Sin ánimo de ofender a quienes así lo experimentan realmente, debo confesarles que soy una mujer habitante del cuerpo de un hombre. Nunca me planteé operarme, entre otras razones, porque soy una mujer muy lesbiana y disfruto de la actividad sexual con otras mujeres tal y como sucede de acuerdo con mi conformación biólogica. Pero reconozco a la mujer que hay en mí. Y la reconozco incluso contra el cincelado genérico operado sobre mi cuerpo por la sociedad patriarcal y heteronormativa, que hizo de él un varón hecho y derecho, un tipo que, como corresponde, carece de motricidad fina para las manualidades, tranca fuerte cuando juega al fútbol y expresa sus emociones con gran torpeza.

En fin, tal vez esto sea una exageración, o un simple recurso literario para convencerlo de acompañarme hasta aquí, señor lector. Sin embargo, ¿ha imaginado usted, señor varón -sí, ahora le hablo al macho de pura cepa, al propio macho; el resto, igual, puede seguir leyendo-, lo difícil que debe de haber sido pasar siglos atento a desarrollar las tácticas de supervivencia destinadas a evitar que uno o varios seres más grandes y fuertes que usted -y con los cuales está obligado a cohabitar- no lo humillen, golpeen o se lo cojan contra su voluntad? Si lo ha hecho, supongo, habrá comprendido por qué las mujeres son más inteligenes que usted.

Juguemos al antropólogo y digamos que es una sencilla cuestión de adaptabilidad. Cuando alguien debe sobrevivir en un contexto hostil, agudiza su ingenio hasta extremos que son inimaginables para quien habita cómodamente el mismo espacio. Por lo tanto, produce un mayor volumen de actividad cerebral y se transforma, entonces, en una entidad biológica superior. Eso les pasó a las mujeres.

Por supuesto, esta condición se ha transferido de madres a hijas desde tiempos inmemoriales. No sólo mediante la educación moral -ese complejo compendio de tácticas de supervivencia que define las leyes y sugiere las trampas-, sino también por medio de la pura y dura información genética, que no es otra cosa que generaciones y generaciones de conductas sedimentadas.

Este plus intelectual derivó, naturalmente, en la construcción de un organismo superior: el llamado -que yo sepa, sólo por mí- Cuartel General Femenino. Este organismo se encuentra, de unas décadas a este parte, en medio de un gran dilema, el de saber si existen o no las condiciones para dar el salto definitivo al poder. El razonamento de las jacobinas que plantearon el problema fue el siguiente: “Compañeras, conquistamos pacientemente y en silencio, durante siglos, un lugar clave en la estructura familiar, al encargarnos del cuidado de los niños y asegurar, de esa forma, la reproducción del sistema familiar; luego, ocupamos los mismos lugares de trabajo que los varones y, con ello, abandonamos las cuatro paredes del hogar, conocimos la experiencia de nuestras semejantes y tejimos redes que nos permitieron incidir en los asuntos públicos; más adelante, integramos a las reinvidicaciones de género otras dimensiones problemáticas de lo social, como la raza, la clase o la orientación sexual, complejizando nuestra plataforma en la medida en que enriquecimos nuestra visión del mundo; y, finalmente, definimos nuestra individualidad de forma tal que legitimamos el derecho a insultar soezmente a cualquier ser humano que -como el que está escribiendo esto- ose hablar de las ‘mujeres’ como si fuésemos una masa informe e indéntica a sí misma, como si fuéramos perros. El varón tambalea, hay que apretarlo y noquearlo”. Ante esto, las girondinas contestaron: “No hay que forzar la piola porque se rompe, chicas, no se regalen, que bastante bien nos ha ido escamoteándoles el poder de canuto y haciéndoles creer que lo mantendrán hasta el fin de los siglos”. El dilema no se resuelve.

Pero el Cuartel General Femenino sabe distinguir lo accesorio de lo importante. Como dicen algunos militantes frenteamplistas cada vez que la interna se va de mambo y amenaza con suprimir la discusión sobre los objetivos por la posible desaparición de los medios, “lo importante es la herramienta”, y las mujeres la mantienen como el buen obrero cuida el fretacho que le provee de alimento. Y esa herramienta es -permítaseme la licencia burguesa y conservadora- la amistad, una densa red hecha de pequeños nódulos que une a todas las mujeres, ya se definan como feministas, como femeninas o como nada.

Los varones nunca necesitaron un vínculo de género para protegerse mutuamente de una amenaza externa. Las mujeres, sí. Por eso desarrollaron espontáneamente unos lazos de solidaridad mucho más firmes que los masculinos, y por eso su artefacto “amistad” es mucho más complejo y desarrollado.

Exploremos este asunto mediante uno de sus aspectos más evidentes: el intercambio de información y experiencias. Los grupos de amigas son verdaderos centros de aprendizaje. Tal vez esto se deba a que las mujeres estuvieron mucho tiempo alejadas de los espacios educativos y laborales. El sueño del hombre ilustrado, aquel que conocería los secretos más íntimos del mundo por medio de la razón y la experiencia, fue justamente eso, sueño del hombre, mientras que las mujeres debieron acceder a ese conocimiento por medio de un discreto trabajo de inteligencia, que tuvo su epicentro, justamente, en la amistad. El intercambio de información y experiencias divulgó estrategias para relacionarse con el mundo que no podrían haber sido aprendidas de otra manera, y por eso es común que las mujeres hablen mucho más que los hombres acerca de cualquier tipo de asunto: trabajo, afectos, sexo, familia, lo que sea. Porque lo que le pasa a una es insumo para la siguiente, que incorpora, reformula y procede con un saber acumulado.

Por eso, cada vez que las mujeres hablan, señor varón, haga silencio y trate de aprender. Hace poco me pasó en casa. Mi novia y una amiga discutían acerca de un problema relativo al funcionamieto de la célula subversiva que ambas integran. Quiero enfatizar lo sofisticado del intercambio que las ocupaba: no discutían sobre un problema que tuvieran “en tanto amigas”, o sobre un problema que una de ellas tuviera con alguna otra que no estaba presente, sino sobre la forma correcta y productiva de tramitar esos problemas cuando -inevitablemente, ambas son conscientes de ello- suceden. Se trataba de un asunto procedimental: cómo hacer para que los resentimientos, las envidias, los celos, las cosas no dichas, la mierda acumulada, se ponga sobre la mesa sin que explote todo. Fue una discusión apasionada, hubo insultos. Hubo palabras que llevaron el diálogo a un punto que imaginé, con gran ingenuidad, sin retorno. Pero de eso se trata cuidar la herramienta, señores.

El artefacto amistad masculino, por el contrario, cumple funciones bastante menos elevadas. Exige menos compromiso y tesón, pero, por eso mismo, proporciona menos sosiego. Hace poco supe de un tipo que se separó de su esposa un mes después de casarse. Sus mejores amigos se enteraron de rebote, y un día se juntaron con él a comer un asado. El separado no tocó el tema. Unos vinitos, un par de anécdotas, aquí no ha pasado nada y cada uno por su lado. Los otros no preguntaron. ¿Podría imaginarse algo así entre amigas?

Pero, a fin de cuentas, a los varones siempre nos queda un consuelo: la discreción. Miramos a las mujeres y recalcamos sus recelos, sus envidias, sus veladas guerras frías, como si fueran algo ajeno a nosotros. Nos gusta creernos más sencillos y transparentes. Planos. Y si en ese asado uno se mama y el alcohol le agrieta la coraza, y parece que la piel le va estallar en una erupción de reproches acumulados por años, los demás bajamos la cabeza y esperamos a que se le pase, a que la mierda se le hunda bien adentro y podamos seguir como si nada.

Así no se cuida la herramienta, señores.