Somos una generación criada por nuestros abuelos y tendremos hijos que serán una generación criada por una gran guardería: el Sistema Nacional Integrado de Cuidados. Allí, esos niños convivirán con sus abuelos, pues nacerán cuando arañemos la cuarentena y, por lo tanto, nuestros padres serán viejos y no podrán cuidar a alguien más o a sí mismos. Hijos y abuelos, niños y viejos, compartirán el tiempo y el espacio, aprenderán a crecer y a morir juntos y establecerán un lazo fraternal inédito en la historia de la humanidad. Y nosotros, minga, afuera.
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Tengo 31 años y los últimos diez coinciden con la vida de la diaria. Desde entonces le sigo la agenda y no exagero si digo que mi sentido común ha sido forjado por las mismas páginas en las que ahora estoy escribiendo. Por eso, hace poco conocí y comencé a leer la obra de Michel Houllebecq, un tipo varias veces reseñado en la sección Cultura. Por si no lo sacan, es un francés con cara de degenerado que está obsesionado con los estertores finales de la civilización occidental y cristiana. Primero leí Sumisión, novela menor -perdón, siempre quise usar esa frase- que básicamente sostiene que el islam se va a comer a Occidente de pesado, a lo Peñarol, porque está hecho de gente que cree en lo que proclama y no por tibios pequeñoburgueses que dedican la vida al viru viru y a mirar porno por internet.
Afortunadamente estaba en Buenos Aires cuando compré esa novela, y un reflejo adquirido en otro tiempo me hizo creer que la literatura allí era más barata que en Uruguay, por lo que aproveché y me surtí de varios libros más a los que les tenía ganas. Entre ellos, Las partículas elementales, del mismo degenerado. Y me gustó mucho más. Lo escribió en 1998, cuando la clonación estaba de moda, y cuenta la historia de dos medio hermanos abandonados por una madre burguesa de moral liviana, que deambulan por la vida durante la segunda mitad del siglo XX y cuyo periplo sirve a uno de ellos -un biólogo superdotado y carente de facultades afectivas- como excusa y contraejemlo para sentar las bases teóricas del diseño transgénico de un nuevo género humano, que se reproducirá por clonación y que superará la primitiva etapa -la actual, la nuestra- en la que los seres humanos destruyen todo lo que tocan porque sufren dos males de los que no son conscientes: cogen y se enamoran.
El libro me pareció un buen espejo para mirar las condiciones de la paternidad en las clases medias uruguayas. Yo no tengo hijos -quiero tener, algún día-, pero mis coetáneos han empezado a tenerlos y he notado que el panorama general de sus vidas se parece bastante al de algunos animales. Por ejemplo, al del guepardo, según aprendí en una forma por demás didácticta gracias a un documental de NatGeo que vi hace unos días. Esta felina -aquí el genérico masculino no cuenta; estamos hablando de un bicha que se manejaba sola, pues en su especie los machos tienen un hábito que la civilización, entre nosotros, ha mitigado: la ponen y se vuelan- se enfrentaba día a día a un dilema imposible de resolver. O se quedaba junto a sus cachorros todo el día, brindándoles protección, o los abandonaba y recorría varios kilómetros en busca de alimento. La primera opción implicaba la posibilidad cierta de que sus hijos murieran de hambre, la segunda, asesinados por hienas, leones o algún otro depredador.
¿Qué hacen las clases medias con sus hijos? ¿Los cuidan, los aman, renuncian al sobreempleo y aprenden a vivir dejando de lado una serie de gustos adquiridos e imposiciones sociales que marcan la diferencia entre la media-alta y la media-baja (la casa afuera, la comida afuera, la educación privada)? ¿O esconden al cachorro en la guardería y se transforman en máquinas productivas hasta alcanzar el nivel de ingresos que garantiza todo lo anterior?
La decisión no es fácil, sobre todo teniendo en cuenta que, para que exista la posibilidad de tomar una decisión, primero tiene que existir el dilema, y ese dilema no es tal cuando el pensamiento único proclama que vivimos en un mundo hipercompetitivo y que nuestros niños no tendrán oportunidades -laborales, primero, pero de cualquier otro tipo después- si no les aseguramos, por ejemplo, la educación más cara que nuestra fuerza de trabajo pueda proveerles.
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Entonces, ¿para qué tener hijos? ¿Para dedicar la vida a garantizar que ellos, cuando crezcan, tengan las condiciones necesarias para integrar el mercado de trabajo y, de esa forma, puedan dedicar la vida a que sus hijos, cuando crezcan, también tengan las condiciones necesarias para integrar el mercado de trabajo, y así sucesivamente hasta el infinito?
Hay en la vuelta demasiada gente joven limada por esa vida, que hace de las metáforas bélicas la forma más precisa de dar sentido a lo cotidiano. “Tengo que encarar muchos frentes”, o “Hay que lucharla”, son las respuestas del amigo que te mira con los ojos hundidos cuando le preguntás “qué te pasa” mientras un par de niños hiperactivos corren alrededor de la casa hasta que se parten la sabiola contra el filo de una mesa.
En estas condiciones, y en un ambiente cultural que no censura la búsqueda del placer y el confort individual, sino que, por el contrario, lo estimula, lo extraño no es que los uruguayos tengan pocos hijos, sino que, a pesar de todo, tengan algunos.
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Hace poco escuché a una jerarca del Ministerio de Desarrollo Social decir que el embarazo precoz, en condiciones de extrema pobreza, obedece a la búsqueda de algún elemento constitutivo de la identidad -ser alguien a través de ser madre- y de algo que sea propio -un hijo- en un mundo en que no se tiene nada. Explicación plausible o psicología de barrio, no lo sé. Ahora bien, puesto que estoy hablando de lo que me toca, es decir, de esa clase media cuyos ingresos contados por núcleo familiar orbitan los 48.000 pesos, que se endeuda para hacerlos rendir y se desloma para que crezcan, y cuya identidad se forja en torno al acceso al consumo y al proyecto laboral, ¿qué secreto designio la impulsa a reproducirse, a pesar de saber que ello indefectiblemente trancará todo lo otro? ¿Cómo funciona ese designio cuando la vieja máxima moral que dice que vida es algo que se proyecta en nuestros hijos ha cedido tanto terreno frente a la idea de que la vida soy yo, sólo yo y ahora?
Lógicas residuales, conductas que se arrastran, muriendo aunque no lo sepan.
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A esta altura ya es bastante evidente que para la reproducción del capital resulta más económico tercerizar la crianza de los niños que restarle al mercado de trabajo la fuerza de uno o sus dos progenitores. La paternidad y la maternidad correrán igual suerte en el futuro, y nuestros nietos serán parte de una especie más calma, sin padres y sin traumas, que se incubará como huevos de gallina.
Sin embargo, yo quiero tener hijos. ¿Por qué? Pues no tengo la menor idea. Recién escribí -y luego borré- que mi subjetividad no tiene más de diez años y que antes de eso mi conducta era igual a la del animal de manada. Que en un momento, en torno a los 20 años, comencé a cuestionarme las cosas que hacía y que, dentro de ciertos límites, empecé a tomar decisiones. Sin embargo, heme aquí, pensando en voz alta un argumento que legitime mi deseo de ser, algún día, padre, cuando mi experiencia de vida y mi exploración racional del problema me aseguran que es una pésima idea.
Tal vez sólo quiera terminar este texto con un mensaje optimista, o tal vez sea como dice una amiga que -por todo lo antedicho- suele llegar a fin de año con picos de estrés atemorizantes: el drama de la vida cotidiana se mitiga cuando se cuenta, pero lo bello es intransferible.