Antes de 2005 las páginas de los diarios orientados hacia la progresía o la izquierda, los periodistas ídem, y también los partidos y los políticos de esa raza, no parábamos de hacer la nota diaria o semanal sobre pobreza. Se iba a los cantes, se hablaba con la gente, había un racconto minucioso de todo lo que en esas zonas sucedía o no sucedía: vivir entre cuatro chapas y sin piso, con tres pesos, ocho hijos, en el barro, sin saneamiento, con ollas vacías.

Hace años, ya en el primer gobierno de Tabaré Vázquez, una colega me lo dijo con toda la sinceridad del mundo: “No quiero cubrir más pobreza ni visitar asentamientos. Hace mucho que lo vengo haciendo y no tengo más que decir. Todo se repite, es igual a sí mismo. Además, no puedo más con la tristeza que me traigo a casa”.

Hace años, los ya nombrados hacíamos eso, una forma que hablaba de una sensibilidad o preocupación honesta, pero también -hay que decirlo- de enrostrarle a la derecha sus fracasos, su congénita insensiblidad, las decenas de miles de pobres que el sistema -el sistema de ellos y el de los ricos- producía.

El concepto de pobreza (¿concepto?, qué maldad) se fue complejizando y a lo material se le sumaron asuntos de género, sexualidad, raza, educación, inserción cultural y un largo etcétera de variables. Además, sostienen muchos, qué importa que vertamos lágrimas de misericordia por los pobres si los ricos siguen acumulando, y más, si sabemos que son prácticamente intocables.

Con esas elucubraciones venía hace días. Hasta pensé que los cantes desaparecieron y que yo no me enteré de nada, aunque recordé que mis ojos vieron uno enterito y a toda zona por la Gruta de Lourdes, hace alrededor de un año. Zonas fuera de registro o entregadas por completo a la crónica roja y a su propia reproducción como destino. A buena parte de la derecha, a la indiferencia de la izquierda, a la insensibilidad de tantos de nosotros.

Igual, se me puede arruinar fácilmente el discursete: hay cantes, sí; la reproducción de la pobreza persiste, sí; es el capitalismo y su intrínseca necesidad de que miles queden afuera. Esa sería una respuesta sólida a mi interpelación; algo que podría, en principio, callarme. Por supuesto y offshore. Entonces, frente a la dimensión de los poderosos y la riqueza, se empieza a ensayar un modo de ser: callar su anverso. Y a aceptar que se hace lo que se puede. No apuremos a nadie: el partido oficialista apenas lleva 12 años en el gobierno nacional y poco más de 20 en el de la capital.

“Temblarán las raíces de los árboles”, dijo, tiempo ha, Tabaré Vázquez, y luego, hace uno o dos años: “Si alguien piensa que acá va a haber una revolución, que no nos vote”. Y así estamos, en la bipolaridad permanente: cuidado del medioambiente y aguas contaminadas; planes enormes para combatir el déficit habitacional pero sin tocar a los ricos y especuladores inmobiliarios; discursos férreos (aunque cada vez están más mantecosos) y prácticas frágiles. Y miles de ranchos de chapa que son galponcitos donde pueden cohabitar hasta diez o 15 personas entre padres, amantes, hijos, hijos de hijos, toda una endogamia.

Pero que siga nuestra fiestita progresista. Y hacia el sur una ciudad, y hacia el norte siempre otra.

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Ese texto venía construyendo en mi cabeza cuando, mientras iba al almacén, me tomó por sorpresa una feria enorme, que se extiende varias cuadras por la calle Inca: comestibles, cachivaches, puestos de tortas fritas y choripanes, ropas viejas y más que usadas y con las marcas de las polillas, ropas nuevas y de medio pelo, mesa de bijou atendida por una andina simpática, plantas, trastos que se venden en la vereda o en la calle. Toda una feria sin vanidades y, a golpe de ojo que se sorprende, en la que el obrero le vende al obrero (o la clase media baja a su propia clase y al obrero), y el menos que obrero también vende lo suyo (un primus, unas alpargatas viejas), y alguien tira el tarot; una feria en la que, de pronto, me vuelvo a desayunar de que Montevideo es una ciudad llena de obreros y de pobres, y que el que no lo quiera ver que no lo vea, pero que tampoco grite a voz en cuello los triunfos irrefutables y la prosperidad progre.

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Es 12 de abril. Cada 12 en la Parroquia Corazón de María, también por la calle Inca, los fieles van a rezarle (o a pedirle) a San Pancracio, el santo del trabajo y de los afligidos por la pobreza. En la puerta, los menesterosos extienden la mano; esta vez son cuatro ancianas mendicantes y en sillas de ruedas. Esas cuatro ancianas a la puerta de una iglesia y decenas de personas pobres en la calle vendiendo no mucho más que su pobreza. Eso es lo irrefutable.

Aunque la feria se haga una vez al mes, los feriantes sean o no del barrio y los transeúntes o compradores sean peregrinos o curiosos, todo el ambiente me sitúa frente a un túnel cierto de clase en La Comercial. Hay obreros y personas de clase media baja vendiendo y comprando, sí, pero también están esas personas que son muchas y que, con carencias evidentes (la pobreza se lee en la ropa, en la falta de dientes, en las pieles cuarteadas, en los ojos), no nos ponen en el cante más populoso de Montevideo pero sí nos dicen que algo pasa más allá de las zonas de privilegio; que somos pobres, vamos, bastante pobres, y eternos laburantes. Adentro, a los pobres y los obreros se les suma la clase media, esa que calza otros zapatos.

Entré tres veces a la iglesia en el correr de la tarde, y siempre hubo cola para tocar la caja de vidrio que encierra al santo. Los asientos, llenos. La cola para pedir, de doble fila. Rezan, piden trabajo, vuelven a rezar y a pedir. Son cientos: jóvenes, padres e hijos, un hombre que trabaja en Riogas, ancianos, oficinistas; mucha gente alrededor del santísimo trabajo. Y cuando se reza, ya sabemos, se está cerca del simple agradecimiento o de la desesperación.

Salgo de la iglesia y me voy rumiando algunas dudas; también una certeza. Dudo si habrá que volver a los cantes para contar otras verdades, si es necesaria esa visita que a veces resulta ofensiva: te observo, tomo nota y me voy. Dudo, pero mi otra fe (ver para contar) me dice que si acá nomás (acá nomás es geocéntrico: en La Comercial) se ve tan cabalmente, aunque sea en un día peregrino, a tanta gente que nada tiene que ver con nuevas uruguayeces, allá -ese allá de chapa y frío, amuchamiento en dos piezas, planes sociales de tres pesos, de decenas de hijos que pronto serán adultos, ese allá que se percibe olvidado- se cocinará en su propio caldo si dejamos de nombrarla, de narrarla.

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En la iglesia, todos los íconos: el agua bendita, el lugar donde dejar el diezmo, otro donde donar ropa, la mano alzada tocando el vidrio de San Pancracio, un santo un poco aniñado y un poco travesti.

Todo ese entrevero de gentes, colores, olores, pobrezas, dignidad y rezos, toda esa atmósfera hizo que una palabra me ocupara: latinoamericanos. Y pensé que si hay que orar, oro; sin sentirme enajenado ni lejos de la comprensión de las leyes del mercado y el capital. Oro por los que perdieron el trabajo o lo buscan, por los que ganan un sueldo miserable y merecen más que esta oración, por los afligidos por la pobreza, por esa mujer negra, desdentada, pobre y que se mece sobre un banco de la iglesia, casi en trance (un trance de años de abandono y hambre, pienso), por todos los obreros que les venden a los obreros, por la viejita que afuera junta unos zapatos viejos y un tapado de piel con más años que ella y que no pudo vender. Por el que vende un kilo de papas al lado de unos parlantes chillones, también en venta, por el hombre de los licores embotellados. Por esa zona extraña que me devolvió la percepción de una Montevideo tan asible y real como el más lujoso de los edificios frente a las ramblas cotizadas.

Aunque no me escuches, santo-niño-travesti, agradezco tu existencia, porque alrededor de tu iconografía veo, sin filtro alguno, la vida de los afligidos.