Llegó marzo y esa aseveración por sí misma no dice nada, es de una falta de imaginación absoluta y tremenda que no merece el comienzo de un texto. Pero estos días de marzo llegaron con el alivio del otoño y la promesa del invierno. A algunos nos emocionan los meses o los días, ese nomenclátor que contiene atmósferas: marzo, jueves, otoño. Ése sería el nombre de una novela que transite estos días, los que estamos viviendo: Marzo, jueves, otoño.

Pero una novela que se desprendiese de la vida noticiosa de este domingo a domingo y, a su vez, estuviese atada a la vida con toda la fiereza y la ternura que le fuesen posibles al autor.

Yo escribiría malestar, por ejemplo. Y rabia, desilusión, hastío.

Escribiría, como metáfora, sobre la incordura empastillada o llena de whisky y bares conocidos, o whisky y que debemos curarnos del alcohol porque nos hace mal y afecta a nuestro sistema sensorial, las relaciones familiares y sociales, el costo del sistema de salud y toda esa mampostería discursiva que produce leyes represoras o mentiras más grandes que Uruguay (y eso que es minúsculo), porque la verdadera enfermedad la tenemos en el alma colectiva, que no sabe cómo curarse de tragos baratos e infinitos (que los bebe como si de agua se tratara, podrida y todo), esa enfermedad que ocultamos a fuerza de palabra y paisito, esa confianza ciega o más bien muda o más bien callada por su propio destino, hombres y mujeres que a pasos agigantados perdimos pero nos hacemos de otro planeta.

Escribiría sobre esta desilusión política que nos está masticando los talones pero que disimulamos con zapatos comprados a cuotas y palabras del nuevo milenio: proactividad, emprendedurismo, “proyectual”, si es que existe esta palabra, aunque es sólo cuestión de nombrarla y que a alguien le cuaje para que forme parte de la jerga del nuevo existir.

De eso escribiría, de estar en permanente proyecto, no de uno mismo, sino de un país que no sabemos a dónde va (quizá él mismo, esa entelequia, nunca lo supo o quizá lo sepa, quizá todos lo sepamos y nos hacemos los bobos) y, sin embargo, en los últimos años, se ha vendido o concebido como un país con destino y rumbo.

Pensándolo bien, esas líneas no podrían pertenecer a ninguna novela, sino más bien a un esbozo de desencanto político, ése que no podemos nombrar y está todo el tiempo rondándonos, igual que esos traumas viejos y fundacionales, como si de la violación del padre o de la madre se tratara, para ser extremos, y que ocultamos en la última corteza del cerebro.

Sé que todo esto es de un hondo y pesado pesimismo, y que muchos ya abandonaron la lectura en el primer o segundo párrafo, pero, más allá de eso, trato de decir (“yo / yo / yo / qué es esto”, ese extracto de Idea), y lo digo honestamente y con el dolor de esta exposición, de agobiar con un “qué tipo más bajón”, de ser el aguafiestas eterno, de que me tomen por el maldito perfectamente impostado, que le escribe a cierta tribuna, lo digo, quería decir, porque escucho voces (y no en los sueños o en un delirio psicótico) que me dicen o susurran que no pueden más o no quieren más.

Voces en el almacén, de amigos, en el bar, y voces que no hablan más que a través de los ojos (y cómo hablan, con qué certeza dicen esas pupilas), porque todo ha sido dicho, porque el silencio también es poderoso o para qué. Ese sujetar la lengua o esa esperanza solapada que hay que mantener porque si no qué; la mierda en bruto, la asunción del presente, ningún futuro. Pero no se trata de eso ni tampoco de refugiarse en las pequeñas alegrías o fisuras del sistema, en buscar la famosa planta que crece en el cemento. No, es sólo decir la mentira en que vivimos. Con esta virulencia o con calma zen.

Digámoslo al revés, entonces, a lo zen. Cualquiera sabe que Uruguay por sí solo no va a cambiar el sistema ni ninguna regla del poderío mundial. Básico bla. Pero ¿no se podía un poco más? ¿No se puede un poco más? La pregunta sobre el pasado refiere al impulso; la que versa sobre el presente, al freno. Las dos, a una sensación que algunos tenemos y que queremos que sea escuchada, ni siquiera atendida. Y ninguna de las dos: queremos decirla, quizá sea todo. Permanecer en el pasado, ya sabemos, nos vuelve nostálgicos o nos paraliza. El futuro, gran lugar común pero cierto, no existe. Tenemos el presente. Entonces, ¿qué pasa hoy?

¿Qué le sucede a esa fuerza política en la que alguna vez depositamos casi todo (quizá ahí el error) que anda inerte, drogada de sí misma? Y qué le pasa, fundamentalmente, a toda esa camada joven que ocupa cargos y sillones y que dijeron que venían, con algún eros, a regar el campo infértil de los anquilosados, los sujetados al poder. Ya sabemos, también, de nuestra gerontocracia biológica y de símbolos de tomar, pero qué pasa con los jóvenes de ir hacia adelante y estar en este tiempo, las magnolias en medio del cemento, los que ahora no hacen comunión con el mármol, los que vamos que podemos y todos los de las nuevas generaciones a los que apenas se les han visto algunos dedos levantados. Qué pasa más allá de la marihuana, el aborto, las sexualidades disidentes.

¿Por qué han desaparecido palabras clave, las passwords (para hablar en términos perfectamente aggiornados), como “clase”, “pobreza”, “cante”, “lumpenización”, “salario”, “caídos”, “vivienda”? ¿Quién los está callando? ¿O ese lenguaje ya fue?

Es raro, sí, porque precisamente esos términos son los de la vieja izquierda, los que veían (y ven) en toda la nueva agenda de derechos (marihuana, aborto, sexualidades) la entrega a paradigmas que, en definitiva, no afectan la estructura, que demuestran una derrota. Pero parece que ese saber popular que dice de “viejos chochos” al final muchas veces se cumple: los de siempre ya no hablan ni de una cosa ni de la otra. Parecen habitar el limbo, estar demasiado mareados, alimentando una endogamia que a miles de carne y huesos aleja o poco les importa.

Seamos sensatos: 40 años o más alrededor de las estructuras de poder, alrededor del Uruguay soñado y proyectado, tiene que llevar inevitablemente a la repetición o al vacío. Pero dos años, nuevos muchachos, es muy poco para anquilosarse, para no romper algún orden (algunas órdenes).

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Volvamos al título de la novela o de la película (también puede ser cine): Marzo, jueves, otoño.

Hoy, que ya casi es otoño, seguro marzo y además jueves. ¿No es hoy que deberíamos decir no y además otra cosa? Mañana quién sabe. Hoy la potencia de una acción o un viento rabioso o zen que nos haga ponernos otras ropas.

Lo que quiero decir es más claro que el título de esa hermosa película de Kim Ki-duk, Primavera, verano, otoño, invierno y otra vez primavera. Eso, que las estaciones se suceden (aunque la película hable esencialmente de las vidas propias, casi sin sistema), y que todo el ciclo vuelve a comenzar. Siempre. Pero también de una de sus exquisitas metáforas: los viejos sabios nos pueden enseñar a cargar las piedras del pasado (para saber de sacrificios y empeños), pero en algún momento ese monolito, la culpa, sea lo que sea que carguemos en las espaldas, eso propio o ajeno (y aquí extiendo la metáfora de la película para mi conveniencia, claro), puede desprenderse del lomo, del azote gigantesco del ayer. Y el viejo sabio, que acompañe. Y el joven aprendiz, tallando a mano limpia y a cuchillo, sobre una barca de madera y que es casa suspendida en el agua, su redención y su presente.

Siempre fue así: hubo mayos, octubres; todos los meses y las estaciones por escribir.

Pero acá no sé, pasamos (pasaron, que uno puede desprenderse de la piedra) de querer escribir la historia, por años y años, y diciéndolo a boca de jarro, a no querer escribir ni un renglón en una vieja hoja Tabaré.

Está bien que en lo político ya no seamos (en el discurso) tan de película japonesa, en la que siempre se juega el honor, la vida, todo el coraje, los absolutos, que no seamos tan orientales la patria o la tumba. Es mucho más digno que los discursos y la realidad se acerquen, que no se regodee el primero en una pomposidad llena de miel y futuro mientras la realidad camina más coja que nunca. Es que de pronto nos parecemos a una de esas películas sin historia, o apenas a una foto desenfocada. A algo sin fuerza, desgastado por el tiempo. Pero ¡siga, diga whisky, sonría!