De vez en cuando voy a un boliche disfrazado de pub con rockola y pool incluidos, que en verdad es un prostíbulo. Me gusta conversar con las prostitutas, tomar una cerveza acodado en la barra, ver el comportamiento de hombres que a veces van en busca de sexo pago; otras, de cervezas heladas, sin contacto con las mujeres, en busca de un pool tras otro, de una cumbia en la rockola, a la que le sigue otra cumbia en la rockola, otra apuesta en las máquinas tragamonedas, compra de estimulantes varios. Pero más que de ellos o además de ellos, la pregunta siempre versa sobre ellas. No es fácil acercarse, crear confianza, más para un tipo que desde el primer día tuvo que aclarar que no iba en busca de sexo sino de cierto sosiego, de algún olvido, fuera de sus circuitos de pertenencia. Y de historias de vida (propósito no declarado). Pero quien tiene calle, tiene calle, y no hay forma de que la callejera en estas lides no te detecte.

Es que resulta extraño que un tipo al que no le interesa pagar por sexo (y mucho menos con mujeres) se sienta a gusto o encuentre en esa atmósfera una tranquilidad no impostada. Será quizá que allí, por esas horas, la vida es lo que es y nada más que eso, y los cuerpos, los relatos, las voces y las miradas de esas mujeres me resultan tan diáfanas como cierta oscuridad que las rodea. No endioso a las putas, pero mucho menos las puedo juzgar. Tampoco mirar con lástima.

Será que desde chico tuve contacto con algunas prostitutas. Mi madre, mujer hasta entonces por más de 20 años de un solo hombre, mi padre, ama de casa y dueña de una hospitalidad barrial que jamás nunca vi, reunía en el living de mi casa, cada tarde, a cuatro vecinas: una empleada doméstica y su hija (ya grande y prostituta de ocasión), otra vecina y sus cuatro hijos, una tercera con dos adolescentes y otra prostituta declarada (de aquellos tiempos en los que iban a Italia y a veces volvían) con sus dos niñas vestidas siempre como princesas, junto a mi hermana, a mi padre y a mí. Era grande aquella sala y, de mate en mate y carcajada en carcajada, la comedia de la tarde (y seguramente más la de la vida) era lo que inconscientemente nos aunaba. Complejo todo: mi madre, que no aceptaba a un hijo gay, era puro mate va y mate viene con las prostitutas del barrio.

Años después, me encontré con la que se había ido a Italia en un departamento de Ciudad Vieja; yo, imberbe política y existencialmente, compartía ahora otros mates con ella y una amiga muy particular que tenía entonces, la Tota Quinteros. Rememoro que recibí de las dos una lección de socialismo o marxismo -no recuerdo bien-, pero otra vez el mate iba y venía entre la prostituta, un emblema de la izquierda uruguaya y yo, alucinado por las historias de esas dos mujeres que competían en coraje y seducción. No lo soñé: ocurrió en un apartamento minúsculo sobre la calle Pérez Castellano. Ésos son mis registros heroicos: saber callar ante la imponencia de la vida.

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Ahora entro al pub-boliche-prostíbulo y una de las mujeres que trabajan la noche (así les siguen diciendo algunas) me distingue de lejos y viene hacia mí con los brazos abiertos: “Hacía tiempo que no se te veía, eh, andás perdido”. “Y... no quiero que me coma la noche”, le digo, y ella asiente con un gesto. A veces jugamos un pool, otras elegimos algún tema medio rockero entre tanta cumbia de rockola, compartimos una cerveza y, por lo general, ella me cuenta sus penas: hoy no hizo ni para el boleto, hace meses que está quieto, quiere cambiar de vida pero no sabe cómo, su hija acaba de tener un bebé y entonces ya es abuela con 40 años. “Hablame, que al gordo ése no lo soporto”, me dice a veces, y otras: “Ay, por Dios, cómo está el guachito ese: me lo comería en dos panes”. Así, sin finas vueltas, como hablan los amigos. Por lo general, cuando está merqueada, me confiesa su amistad, me dice que soy un hombre bueno, se declara mi escudera.

Yo he llegado a preguntarme, culposo y a través de esa postura y teoría que dice que “sin clientes no hay trata”, si mi sola cerveza en ese lugar no abona la cadena prostituyente. Me calmo y me doy el permiso para una segunda cerveza cuando escucho el relato de mi amiga preferida: de ojos avellana, altísima y elegante, de conjugaciones perfectas y dentadura de teclado, preocupada por su hijo, de 15 años, asumido gay hace ya dos. “A mí no me importa que sea gay, e incluso hablamos de formas de cuidarse; lo que me preocupa es que le gustan los hombres grandes. Ahora andaba con uno como de 50 años”. “Es hermoso e inteligente”, repite mientras me enseña una foto (y realmente es hermoso), “pero no es la misma calle la que tiene ese tipo que la de un pibe de 15, por más vivo que se crea”. Por supuesto que su hijo no sabe que ella es prostituta, aunque ella sabe que él lo intuye. ¿Cambiar de trabajo, de vida? “Algunas se regalan por 500 pesos, pero yo no cobro menos de 1.500 por media hora por cliente. ¿Querés que me vaya a trabajar a una zapatería por 8.000 pesos al mes?”.

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En las redes circula un artículo (de Marie De Santis, publicado originalmente en Women's Justice Center) que trata de cómo en los últimos años Suecia ha bajado estrepitosamente los niveles de prostitución mediante leyes y mecanismos sociales que rodean esas leyes. Además de focalizar la pena en el cliente y de entender que la prostituta es la víctima (patriarcado, uso de poder, machismo estructurante), el sistema despliega una batería de respuestas y contención para quien quiera abandonar las boîtes o las calles. Además de capacitar a policías, jueces, operadores sociales, el sistema pone plata. Plata, que de eso también se trata. Finlandia, Escocia y Noruega están estudiando su implementación. Pero se sabe que en Suecia, por ejemplo, existe la educación sexual en el sistema educativo desde los años 50 del siglo pasado.

También hay otras teorías o praxis que defienden la prostitución como trabajo o elección de las mujeres respecto de sus propios cuerpos. Una frase que leí hace unos días, de ésas que están contenidas en una historieta con dos cuadros pero que fueron muy pensadas, puede resumir esta mirada. En el primer cuadro una mujer dice: “¡Pienso que las mujeres deben tener derecho a hacer lo que quieran con sus cuerpos!”. En el segundo cuadro, con cara de ofuscada, la misma mujer: “A no ser que elijan hacerse cirugía plástica, ser ama de casa, tener un trabajo sexista como modelo o stripper, o ser prostituta, o llevar velo, o cualquier otra cosa que yo decida que oprima a las mujeres”.

Pienso ahora en la cantidad de mujeres (biológicas o transexuales, casi siempre pobres pero no siempre) expulsadas a la calle, a vender su cuerpo. Y pienso también en que no sólo las mujeres se prostituyen, también viene creciendo (en departamentos, en las calles) la prostitución masculina. ¿A quiénes les venden el cuerpo esos hombres? A otros hombres, a otras mujeres, a parejas. ¿Ese hombre no es cosificado, o sólo por ser hombre ya es hijo del privilegio de sus genitales?

Recuerdo ahora una entrevista removedora a un prostituto chileno (y otras parecidas a prostitutas de “alta compañía”) que decía que elegía a sus clientes por gusto personal, hombres o mujeres, que con lo que ganaba se pagaba los estudios universitarios y que -quizá lo más interpelante- no estaba dispuesto, como mi amiga que tiene un hijo gay, a ser explotado por el capital, que prefería esa hora diaria de sacrificio que en verdad no le resultaba tal.

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Volvamos al pub. Estoy rodeado de cuatro prostitutas en una noche de esas noches en las que no circula un alma masculina y compradora. Todos apoyados en el mostrador. Reímos, decimos bobadas, competimos al pool, compartimos monedas para la rockola. Una de ellas larga un dictamen de boca abierta, de deseo puro: “¡Qué ganas de cojer que tengo! Pero no por plata. Con un tipo de verdad, que me agarre contra las paredes; ¡que me haga sentir algo!”. Casi un ruego que despierta la carcajada cómplice de los demás, con una respuesta unísona y en coro: “¡Sí, qué ganas de sentir algo!”.