Rabia, furia, desacato. Decir en nombre nuestro sin pudor o con toda la inteligencia de la que seamos capaces, pero con el corazón y las tripas sobre la mesa; y en el papel escrito que chorrea las verdades propias, el atragantamiento de años o ese dejarles paso a los otros, siempre los otros, los que nos antecedieron, los de luchas más bravías y destinos marcados, construcciones de antaño, caminos trazados. Craso error, es cierto, negar la tradición, la acumulación sabia, el conocimiento construido sobre pilares fuertes, la masa crítica a la que debemos recurrir para no empezar constantemente de cero. Pero algo cala hondo en ese recordatorio y homenaje constante a la historia, a quienes la pergeñaron, la hicieron suya, y también la impusieron.
Es difícil hablar de generaciones marcadas y adjudicarle a cada una un relato único, una forma de ser, un estadio en esta historia que a veces es historieta.
No sé por qué vengo pensando en esto. Más bien percibiéndolo. Y, sobre todo, por qué me pincha el alma o me hace decir que tenemos que decirnos. No hablo de esta columna, hablo de un decirnos que de a poco aparece, pero casi siempre apegado o amalgamado al relato de los que construyeron el relato. Lo voy a decir casi grotescamente o sin rodeos: hay toda una generación parida o criada en la dictadura que no se nombra a sí misma. No quisiera ni deseo que un relato se troque por otro y que ahora, de pronto, seamos los nacidos y criados entre 1973 y 1985 los que digamos lo que nos pasó o qué recuerdos, traumas, vivencias, dolores, ignorancias, atravesaron nuestras vidas y constituyen nuestra personalidad y prácticas, nuestras formas de estar y actuar en la tierra purpúrea. Pero hace mucho tiempo que siento que toda una camada de humanos expulsados a la tierra en esos tiempos feroces (el que hoy tiene 43 años y también el que tiene 30, y por lo general siempre hablando de un circuito: el que se piensa, el que mira para el costado, el que quiere entender el mundo que le tocó) no hace referencia más que con realidades, reclamos, manifestaciones y eslóganes prestados a un entorno, una atmósfera, un plano cierto de represión y amargura con las que fueron (fuimos) inoculados hasta el punto de no poder asumir (y no poder o no querer verlo) que somos los hijos bastardos de la dictadura, de sus finos y grotescos modos de asediarnos, de marcarnos devenires, personalidades, un carácter.
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Es difícil, vuelvo sobre el asunto, porque cuando queremos hacerlo caemos en el relato ya instaurado que nos dice y que supuestamente nos nombra por completo, entre ríos de tinta, testimonios, sensibilidades. Y no se trata de decir a lo Jorge Lanata: “La dictadura me tiene harto”. Pero sí se trata, creo, de indagar en la constitución de nuestra existencia personal y social (en permanente diálogo) y en cómo afectó y afecta toda esa artillería de guerra a la composición emocional y política de aquellos miles de niños y adolescentes que fuimos y que hoy generamos nuestros discursos estéticos y políticos sobre la sociedad en la que vivimos.
Hay un peligro latente en todo esto, que pronto podría llevar al hastío o a la muerte de esos discursos. Decir “dictadura”, represión, milicos, teoría de los dos demonios, convence o atrae en un estadio del discurso, en un anclaje determinado. Y genera el bostezo en otros. ¿No está todo dicho? ¿Una propuesta estética y reflexiva que retome un campo que por momentos parece minado y que, por repetición, haga que refundemos una discursividad que no da un salto hacia las sensibilidades de hoy, a los asuntos de ahora, a nuestro presente más furioso? Yo soy de los que sostienen eso: debemos nombrarnos ahora. Abrir la boca bien fuerte y pegar nuestro propio grito de Munch. Ahora pasan cosas fieras, todo el tiempo, y estamos distraídos o nos supera el agua, queremos dar el salto al vacío o construir otras narrativas de la realidad, cuando de la realidad reconvertida en discurso o arte se trata. Pero hay algo que falla, que falta. Sin ánimo de psicoanalizar las estrategias en que nos decimos (siempre hay estrategias, intenciones, colchones ontológicos donde descansan o tienen pesadillas nuestras miradas), esa falta, nuestro vacío, encuentra su hueco infinito en que somos producto de un daño, una herida mayúscula, escrita desde la escuela con perfecta cursiva que pretendía homogeneizarnos. Claro que no se puede del todo. Lo que una vez fue contraeducación sentimental, en algún momento vuelve por sus fueros, si no claudica en agonía callada.
Yo no sabría exactamente cómo nombrar, representar (difícil para el arte: volver a presentar; casi una imposibilidad), abordar, directa o sutilmente, el mundo en el que fuimos perversamente craneados, aunque luego hayamos racionalizado o detectado buena parte de la arquitectura y hayamos peleado por desmontarla o tirarla a marronazos. Yo no sé cómo decir o significar que el parto de la madre lo sufrió ella, pero el gateo, los primeros pasos, las relaciones de todo tipo, la escuela, lo privado y lo institucional, en todos esos años, son un asunto que además de estar direccionado a desarmar cualquier sentido de comunidad y a hacer añicos a miles y miles de sujetos, también se focalizó en permear y conducir nuestra subjetividad, en que desconfiáramos los unos de los otros, en competir ferozmente, en crear niños delatores, reprimidos en su sexualidad, en enseñarnos a obedecer, a marchar y pasarnos la bandera (y saludarla), a que, precisamente, no nos dijéramos. A la vista está que no pudieron con nosotros (o con todos nosotros), porque no hay régimen que pueda del todo con el alma acorralada, con ese fuego incontenible que en muchos viene de adentro. Pero sí nos dañaron, practicaron otras formas de tortura (el niño o preadolescente acorralado, dirigido), toda una maquinaria que echó sus frutos podridos. Y que también produjo formas ciertas de creación de la belleza. Quizá ahí una respuesta a mi interrogante: por ahí estamos fisurando toda esa orquestación con otras formas de ser, de sentir, de producir. Y es una manera inteligente y sensible de transmutar (o tramitar) lo horrendo para crear otros sentidos y salir de la cárcel del pasado. Pero no termino de creérmelo. Insisto: hay algo que nos falta, que nos falla, que nos condena. Casi siempre nos estamos diciendo a partir del relato de otros: los sobrevivientes, los más veteranos, los constructores de la historia y de las historietas.
Los hijos de seguimos construyendo (y es acertado, si no, caemos en la sola reproducción de esas voces) mediante quienes nos parieron: de parto natural y de parto cultural. Pero pocas veces encuentro ese otro relato, nuestro, que no tiene por qué decir dictadura, dos demonios, milicos, padres callados. Los hijos de intelectuales, militantes, obreros. Los hijos que también vivieron en carne propia (a veces por vivencia en llaga y siempre por traslación inmediata) todos los decibeles de una cultura que se encargó de aplastar mentes y corazones con botas sucias sobre cuerpos frágiles, endebles, casi sin lenguaje.
No estoy hablando de crear un sello literario o artístico que se llame Los hijos de (de digitar de esa forma horrible una percepción de un nosotros buscado), sino de recomponer un mapa geográfico, político y espiritual de lo que intentaron hacernos, para que seamos los que somos; aunque, otra vez, miles han escapado y creado las fisuras por donde escurrir las penas o inventar(se) nuevos destinos. Y voy y vengo porque es complejo. Y porque a mí me interesa el presente rabioso, furioso, desacatado. Pero desde hace un tiempo siento y pienso que a nuestro relato (al de los hijos de) le falta un sedimento. Dicho de manera mucho más directa: hay un horror en el que fuimos criados, más allá del que les tocó o eligieron nuestros padres, que aún nos persigue como uno de los grandes fantasmas de nuestras vidas. Eso: que nos falta nombrar a nuestros fantasmas, garrapatas invisibles que nos chupan la sangre. No sabría cómo hacerlo exactamente, y mucho menos cómo deberían hacerlo los otros. Sólo hablo de una percepción, quizá equivocada, de una manera cierta de mirarnos en un río sin Narcisos, o en los ojos de los otros.