Yo al Goyo lo vi en persona, una vez. Apareció en una feria de vaya a saber qué, en una ciudad de Canelones que ahora no recuerdo si era Pando o Las Piedras, acompañado de todo un revuelo de escoltas de milico y de paisano, desparramando sonrisas y ofreciendo la mano a quien quisiera estrechársela, en una de esas rondas de pueblo que se mandan a veces los gobernantes, no importa si llegaron al gobierno por decisión popular o como él, por arrebato. Lo vi venir y me escondí entre unos percheros, simulando que miraba la ropa, y me aterrorizó ver que había gente dispuesta a saludarlo, gente feliz de tocarle la mano a un tipo que salía en la tele, gente que nunca en su vida se había preguntado, probablemente, por qué el presidente era ese viejo de uniforme militar que nadie había votado. O por qué, desde hacía tantos años, no se votaba nada. Tuve miedo de quedar expuesta, de que todos se dieran cuenta de mi maniobra de fuga, así que miré para atrás a ver en qué andaba la cosa, y ahí se complicó todo. Uno de los escoltas me vio y se apresuró a hacerme señas, y cuando quiero ver él ya estaba avanzando, la mano tendida y la sonrisa clavada en la cara. No tuve cómo escapar. Todavía recuerdo la repulsión al tocarle la mano, pero recuerdo sobre todo la cara de nada, los ojos vacíos, la expresión estúpida de esa sonrisa que daba por hecho que nadie, y mucho menos una adolescente raquítica, podría sentir algo menos que orgullo al saludar al presidente.
Mi padre estaba preso. Yo llevaba, a esa altura, varios años de levantarme de madrugada una o dos veces al mes para tomar la Cita y llegar al penal varias horas antes de la visita, a tiempo para que pudieran tenernos un buen rato esperando, de pie, al sol si era verano o al frío si era invierno (si llovía mucho nos dejaban apretujarnos debajo de un techito, a veces), para que pudieran revisarnos con parsimonia, para que no se nos escapara detalle de los carteles pegados en la sala de espera de la visita, en los que se describían las “actividades diarias de la población reclusa”. Y hasta daba envidia, te juro, ver la vida sana y bien organizada de aquella gente que estaba presa pero tenía tiempo para los deportes, la lectura, el trabajo, el descanso y la reflexión.
La visita propiamente dicha era de unos diez minutos (eran 45 en total y teníamos que pasar de a uno, y se perdían minutos preciosos entre que salía el primero y entraba el segundo, encontraba el lugar en el locutorio, se acomodaba en el banco, descolgaba el tubo y, recién entonces, podía empezar a hablar con el hombre que estaba del otro lado del vidrio), pero se le dedicaba la mañana entera, desde antes de que saliera el sol. Y la noche anterior era de armar paquete, lo que incluía rallar jabón (detestable tarea que se nos encargaba a los menores) y fraccionar yerba, azúcar y un jabón en polvo de color celeste en prolijas bolsitas que no podían exceder el kilo de peso. Tener a alguien preso siempre es caro (eso no ha cambiado nada, me temo), y para cumplir con la visita había que faltar a clase o al trabajo. Era una mañana que ocurría en otro tiempo; en otra dimensión. Como las horas en los hospitales, el tiempo en el penal, así como el de viaje de ida y vuelta, quedaban fuera del tiempo cotidiano. Los hijos de los presos vivíamos en otra galaxia, pero esa es otra historia, y es larga, así que no será para ahora.
Lo que quiero decir es que al Goyo lo vi esa vez en persona, pero lo tuve planeando sobre mi vida durante muchos años. Nunca le tuve miedo, aunque vivía en una especie de terror constante, en el suplicio de saber que un preso es siempre un rehén, alguien que está en manos ajenas, y que ellos tenían a miles de rehenes. Pero no era la cara del Goyo lo que me asustaba, ni los montones de milicos armados que poblaron mi infancia y adolescencia. Lo que siempre me dio miedo fue su idea de Patria. Su obtusa superchería nacionalista, su sesquicentenario con escarapelas y Año de la Orientalidad, su culto a las armas y a la guerra. Su fantasía heroica, que no era sino cobardía despiadada y angurrienta.
El Goyo Álvarez se está muriendo. Es cuestión de tiempo. Algunos van a festejar, y yo lo entiendo. Hizo mucho daño, y casi todo ese daño sigue impune aunque él haya ido preso. Lo que quiero decir es que a mí no me alegra ni me apena su muerte. Su muerte es nada. No hay alegría en la muerte, aunque a veces (y no es este el caso) traiga alivio. Así que si ven a alguien festejando sepan que no hay alegría en ese desquite amargo. Hay apenas un vago sentimiento agradecido por poder respirar juntos, por poder ser algo juntos, por latir al mismo compás durante un rato, en honor a todo lo que fue sofocado. Francamente, habría sido mejor, más sano, más honesto, más sensato, haber podido hacer justicia. Haber sabido la verdad; haber desarmado esa máquina siniestra que todavía está activa. El festejo, si hay festejo en algún momento, tiene algo de bajeza. Pero es lo que nos queda.