Seguro lo va a ubicar: como quien viene de Cerro Ñato, doblando antes del monte de ombúes que da al potrerito chico del andaluz, va a ver una loma grande y, ahí nomás, el entronque con la salida a la 66. Ahí cerquita va a ver un cartel de Bilz Sinalco medio despintado. “Es ahí nomás”, me dice este gaucho curtido por el sol, al que se le rompió la zanellita y precisa cuatro pilas medianas. “Pídaselas al Chivo Romero y dígale que me las anote, que en cuanto me arreglen la pinga voy por ahí a arreglar cuentas”. Mi gaucho está ahí, con su enorme radio a transistores, esperando ese flash de cada año, esa ventolina de unos minutitos, cuando pasa el sincronizado pelotón, todo uva como vinos Enriqueta, rumbeando pa’ la ciudad. Mientras la cantora le regala más compases de los que creó aquel gringo que ni él ni yo imaginábamos que hubiese existido y que seguramente debe de haber legado a sus descendientes cuantiosos giros de AGADU, los escapados del pelotón ya se dieron por vencidos de tanto tirar, poniéndole el pecho al viento en la cara. Y ya aquel “¡top!” que gritó clarito el de la moto, que relató el premio sprinter frente al bolichón que pomposamente la posmodernidad de bloque y terrón rebautizó como minimercado El Chivo.

Definitivamente, la Vuelta Ciclista del Uruguay es parte del imaginario popular de la sociedad uruguaya. No hay, no puede haber alguien que alguna vez no haya tarareado por lo menos la melodía que en 1930 grabó Rudy Vallee, uno de los primeros cantantes amplificados por micrófono, que alcanzó temprana fama. Mientras el tango de los hermanos Canaro, “La brisa”, ya llevaba unos años con su música -felizmente adornada por un título tras otro con la letra de Omar Odriozola, convertida en “Uruguayos campeones”-, Vallee componía “Betty Co. Ed.”, tema que 19 años después se transformaría, sin que el estadounidense siquiera llegara a imaginárselo, en el principal vínculo sonoro y simbólico existente en Uruguay con cualquier cosa que se asocie con una bicicleta o una carrera de bicicletas, al grabarse en aquella Radio Sport, casi la madre de la Vuelta.

Desde un extremo al otro de la patria

Seguramente sea ínfimo el porcentaje de uruguayos que se dedican al ciclismo, pero inmenso el de las personas que tenemos nuestro documento de identidad expedido por la Dirección Nacional de Identificación Civil y que sumamos, sin solución de continuidad, en cada una de nuestras semanas de Turismo, una tarareada, una chifladita de la canción de la Vuelta. Deben ser contadas las personas que alguna vez no se hayan arrimado a la ruta, a la calle, a ver pasar el pelotón multicolor; a intuir, que no ver, una llegada en la plaza del pueblo, en el Velódromo, en 18 de Julio.

¿Conocen a alguien que no identifique la cadencia brutal y desarticulada del relato ciclístico? ¿Alguien que no haya embalado su Ondina, la chiva más divina, articulando con su propia voz algunos compases de la canción de Rudy Vallee con un relato tipo Coppola o Zacara, o, en aquellos tiempos, del mismísimo Gallego Regueiro?

No, no y no. La Vuelta, la canción de la Vuelta, es una marca de agua en el imaginario popular uruguayo, y aunque, sin exagerar, 350 días por año podamos ignorarla olímpicamente, en cada Semana de Turismo la malla oro se nos adhiere al pecho y ahí estamos aplaudiendo a rabiar ese “¡fssss!” -onomatopeya del paso del pelotón-, esa emoción de un segundo que queda para siempre.

Oro y no espejitos

Para mí, que nunca en mi puta vida corrí una carrera de verdad, más allá de la de la vuelta a la manzana que nunca podía ganar contra la Liggie del Luis, o la que hacía Primo Zucotti que tenía el Isidoro, la malla oro viene en el ranking de camisetas ansiadas y sagradas, después de la celeste y la de la selección del pueblo.

La malla oro produce una fascinación alimentada por el relato épico de los de la radio, que nos trasladan el sufrimiento del ciclista. Fue justamente sobre el sufrimiento y el éxito que me paré en los pedales, con una idea redonda que hace diez años, justo en el inicio de la diaria, me había dejado precisamente Néstor Pías, ganador de la Vuelta, diez años después (ayer), en una exquisita entrevista de Ignacio Pardo. Hoy ese amarillento papel de diario de una década atrás no puede llegar a explicarme aún el placer del sufrimiento, pero me hace pensar.

Preguntaba Pardo:

-¿Cómo le contás a alguien que está por fuera cómo es la pasión por el ciclismo? ¿Cuál es el atractivo principal que te hace entrenar tantas horas para correr?

-Es difícil explicarlo con palabras. Uno empieza a correr y piensa: ¿cómo le gusta tanto a uno subirse a la bicicleta? Se pasa mucho tiempo arriba de la bicicleta. Y es sufrimiento. Es sufrimiento en serio. No es que… [piensa] uno sufre de verdad, y a veces venís mal y tratás de aguantar la rueda, aguantar la rueda, aguantar la rueda… Cuando venís adelante, sufrís para mantener la diferencia. Y más sufren los de atrás. ¡Ahí está! Esa es la cosa que lo hace atractivo: el sufrimiento del ciclista. Del primero hasta el último. Esos que llegan a media hora, una hora. Es difícil venir atrás y mantener la motivación: “Tengo que llegar, tengo que llegar”. Ellos merecen los lauros tanto como nosotros.

-Alguna tentación de aflojar algún día tenés que tener… de no salir a entrenar o, simplemente, aflojar un poco. ¿Cómo la manejás?

-Me programo. Hay que tener programado cada día: tal día, tal cosa. Trato de mantener la línea y no pensar. Claro, si llueve no salgo, porque arriesgo enfermarme. Pero con frío, viento, lo que sea, siempre que no caiga mucha agua, salgo, por más cansado que esté.

Y entonces vos lo ves ahí, diez años después, levantando sus brazos, apretándose la malla oro y gozando, aunque quizá mañana empiece otra vez a sufrir. Pero, además, te da una cosa de empatía, de querer su triunfo como el de cada uno de ellos, los que se fajan con la chiva, soñando con aquel embalaje.

¿Qué es el ciclismo?

¿Acaso somos unos advenedizos imperecederos del ciclismo, aun sabiendo que desde la primera hora hemos ido a la llegada de la Vuelta, la de las Rutas, la de las Mil Millas Orientales o la que sea y merezca a un periodista cantando la llegada y otro en estudios recibiendo un top, aplaudiendo y casi empujando al que le quiere escapar al camión de los rezagados? Hay cosas que parece que uno no puede explicar si no ha chupado rueda, si no ha sufrido una rodada en el pelotón, si nunca ha cazado el morral en la zona de abastecimiento. Entonces le pedí a Mintxo que me explicara, que me escribiera qué es el ciclismo, y me regaló esto:

“El finadito tío Checho vivía como cualquier ciudadano, pero hacía vida de ciclista. Como todo anormal de la bicicleta, salía cuando el tiempo de laburo se lo permitía: o a las seis de la matina, o al rayo del mediodía. Era así siempre, en las cuatro estaciones de Vivaldi. Salvo que lloviera, obvio, pero si el agua lo agarraba en el camino... dale pedal a la vida, querido.

Lo hacía como todo el que soñó ser deportista pero se tuvo que dedicar a la vida: se empilchaba (tenía varias mallas naranjas del Euskaltel Euskadi y una Banesto de Migual Indurain, entre otras), tenía todos los chiches en la bicicleta y, en el último tiempo, casco (antes llevaba el gorrito de ciclista).

No lo tengo muy claro, pero debe ser consecuencia de la soledad: si se sale solo a la ruta, siempre se busca a otro para ponerse a rueda, pedalear, hablar de la vida, reírse, escupir. Y si se arma pelotón, mejor.

Me contaron que Checho se inició en el ciclismo porque su padre, el Vasco Hernangil, lo llevaba de la manito al Club Ciclista Atenas, cantina en la que el buen hombre iba a pasar el tiempo. Era la época del gran Vasco Etchebarne, una bestia.

Lo que se hereda no se roba. En mi caso, me pasé la vida jugando al básquetbol mediocremente, porque para el fútbol, deporte en el que decían que me destacaba, no me gustaba entrenar. En realidad, me gustaba hasta que un milico con pretensiones de profesor de educación física nos preparaba como para la guerra y me bajé. Mi padre o mi tío, con la radio en la mano o en el bolsillo de la camisa y termo y mate abajo del brazo, es una foto recurrente. Los veo así. A las domingueras no faltábamos nunca; a las llegadas de Rutas y la Vuelta, menos que menos. La Vuelta al Pueblo era increíble (creo que se sigue haciendo).

Pero nunca le di a la bicicleta. Siempre era con la pelotita. Hasta que de grande, luego de venir de España, me entusiasmé. Me compré la bici que tengo y comencé, sin pretensiones. Y me encantó, loco, me encantó para siempre. Todo: el entrenamiento; la preparación mental para llegar al kilómetro 10; lo increíble de dar la vuelta en el medio de la ruta y decir: ‘¡Pah! Ahora te quiero ver volver, mi querido’; el paseo; la salida con la novia; reconocer que esa bici es el único medio de transporte que te representa; moverse por la ciudad; recorrer caminos vecinales, de curioso, nomás.

El primero, el único que lo entendió, fue el Checho. Me da por pensar que se sentía orgulloso, pero somos vascos de pocas demostraciones. Nunca me lo dijo, pero un día me regaló un casco y sentí que me protegía. Otro día me regaló una calza y una malla, porque hay que cuidar la imagen. También me dio, sin que se lo pidiera, una cámara para guardar abajo del asiento, para que siempre volviera. Y quiso un día regalarme la computadorita de arriba del manillar. Me gusta creer que fue para que enderece el camino cuando me siento perdido.

Eso, para mí, es el ciclismo”.

Yo seguiré sufriendo para que no me agarre el camión de los rezagados, pero gozando íntimamente por llegar a sentir la malla oro.