. Individuos atados al poder, jefes magnánimos hasta el día de sus muertes, no. Aparte de todo esto, qué duda cabe: Fidel fue uno de los grandes personajes del siglo y marcó, marca y marcará a generaciones enteras. El asunto es si esas generaciones, sobre todo las que vienen, las que ahora mismo se están formando políticamente para dar batalla, necesitan o piden que nunca deje de aparecer, aunque sea como inspiración o fantasma, un todopoderoso conductor. Haciendo una traslación en cuanto a los líderes y las masas, el mismísimo intelectual peronista del peronismo, Ernesto Laclau, hablaba de Perón en términos psicoanalíticos como el gran padre de los argentinos. El asunto es que a los padres (casi) siempre hay que enterrarlos.