Soy lector de diarios desde una fresca mañana de enero de 1997, cuando tenía 12 años años y mis padres aprovechaban los veranos para inculcar disciplina de trabajo en mi cuerpo. Ellos laburaban en un almacén en Piriápolis y, como no querían que mi hermano y yo estuviéramos todo el verano al pedo, metían un tremendo win-win al obligarnos a cumplir algunas funciones laborales durante la temporada. Como mi hermano era más grande y más prudente, tenía la obligación de encargarse de la máquina de cortar fiambres, mientras que yo debía levantarme bien temprano, agarrar la bicicleta y dirigirme al centro de distribución de diarios del pueblo, para traer la cantidad y variedad que mi padre suponía que iba a ser requerida por el mercado: diez país, cuatro república, tres observador, dos clarín y nación y un solitario página 12.

Cuando volvía al almacén, me sentaba frente a la puerta de entrada y pasaba a encargarme de mis dos funciones principales: cuidar que nadie se afanara las revistas porno y esperar la llegada del poderoso contingente de veteranas que venía a probar suerte en mi puesto de Quiniela y Tómbola. Por supuesto que esto sólo funcionaba en los papeles. En los hechos, me aburría rápido y me iba a comer pan con manteca a la casa de mi abuela mientras las veteranas quedaban esperando en vano que alguien las atendiera y el turismo adolescente se afanaba las revistas porno.

Un día la patronal se hartó, me pegó una buena puteada y me obligó a pasar la mañana entera cubriendo mi puesto de trabajo. El calor ganó la vereda, la gente pasó contenta hacia la playa y yo me aburrí tanto que por primera vez en la vida miré con cierta atención la tapa de un diario -las porno no las podía mirar: en esa época venían ensobradas y con una tapa negra-, más concretamente El País, que anunciaba la posibilidad cierta de que un señor llamado Diego Armando Maradona viniera a jugar a Peñarol, una secta con la que simpatizaba y que aún hoy sigo mirando con cierto cariño.

Por ese entonces yo no sabía que los diarios no eran palabra de dios, sino empresas editoriales cuya subsistencia dependía de su capacidad para elaborar relatos que sedujeran a determinados nichos de mercado: El País era la voz de la columna vertebral de Uruguay, una simbólicamente amplia clase media avejentada y conserveta. El Observador apuntaba a un lector liberal más sofisticado, un tipo de un poder adquisitivo y un capital cultural superior a la media, que gusta de pensarse como alguien capaz de mirar la realidad con objetividad mientras la gilada se deja llevar de las narices por los partidos políticos La República panfleteaba con brocha gorda para la barra frenteamplista.

En este marco, las secciones deportivas funcionaban como herramientas de captación de nuevos fieles. Eran la parte del diario en la que los periodistas gozaban de mayor libertad creativa: especulaban sin indulgencia, inventaban y recordaban victorias imposibles, traiciones imperdonables, derrotas fundantes. Nos hacían creer que la vida, la muerte, el honor y la gloria se ponían en juego cuando 22 tipos se ponían a correr detrás de una pelotita. Literatura de la buena.

Por eso no es extraño que un niño de 12 años se viera atraído por la lectura gracias al periodismo deportivo. Imaginate: Maradona, el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos, gordo y falopeado hasta la manija, viniendo a cerrar su carrera en el club de mis amores, que se aburría de salir campeón uruguayo y que estaba armando un cuadro como para pelear la Libertadores, o sea, la gloria de América, la copa que ganaron Artigas, Bolívar y San Martín. ¿Cómo no devorar las páginas de ese folletín que día a día prodigaba tantas aventuras?

Cuenta mi madre, cada tanto, que en esa época mi padre veía con gran preocupación mi escasa afición a la lectura. “Este botija no agarra un libro ni en joda, todo el día con esa pasta base del fútbol y las películas de Jean Claude van Damme”, se quejaba Juan amargamente. Por supuesto que la comparación era con mi hermano, un niño que antes de empezar la escuela ya completaba los crucigramas del diario, coleccionaba todas las revistas de divulgación científica que andaban en la vuelta, escribía cuentos de ciencia ficción y era, despegado, el más inteligente de su clase. Los libros del Sapo Ruperto y Elige tu propia aventura juntaban polvo en los estantes de mi cuarto. Hoy recuerdo la queja con ternura, porque es evidente que mis hábitos de lectura comenzaron siendo una emulación de los de mi padre, un tipo a quien nunca en la vida he visto con un libro en las manos pero que devora cualquier diario que cae en sus manos.

El País, Maradona y Peñarol me abrieron las puertas de un mundo nuevo, “el diario”, un texto abierto y fantástico elaborado a mil manos, un bosque lleno de árboles con ramas entrelazadas que se perdían en el cielo o en bosques más oscuros, una máquina de producir relatos como la que Ricardo Piglia inventa en La ciudad ausente, aunque mucho más interesante y creativa. Alguna liana colgada en la sección deportiva me llevó a otras partes del bosque y, dentro de ellas, encontré ventanas a otros mundos. Encima de los diarios se acumulaban, más prolijas, las revistas de chimentos: Caras, Gente, Semanario, Noticias. Gracias a ellas no sólo me haré de un buen billete el día que Martini pregunta vuelva y habilite la categoría “Farándula argentina de los 90”, sino que incorporé imágenes sobre el menemismo sin las cuales no podría haber anclando posteriores lecturas más serias sobre el problema. El País sacaba una separata seca y sin fotos -pero con unos dibujos preciosos- acompañada de la palabra “cultural”. De ahí anoté algunos nombres, y un día en que mi vieja me mandó a la biblioteca a devolver un libro de Agatha Christie -Telón, gran novela- los busqué, encontré y secuestré, supongo que para alegría de mi padre. Por el Qué pasa -otro hongo comestible crecido a la sombra de El País- conocí que en Uruguay había niños con plomo en la sangre, y esa versión de cabotaje de Le Monde Diplomatique que era Bitácora -la editaba Esteban Valenti y venía con La República- seguramente me haya formateado en algo la cabeza para que hoy crea que la idea de “izquierda” tiene algo de sentido (momento: Google me dice que Bitácora sigue saliendo, ahora en versión digital; salud, Esteban, en ésta sí te banco). Ni qué decir de aquella señora que sacaba una columna sobre sexualidad en La República -no me acuerdo del nombre; Soledad algo-, que me ayudó a despejar varios prejuicios y a dejar vivir un poco más al prójimo.

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Hoy parece que el diario se muere, por lo menos en versión papel. Las noticias pasan por otro lado y da cierta gracia ver cómo las tapas de los quioscos del Centro quedan viejas tan rápido. (El día que todo el mundo hablaba de lo de Raúl Sendic, El País tituló que el Banco de Previsión Social iba a empezar a investigar certificados médicos truchos...). Escribo esto en una biblioteca pública, rodeado de adolescentes apenas adultos que casi no miran los libros y se pierden en las redes sociales. No es el fin de los tiempos; cada generación encuentra su propio bosque.

Hubo un tiempo en que los almaceneros no tenían que devolver los diarios que no se habían vendido durante el día. Por eso, en un galpón de la casa de mi abuela se acumula una gran colección de prensa escrita, principalmente de la década de los 80 y de comienzos de los 90. Con cada asado, ese archivo se pierde un poco y de ello soy parte activa. Es que luego de prender el fuego y mientras espero, solo, a que se hagan las primeras brasas, disfruto de agarrar los papeles que sobraron -las historias que, por esta vez, se salvaron- y perderme en las tensiones de la Intersocial durante la cocina de las elecciones de 1984, la formación del Progreso campeón de 1989, los cabellos de fuego de Katja Alemán o la certeza de que Eugenio Berríos fue visto sano y salvo en un restaurante en Milán. Es otra forma de repasar mi vida, tomar el todo como si fuera la parte, una suerte de Forrest Gump al revés.

Por eso guardo la diaria tanto como puedo, para quemarla en algún asado. Mi hermano la colecciona.