Me seducen esas ideas o sensaciones que, por momentos, en la vida empiezan a girar en torno a uno, esas que en principio se introyectan de forma delicada o sutil y que, de pronto, de convierten en pensamiento casi permanente, sueño u obsesión, sin que podamos señalar el preciso instante en que nos ocuparon, se volvieron perturbación o nos pusieron en otro sitio. Esas sensaciones que no comportan peligro inmediato pero que se transforman en un asunto serio de la existencia, a veces casi místico y sin contacto (al menos aparente) con la más pura realidad social.
Cada cual tendrá las suyas, pero desde hace un tiempo lo mío, lo que podríamos llamar un “cuelgue” propio o un alejarse de alguna forma del mundo, son los rostros. Los ajenos y, por transitiva, el mío.
Hay un pasaje hermoso y fuera de explicaciones materialistas o histórico-sociológicas en el libro Confesiones de un burgués, de Sándor Márai (justo en un libro autobiográfico, lleno de referencias históricas, de interpretaciones sobre el nazismo y el comunismo, sobre la Europa en decadencia luego de la Primera Guerra Mundial, uno de esos libros que a través de un sujeto nos cuenta de su vida y del sistema y la humanidad que lo rodea). Un pasaje, decía, que hace años leí y quizá sea lo que sembró estas letras que ahora se me hacen cuestión insoslayable. Hoy lo busqué para citarlo tal cual, pero en un libro de 472 páginas se me hizo imposible ubicarlo con celeridad; de todos modos, tengo el parafraseo fijo en mi cabeza porque se prendió en mí como una vieja reliquia espiritual: nuestros gestos, pequeños tics -compulsivos o sugerentes-, ciertas poses, miradas, una forma de caminar o de sentarse, las formas móviles de nuestros rostros, nos anteceden. Hasta ahí, lo que dice Márai puede ser una obviedad: los padres o abuelos legan una corporalidad (genética o por imitación, transmitida; me da igual) que todos incorporamos. Pero el escritor va más allá: una gestualidad propia, nuestra, que quizá se salteó un par de generaciones y vuelve luego, desde tumbas tranquilas, por nuestros cuerpos. Una gestualidad ancestral que nos pone en contacto con unas formas de ser (sin caer en biologicismos determinantes), porque un gesto también es una manera de estar o actuar en el mundo, que nos conecta con algo antiguo y con esta nimiedad, a la vez, este vehículo de carne y hueso que se extinguirá y, sin embargo, quizá se perpetúe no sólo en los hijos o los nietos sino por ascendencia y en el transcurso del tiempo, sin que sepamos de su viaje. Esa foto de un tatarabuelo desconocido por completo (cómo imitarlo), con el que de pronto nos identificamos y le miramos el gesto congelado, nuestro, de llevarse un cigarrillo a la boca; ése al que le hacemos una pregunta inquisidora mirándolo fijamente a los ojos de papel aparecidos en la fotografía en blanco y negro (un espejo corrugado), luego de más de un siglo: quiénes somos.
A veces la operación es íntima, y a veces los rostros pueden ser la evidencia única y palpable para un espíritu distraído (u honesto) de que algo del afuera realmente pasó: otra vez Márai en Confesiones de un burgués: “Sin dudas he vivido 'tiempos históricos', pero mis recuerdos de la época 'histórica' de la guerra y de la revolución se resumen en unos cuantos rostros humanos: de aquella época de mi vida sólo soy capaz de evocar las facciones de un jugador profesional de cartas, de un poeta, de una doctora morfinómana... Parece que todos vivimos en dos historias mundiales paralelas, y, en mi opinión, la mía resultaba más importante que la otra, que proyectaba su sombra fatal sobre mí”.
Llevado a ese extremo posible, a la experiencia de un cuerpo, quizás eso que le pasaba a Márai o a su álter ego no sea tan extraordinario: de los (supuestos) grandes momentos históricos que uno ha vivido -o en los que fue arrastrado por fuerzas colectivas en las que creyó- quizás recuerde más un rostro, un rictus o una mirada que el gran acontecimiento de libro. Del primer triunfo del Frente Amplio recuerdo más que nada ojos brillosos, miles de ojos que se cruzaban con los tuyos y no había nada más que decir. Con el segundo, una lluvia despiadada pero poética sobre la rambla, que coronó un trayecto histórico, mandada del cielo. Con el tercero, un trajinar de pies y dos cuerpos sobre el escenario, y sus voces políticamente deserotizadas.
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Volvamos a la vida. O al principio, a ese algo más propio. Somos un país de cercanías, es cierto, y supuestamente “acá nos conocemos todos”, pero en nuestro andar, en el trillar, la experiencia se va recreando, reinventando, y con ella, si corrimos un poco, algunos rostros se olvidan.
Hace unos días fui al pueblo donde pasé mi adolescencia y sucedió lo obvio. “¿Te acordás de mí?”. La mente se esfuerza, busca en sus escondites, trata de atar ese rostro a algo significativo, intenta ser amable con el otro que sí lo recuerda. Pero no hay caso, no aparece la huella. Y viceversa: un hombre amigo de mi padre me da la mano como a otro señor, como a un desconocido, como a un adulto. Cuando mi padre y yo le decimos quién soy, se agarra la cabeza y su mano firme y dura, de hombre de manejar camiones, se transforma en abrazo, beso y diminutivo.
Otros rostros, que ayer fueron de niños para mí y hoy son de adultos, traen tras de sí la sorpresa, el hallazgo: la conversación sobre la vida y sus sentidos. Como conversar 20 años después, y seriamente, con un bebé.
Pero la verdadera perturbación, la pregunta que me ocupa, es ver el rostro envejecido de mi padre. No sé si a los padres les pasará lo mismo, pero a la inversa, con sus hijos pequeños: ver en ellos, más allá de la transmisión de algunos rasgos de carácter (o de todos), la proyección de sus máscaras. Aunque supongo que no es lo mismo, y entiéndase que no estoy pensando en el adentro, en las repeticiones de personalidad, en los aspectos más psicológicos o de diván, sino en las máscaras, en la piel, en ese rostro que nos devuelve la imagen cierta de una finitud un poco más cercana. Por eso pienso que no es lo mismo verse en el rostro del hijo que en el del padre. El hijo, o el nieto, es otra vez la convicción (salvo desgracia) de cierta inmortalidad. El padre y sus ojos, las orejas puntiagudas, la curvatura de la espalda, el rostro idéntico al de uno pero con 25 o 30 años más, cuando uno ya pasó su radical juventud, produce una inquietud que puede volverse espanto.
No hablo de la vida mejor o peor que llevaron nuestros padres o abuelos ni de esa otra verdad consabida: hay gente de 80 años (ojalá envejeciera como algunos amigos: casi en sentido contrario a sus edades) que parece de 20, y viceversa: “Viejo, / mirá mi vida; / soy muy parecido a como fuiste tú”, cantaba un jovencísimo y profundo Neil Young.
Hablo más allá de la felicidad o infelicidad que para ese entonces, el del espejo hecho carne, podamos tener, más allá del espíritu festivo, del buen vivir que podamos conquistar, del sosiego o la sabiduría que quizá traigan los muchos años. Digo de la certeza de nuestros rostros proyectados, de la máscara sanguínea devuelta como evidencia incontestable.
Algo, creo, comienza a suceder como bien lo escribió Dante: “Nell mezzo del cammin di nostra vita”, a los 35 o a los 40, lo mismo da (Y más adelante también, porque los límites se van corriendo).
Hablo de la certeza de la senectud. Directamente, del miedo a envejecer. Y ni hablar cuando aparece el deterioro físico, el cuidado sacrificial del hombre viejo. No el temor a la muerte, sino al rostro que la antecede. De ese hombre que me mira, desde el futuro cercano, con mis ojos, y fuma como yo fumaré, ese hombre viejo que seré y quizá soy yo.