Siempre me gustó la historia de Palmira, la de la oveja negra, la de esos orejanos porteños, prontos para querer ser ellos y no otros. Hijos de una adhesión pueblerina que sólo se puede comprobar con la patrona estacionada en la vereda y usando de antena wifi el palo de la escoba mientras su vecina emite ceros y unos decodificados por otro escobillón, que dicen: “la de”, “el de”, “anda con”, “en qué andará”.

En Nueva Palmira muere el río Uruguay y nace el Río de La Plata. Hace tiempo ya que allí murió la frustración de no poder ser en este fútbol centenario y heroico, y nació, se recreó el imposible sueño de ser, de soñar, de querer por la camiseta nomás.

En el medio de la gloria, cuando el éxtasis consiste en alzar los brazos en señal de gracias, cuando la lluvia, el barro, el miedo y los sueños han dado paso al éxito en su más amplia acepción, un hombre joven, flaco y exultante, entreverado entre los campeones de los que se diferencia sólo porque no tiene la albiceleste puesta, grita tal vez lo mismo que los demás. En ese momento, en ese instante único y para siempre, lo escucho, lo descubro sólo a él, como si hubiese un canal libre entre su ubicación en aquella montonera de alegría, barro, gritos y camisetas de fútbol y mi punto de vista en el contrapiso de la novel tribuna, entre el barro y el paroxismo de los vecinos palmirenses que también daban rienda suelta a esa alegría nueva y única.

“¡Palmira, nomá! ¡Palmira, nomá!”, grita, y enseguida me doy cuenta de que es él. Patricio Urán, el más joven entrenador del campeonato del interior, es, a su vez, el más joven ganador de la Copa Nacional de Selecciones, y seguramente siente que ese grito resume adhesión, amor y pertenencia, mucho más que el éxito deportivo.

Un lugar en el mundo

Pocos saben -pero muchos más lo sabemos- que para aquellos que no han nacido o se han criado en Montevideo desde su temprana infancia no hay logro deportivo más grande que ganar el campeonato del interior. Es nuestro mundial anual en el verano de nuestro espíritu. Así como las hojas marchitas de los árboles marcan la llegada del otoño en nuestras calles, el tibio andar temprano a nuestros estadios, faroles que iluminan nuestras noches de sueños, nos anuncia que se viene el calor del pueblo, la brisa justa del pago.

Nueva Palmira y Patricio Urán representan al fútbol de Soriano interior, a pesar de que todos sabemos que la ciudad puerto está y es parte de Colonia, pero con la globa han quedado más cerca de Soriano. Son campeones. Festeja todo el pueblo, pero también hay familias contentas en Carmelo, que por la misma razón que los palmirenses dejaron el fútbol de Colonia y marcharon a la organización futbolera de Soriano, y en Dolores, los primeros representantes del sector interior sorianense, que 25 años después festejó ser el mejor del interior con cinco doloreños empujando por la causa del campeón.

Tiene que ver con Soriano

Al principio, allá por enero, su carrera sorpresiva y certera en el torneo me hizo recordar un fragmento del genial Osvaldo Soriano en su maravilloso cuento “El penal más largo del mundo”: “Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. […] Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio…”.

Si empiezo por el final, arranco por esa alegría inconmensurable que cada uno de nosotros, como vecino del pueblo, lleva soterrada en su alma de pueblo chico, en esa utopía, que no es tal, de ser el mejor, en ese ánimo y esa fe de competencia que nos han legado en nuestra matriz genética aquellos que hace años ataron el tiento de la pelota con el concepto de adhesión, solidaridad y pertenencia.

Ahí, entre la gente, desandan los escalones por el medio de la tribuna llena, que los conduce al portoncito que delimita el rol de héroe local. Ante nuestra pequeñez y nuestro asombro, avanzan con la seguridad y el miedo de la batalla desde el mísero vestuario caballo de Troya del pueblo; al campo de la gloria, a veces, al infierno tan temido, otras tantas, siempre enhiestos, serios, grandiosos. Astronautas del pasto con luces de faroles elegidos para llegar al más allá; avasallantes o inseguros conquistadores de mares de dudas; caballeros cruzados de las elegidas noches pueblerinas; sempiternos luchadores por sacarnos del Medioevo de aquel fútbol grotesco y luchado.

Aquí se edificó la gloria

Mientras la mitad del pueblo -apenas exagero: Nueva Palmira tiene 9.000 habitantes- festeja, el relator de la radio local, Fabián Facha Bone, riega con lágrimas su épico relato, agradeciendo y ofrendando ese momento único a los padres y los padres de los padres que iniciaron este sueño de competencia y amor a la camiseta. Aunque por primera vez piso esa tierra, yo también siento esa inconmensurable emoción y me siento uno de ellos.

Ese cemento fresco sobre el que estoy parado, que ha permitido que esa cancha se haga el teatro de los sueños, tiene seguramente debajo la piedra fundamental de la historia del fútbol del pueblo, y este título será el cimiento de todos los sueños que vendrán.

En la otra punta de Palmira, en el Irineo Brito, seguro también hay y hubo otra piedra fundamental de la albiceleste. Lo sé porque allí está esto que me contó Patricio Urán, de puño y letra: “En 1990 yo estaba en tercero de escuela y Alfredo Zaldúa, periodista, hincha, delegado, secretario, colaborador y algunas cosas más de la Liga Palmirense, me llevó a ver la final contra Nueva Helvecia al Irineo Alberto Brito, la cancha de Peñarol. Te juro que la cancha estaba hasta las pelotas. Habíamos perdido 2-0 de visitantes con Nueva Helvecia, que tenía un cuadrazo. Para la radio Conosur relataba Castellano; ese tipo la rompía. Nueva Helvecia llegó tarde. El juez se llamaba Domínguez. Palmira entró a la cancha, movió y Domínguez pitó. Palmira, sin jugar, ganaba e iba a los penales. Llegaron ellos. Discusiones: que entendimos mal la hora, que se tiene que jugar, que no podía ser. La cuestión es que se jugó porque los jugadores de Palmira quisieron -esto lo sé porque desde ese año vi el video unas 20 veces, fácil, y tengo grabadas las imágenes: el 11 titular me sale de memoria y, lógicamente, los cambios también-. Empezamos ganando 1-0, con gol de Gustavo Sánchez, de cabeza, y terminó el primer tiempo. En el segundo, Walter Cossati se hizo un gol en contra, y todo cuesta arriba. ¡Walter había jugado un partidazo! Era el lateral derecho, no sabés cómo jugaba. Se hacía cuesta arriba, pero a los 88 apareció el gran Quique Cuervas para definir, y otra vez, a los 91, el Quique. Fue un fenómeno. Jugó en Montevideo, tenía un pique corto que no sabés, definía de puntín. El Irineo era un hervidero, una caldera. Fuimos a penales y salimos campeones departamentales. Te confieso que ese día decidí que algun día tenía que vivir algo especial con la albiceleste. Es que tiene una mística especial, te lo juro. El sentido de pertenencia es increíble: te la ponés y das un plus. Ese día llegó, Rómulo. ¡Qué día, hermano! Hoy caminaba por la calle y la gente me decía: ‘¡Pato, vamo’ arriba hoy tenemos que ganar!’. A muchos no los conozco, pero seguro que nos une ese amor por la albiceleste. Ojalá podamos hacer historia. Palmira: fútbol, garra y corazón”.

¿Te das cuenta de que aquella hazaña en el Departamental de 1990, el campeonato del mundo que en aquel momento podía ganar Nueva Palmira, construyó a estos campeones mundiales de Uruguay?

Ahora son campeones, pero para mí, aunque no hubiesen ganado esa final, ya lo eran. Cuando vi la foto del pueblo haciendo la tribuna nueva para que la final se jugara en el pago, haciendo colecta, poniendo las máquinas o echando el lomo entre el cemento y las Caterpillar, para mí ya eran campeones, independientemente de que la copa se quedara en la Liga Palmirense de Fútbol o se fuera una vez más para Durazno. Porque hay muchas formas de ganar, y unas cuantas de ellas no se corresponden con el 1-0 o con quedar arriba de todo en la tabla de posiciones o con subirse al podio. Muchas veces, esos triunfos que se miden en emociones, en esfuerzos, en sacrificios y ganas, se ordenan y concatenan de tal manera que terminan superponiéndose de forma perfecta e indivisible para conformar la gloria.

Horas en otra dimensión, en la que los problemas y las soluciones del mundo, sus alegrías y sus miserias, quedan encerrados en esos hombres que enfrentan el juego de la vida igual que lo hicieron sus antecesores, que no fueron otros que sus padres, sus abuelos, sus vecinos, que le dan de punta y para afuera, o la juegan con paciencia y al toque. Y ahí está uno, viejo monaguillo de la religión albirroja, o de la blanca, o de la roja, o de la celeste, o de la albiceleste, o de la azul, o de la verde, o de la que sea.

La semilla

Entre los enormes silos donde estará la semilla de la nueva hazaña, el perfume del gasoil de aquellos lejanos camiones, cortado con linimento, siento como música iniciática, como el guacho que mira bien de al lado a la murga, como el primer beso, como aquel gol, las fusas y semifusas que marcan el compás de los tapones sobre el cemento mientras los para siempre inalcanzables cracks del pueblo, los que mañana volverán a ser verdulero, vidriero o repartidor, caminan entre sus vecinos haciendo sonar sus tapones, acomodando sus camisetas, arreglándose el jopo o jugando con el algodón embebido en alcohol rumbo al campo de nuestros sueños.

El cemento fresco, argamasa de sentimientos que quieren ser cimentados al infinito, tentación de inscripciones que dibujan el futuro feliz y perfecto, era el toque de partida para la carrera al gol de Joaquín Rovetta. Su corrida en diagonal casi hasta el último escalón de la tribuna que había terminado dos días antes parecía que era para dibujar un corazoncito, para deslizar en la caligrafía del fútbol un “por siempre”, para dibujar un corazón, el del pueblo. Y desde allí, ya con el botín de la pelota en sus pies, enfiló al portal de la gloria, el arco que da a la ruta 21, por donde se entra a este pueblo para ya no olvidarlo. Fue gol, sí. Fue el título. Fue el Mundial que ganó Palmira.

Otra vez: avísenle, avísennos que eso es la gloria.