En una de esas noches pegajosas que hay en Montevideo antes de las fiestas, estamos en la azotea de mi casa cuando alguien propone un curioso juego, cuyo origen desconozco, pero que, intuyo, proviene de algún consultorio de psicología del Cordón Soho: decime cinco cosas que te gusten de vos.
Algunos se declaran observadores, inteligentes, respetuosos o amables (nadie usa “tolerante”; sabemos que es mala palabra). Otros dicen saber escuchar, o ser creativos, sensibles y alegres. Yo, que no encuentro ninguna cosa, invento. Y una chica en particular, haciendo alarde de una sinceridad y una autoestima que pegan recto en los pilares de la identidad nacional, destaca que “está buena”; ni siquiera ausculta al resto, porque sabe que tiene razón.
Una palabra lleva a la otra, y alguien que no había abierto la boca hasta el momento se cuelga de “buena” como si fuera un trapecio que la transporta a una segunda plataforma y dice: “Soy una buena persona”. Y en ese acto se vuelve impenetrable como la materia oscura.
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Me fascinan las palabras compuestas. Por eso me gustaría saber inglés; creo que los gringos son mejores que nosotros en ese sentido. Cuando no encuentran una palabra para nombrar una cosa, agarran dos palabras viejas, las pegan con cinta adhesiva, hacen una palabra nueva y te la meten con fórceps en las orejas. No es un método sutil, pero es efectivo. Por ejemplo, si quieren significar el hecho de que una mujer casada en santo matrimonio dedica su vida a las tareas del hogar, agarran “house” (casa) “wife” (esposa) y forman “housewife”, clínica definición de lo que para nosotros es el empoderado “ama de casa” (la doña estará todo el día encerrada fregando pisos, pero ojo, es el ama del territorio).
El sentido de estos artefactos, por supuesto, se afirma con el uso; comprobémoslo con Google (o, más precisamente, con su traductor instantáneo). Si uno pide la traducción al castellano de “housewife”, el algoritmo rápidamente responderá “ama de casa”, pero si pide la de su equivalente másculino (“househusband”) los circuitos neuronales de Google colapsan y responde, torpemente, “casa del esposo”.
Todavía los gringos no parecen estar de acuerdo en cómo llamar a esa primera generación de hombres que han roto el mandato ancestral de la masculinidad -que se arrastra, supongo, desde que nuestros antepasados eran monos- y, en lugar de salir a procurar el alimento, han decidido atender las tareas hogareñas. Porque además de “househusband”, Wikipedia propone otras opciones para decir lo mismo. Algunas repiten el procedimiento (“house-dad” y “house-spouse”), mientras que otras lo llevan al terreno del anticoncepto, o sea, el absurdo de hacer un mapa exactamente igual al territorio, como sucede con “stay-at-home dad”, “stay at home father” o -en algún punto debía reenganchar- “buena-persona”.
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Insistiré, por puro capricho, en una idea que es vieja como el agujero del mate: el lenguaje define los límites del pensamiento. No es que primero imaginanos o soñamos y luego ponemos en palabras, sino al revés. Mejor dicho -me corrijo mientras voy hablando-, las dos cosas pasan al mismo tiempo; sólo imaginanos y soñamos cuando ponemos en palabras, por tanto la imaginación y los sueños están hechos de palabras.
Dos ejemplos extraídos de mi más tierna infancia.
1) No más de cuatro años tenía cuando lloré desconsoladamente frente a mi madre ante la abominable idea de salir a la calle vestido sólo con plantas de remolacha. “¡No quiero ponerme remolacha! ¡No quiero!”. Mi madre, azorada, veía lo temprano en la vida que la cordura había abandonado el cuerpo de su hijo del medio. Hubo que tirar del hilo hasta el fondo para descubrir que, minutos antes, cuando mi madre me había dicho que hacía calor y que mejor me pusiera una “bermuda”, mi cerebro -debido a un perverso caso de similitud fonética- había pensando en una “verdura” y luego hubo que asociar esa constatación con un incidente ocurrido el día anterior, cuando mi padre elogió una partida de remolachas que había traído del Mercado Modelo y yo pregunté qué era una remolacha, y él me mostró ese extraño monstruo de color a medias verde y a medias violeta y me dijo: “Una verdura”.
2) Algunos años después, un invierno, ya escolarizado, trepé a la azotea de un edificio en construcción y salté al vacío tras comprobar que abajo había una montaña de arena. Eran tres pisos. Lo hice una, dos, tres veces, pero a la cuarta pensé que se estaba poniendo aburrido y que por qué no saltaba con los ojos cerrados. Así que lo hice, pero calculé mal la parábola de mi cuerpo y caí sentado en el pavimento. Fueron los dos segundos más largos de mi vida -durante los que recordé todas las fracturas de columna vertebral que había visto en las películas de Jean-Claude van Damme- hasta que volví a sentir algunas partes de mi cuerpo. Pensaba mantener el incidente oculto, pero, no sé cómo, mi madre se enteró. Recuerdo verla repetir una y otra vez un gesto y una expresión que, para mí, eran la viva imagen de un ser de otro planeta tratando de comunicarse con una lechuza. “Razoná, Maurició, razoná. Por favor, tenés que razonar”. La miré sin entender demasiado y me defendí: “Pero si yo hago bien todos los problemas de la escuela”. No había ironía, no había cinismo, simplemente la idea de que “razonar” y “problema” eran sinónimos, puesto que usando indistintamente uno u otro término las maestras de la escuela solían presentar en clase ejercicios matemáticos que no suponían para mí un gran desafío.
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A una cuadra de mi casa alguien está construyendo un edificio. Durante un tiempo las obras avanzaron lentamente, pero dos o tres semanas atrás se paralizaron por completo. En la vereda hay una montaña de arena igual a la que, con sus cantos de sirena, casi me roba la vida en el párrafo anterior. También, sentados alrededor de ella, todas las noches, un grupo de serenos. Supongo que en caso de que los inversores no consigan plata rápidamente para terminar la obra, los serenos van a ocuparla. Cada día avanzan un poco más; al principio se sentaban en unas sillas de plástico blancas y pasaban la noche conversando y tomando alguna cosita. Después trajeron música; dos parlantes potentes que enchufaron a la precaria instalación eléctrica de la obra y que alegran las madrugadas del barrio con música latina. Hace unos días trajeron un sofá de tres plazas y lo acomodaron tranquilamente en la vereda. El mediotanque está al caer, se viene Navidad.
Pero me equivoqué cuando dije que los serenos eran cuatro. Son cinco. Además de los seres humanos hay un impresionante pitbull. No lo tienen atado pero sí, prudentemente, lo tienen con bozal. Cuando alguien pasa por ahí, el pitbull lo sigue con la mirada hasta que abandona el perímetro del edificio. Luego vuelve a su posición inicial.
Los cinco serenos se llevan bien entre sí. Se hacen chistes, conversan. Pero nunca hablan con nadie más, o por lo menos así era hasta hace algunos días, cuando uno de ellos me dirigió la palabra. Yo estaba en la parada y se me acercó por detrás, en silencio. Me preguntó: “A qué hora pasa el bondi”, así, sin signos de interrogación. “¿Cuál bondi?”, le respondí.
Entonces la escena se congela. La cámara encuadra nuestras caras frente a frente, separadas apenas por diez o 15 centímetros, y después se aleja para subir lentamente y abir el plano hasta incluir la arena, la música, el pitbull, las brasas del mediotanque apagándose, los torsos desnudos, una azotea, los brillos de luciérnagas que la decoran, los edificios, las luces de la ciudad, el río, Uruguay, el planeta entero, hasta toparse con las puertas de una galaxia lejana e impenetrable que en la entrada tiene un cartel que dice que soy una buena persona.