I . El edificio de enfrente es una gran sombra en el paisaje opaco de la ventana. De mañana, seres tenues lo atraviesan por un pasillo que se extiende de punta a punta de cada piso. Son poco más de las 8 am. La semana de fin de año, de fuegos artificiales constantes, imágenes de primates y millones de linternas de papel rojo adornando la ciudad, llegó a su fin. Fueron tantas las explosiones que la ciudad parecía querer volar por el aire. Las sombras caminan rápido, se transportan a través de los vidrios cuadriculados, cubiertos por décadas de hollín, la pintura descascarada del lado de afuera, la visibilidad cada vez menor a medida que el día avanza y el sol se vuelve un globo mustio colgando del cielo. Todavía suenan algunos cohetes en el medio de la manzana. Atrás, los rascacielos ultramodernos de vidrio azulado tintinearon con sus luces antiaviones durante la noche. Las sombras no se interceptan, coordinadas, una por vez, una por piso, una igual a otra. Flotando, toman el ascensor que las llevará a los -10 grados con que la calle congela las manos, los ríos y los escupitajos estrellados contra el asfalto. Las sombras desaparecen de mi ventana de hotel, cápsula calefaccionada, y se transportan al zumbido allá abajo. No volverán hasta después de las 6, cuando, como apariciones, pasen de nuevo a poblar esa mole de 40 pisos, y el edificio crezca en su oscuridad, recortado contra el brillo de una de las ciudades más grandes del mundo. Mientras tanto, en el medio de la manzana, el día sigue su curso. La vida en los callejones que se interceptan, la basura, el humo de los puestos de comida y una bicicleta rosada dando vueltas en redondo revelan la cotidianidad del conjunto.
II . Es un canto parecido a un murmullo, que se confunde con el motor de los ómnibus, los mercedes y los beemes que nos pasan por al lado, y hace de fondo al ruido intermitente de la bocina con que el conductor de este tuc tuc avisa que por ahí vamos, oscilando entre la vía para bicicletas y el carril principal de la autopista. El ritmo del ir y venir entre una vía y otra es el del último semáforo. Moto con toldo de plástico y paredes de espuma plast, estratégicamente ideadas para proteger del frío. Sorprende la profundidad del invierno, dispuesto a aniquilarnos. Atravesamos la ciudad, sin luces, sin casco, trancados desde afuera por el mismo conductor que sigue cantando, despacio, esa melodía desganada, ese murmullo demasiado tímido para una metrópoli que bien podría devorarnos de un tarascón. En la oscuridad, las luces confunden la cantidad de esmog que nos sobrevuela estos días, semanas que no conocen la luz plena. Lejos quedaron el Atlántico azul y los cielos hondos. El conductor tiene puesta una máscara, que traga más y más su canción, esa máscara que tendré que llevar muy pronto, cuando me dé por vencida frente al aire venenoso que nos rodea. Dicen que en diciembre se hizo irrespirable, y se instaló en las categorías de toxicidad que imaginaban imposibles de alcanzar. Las fotos de la plaza Tiananmen, con la imagen omnipresente de Mao al fondo, mostraban la visibilidad de pocos metros. El partido prometió tomar medidas. La calidad del aire ha mejorado un poco, pero es probable que tenga que ver con el viento glacial que empuja la contaminación en otras direcciones. Un escritor triste con este lugar donde le tocó vivir dice que lo más difícil es lograr que su hijo no se saque la máscara cuando va a la escuela, cuando él no está ahí para recordarle la necesidad de poner una barrera entre las narinas diminutas y el mundo alrededor. Escuché con el alivio de saberme pasajera en la capital del norte. Ahora de noche, todo parece más amable, un poco menos real, si se quiere. La moto aún no llegó a destino y, osada, atraviesa una rotonda en diagonal, con los autos de lujo, como dragones al acecho, respirándonos cada vez más cerca. Aire pequinés.
III. La multitud se comprime para entrar al metro, para conseguir un espacio en el vagón. Un ajuste que minimice la probabilidad de que me pisoteen o me aplasten. Seguir la corriente de cuerpos que tienen olor fuerte, a ajo, a salsa de soja, y volverse parte de ese río que no descansa. Dejarse llevar en el empujón, sutil forma de pedir permiso. Lo imperturbable de la masa, esa masa de más de un billón de seres, con demasiados hijos únicos. Como un hilo suelto en un estampado, a veces aparece una familia joven que excede los tres seres humanos. Tal vez pagaron la multa por desafiar al experimento reproductivo, o se ampararon en las excepciones que flexibilizaban la máxima de un niño por familia. Cuatro patas negras huesudas y con uñas largas se asoman desde una bolsa de supermercado. La señora advierte mi mirada sobre el botín y explica con señas que es para comer. ¿Para sopa?, pregunto haciendo el movimiento de una cuchara. No, para roer, comer la fibra, gesticula ella y por un segundo es como si de veras estuviéramos hablando. Su hijo despega la atención del celular y me mira fijo a los ojos, los únicos ojos redondos en un vagón de ojos finos, sutiles, atravesando caras amplias. Este año, termina la ley que desde 1979 garantizó la exclusividad del cuidado a un solo vástago. Por la televisión, algunos padres reconocen no tener medios para pensar en un segundo niño. Los médicos se preocupan por las madres añosas. Reproducción. Refugio. Alimento. Control. Caminar con la masa rumbo a la salida de la estación, emerger en la superficie, donde abundan los puestos de comida. Elegir el que tiene fotos de los platos que sirve. Apuntar. Sonreír como única estrategia. Maniobrar con los palitos. Hacer ruido al sorber agua y tallarines, todo junto, y observar los trozos insignificantes de proteína animal flotando en la sopa, ese líquido que junto al calor que sale de un aire acondicionado enclenque, conforta el alma. El viento sopla del norte. Las bolsas de nailon se enganchan en los gajos de los árboles sin hojas, hechas jirones, cubiertas por esa capa gris y fina que envuelve la ciudad entera. Lluvia gris sobre las motos, las bicicletas, los vidrios, todos los vidrios.