Pero detrás de las páginas de los diarios y las teorías donde las cosas confluyen y se ajustan, la percepción se nos escapa por las fisuras minúsculas de eso aparentemente sellado, la realidad, y es en ese goteo casi invisible donde en verdad se manifiesta el otro orden, el sinsentido que nos comanda, lo incapturable de nosotros mismos. No hablo de sociedades offshore ni de negociados inmundos o políticos y politiquerías. Me refiero más bien a todo lo contrario: esos momentos que pueden durar un minuto, una hora o unas semanas, ese tiempo otro en el que uno anda en el limbo de sí mismo, en el que se confunden la realidad y la ficción, en el que se suspende la atadura perfecta de los acontecimientos externos y sólo se retienen imágenes o cosas escuchadas al pasar, unas distantes de las otras, en principio inconexas, pero que lo persiguen, como si en eso en que uno se detuvo hubiera algo importante que se nos está susurrando, como un secreto ancestral o una epifanía a descubrir.

La vida no es una sucesión de consecuencias lógicas aunque nos empecinemos en que así lo sea. Es que quizá necesitamos de ese orden, de una estructura de hilos firmes que nos sostengan para no caer en el delirio, las trampas del destino, todo eso a lo que le damos la espalda cada día porque no tiene fundamento ni es asible para nuestro pensamiento cartesiano. Tampoco estoy hablando de injusticias, pobrezas y riquezas, y todo el chorrete interpelante de los que ya me están acusando de promover un pensamiento mágico que genera enajenación e ignorancia. Estoy hablando de lo que casi nunca hablamos.

De un hombre detenido, de pronto, frente a un semáforo en verde y que no sabe si cruzar o no, con un pánico que lo invade. De una persona elocuente y experta en retórica que queda muda frente a un auditorio que espera sus sabias palabras. De alguien que un domingo se despierta sobresaltado a las siete de la mañana, se ducha raudo, desayuna, sale a la calle con su maletín lleno de papeles y su celular cargado, y no se da cuenta de que es domingo hasta que llega a la feria de Tristán Narvaja. De la mujer que, de un día para el otro, con todo el año organizado, es invitada a India, nada menos que a India, a filmar un documental sobre el acontecimiento religioso más importante del mundo, realizado cada 12 años y que convoca a más de 30 millones de personas. Esa mujer de acá, que nada sabe de ese allá -y de ese más allá de esos 30 millones, casi diez veces Uruguay-, que de pronto, así, de pronto, la saca de su estadio de comprensión, de su vida en el Cordón, de su ontología espiritual o cosmogonía, para entrar en el túnel incierto de otra que existe, cómo no, y con toda la fuerza del mundo. Claro que este ejemplo es excepcional y les sucede a pocos, pero sucede.

Los demás, los mortales, igual contamos con esos raptos que, creo yo, están servidos pero no vemos; caballos domesticados con sus antifaces humanos.

Sigo diciendo lo que quería decir: esa pérdida de sentido que estamos permanentemente reprimiendo porque la ubicuidad nos pone nerviosos y además paralizaría un poco tanta producción. Imagínense al hombre que en media hora entra a trabajar pero sigue detenido frente al semáforo, que ya ha cambiado decenas de veces de color; y él ahí, sin pensamiento, congelado en el acto de dar un próximo paso. Si algo así le pasara a un automovilista en una gran avenida, o a dos, o a tres, sería caótico. Lo sabemos, pero no estamos hablando de reglas de tránsito y buen convivir. Estamos hablando de la cajera de supermercado -católica o mística o enajenada o de otro mundo, no importa- de la película Alma máter, de Álvaro Buela, que ve cosas, otras cosas que dislocan su mundo y rutina, su contar monedas y tickets de alimentación durante ocho horas diarias. ¿Algo más enajenante que eso? Quizá sea preferible así, psicótica o mística.

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“¿Lo soñé, o hace dos noches me llamaste y estuvimos hablando por celular?”, me preguntó una amiga hace unos días, por mensaje de texto. Preguntaba en serio. “Lo soñaste”, le dije unos días después, cuando nos vimos en persona, “pero quizá fui yo soñando que te llamé”. Y robo de esas dislocaciones que por estos días me han contado o he vivido: estás pensando en alguien y justo en ese instante te llama; te encontrás con un amigo del alma, que no ves hace años, en una recóndita callecita de Lima en unas vacaciones con tus padres; rompés a llorar (“a lágrima viva”, dijera Oliverio Girondo, “y de amarillo”) cuando estás eligiendo un yogur en un supermercado; te invade una sensación extraña, sin provocación alguna, un recuerdo profundo que se instala quién sabe por qué intertisticio del cuerpo y, lo peor, no te revela nada, pero te deja meses o años pensando: estás en la terreza del apartamento de un edificio en una ciudad de 12 millones de personas y te das cuenta de que el total de habitantes de ese edificio es la población entera del pueblo del interior donde creciste toda tu infancia. Y ese dato no se vuelve objeto psicoanalítico, sólo se inserta en tu cerebro y es una imagen a la que no le exigís explicaciones, sólo la aceptás como esas extrañezas de la vida. Agréguele sin pudor todos sus dislocamientos, lo que no puede explicar ni explicarse, sus alejamientos profundos, sus cruces entre la realidad y la ficción o entre el sueño y la vigilia.

Si me preguntan a mí, siento una profunda curiosidad por estos fenómenos o acontecimientos, aunque creo que siempre les pasan a otros. Yo, el escéptico, creo que todo lo que me sucede está dado por lo que provoco con mis acciones o por las interrelaciones personales (“Dios no juega a los dados”), aunque desde niño siento distinto de como pienso: cada día esperando esa llamada, ese encuentro que lo modifica todo, esa imagen que cambia mi percepción, ese dislocamiento no explicado ni explicable. No me sucede a mí (o no lo veo), pero les creo a los demás. Que las cosas no le pasen a uno no significa que no existan, aunque desde hace un tiempo otra forma se viene instalando en mí (y creo que nos habita a todos) y a la que cada vez le presto más la confianza: estoy operando por intuición. Y si quieren podemos sostener esto con algún filósofo: Friedrich Nietzsche decía que era la mejor manera de acercarse al conocimiento (en Verdad y mentira en sentido extramoral). El conocimiento cerca de la vida, y esos dos modos de ser del hombre: el racional y el intuitivo. Hermosa expresión para referirse al ser racional: el que busca la “necrópolis de los conceptos”, una paz, un pensamiento echado de una vez y para siempre en el juego de la vida, inteligente, inteligible, justificado. El otro hombre sufre y “hasta sufre con mayor frecuencia, porque no sabe aprender las lecciones de la experiencia y se mete siempre de nuevo en el mal trance en el que una vez se ha metido, y en el sufrimiento adopta la misma actitud irracional que en la felicidad; profiere gritos agudos y no halla consuelo alguno”. El hombre intuitivo no tiene certeza alguna más que la de su propia ficción, y es con ella que crea nuevas ficciones.

Llegué de un hombre ido y olvidado de la vida frente a un semáforo en verde que lo habilita a cruzar la calle, a este hombre que sufre porque ya no le alcanzan las certezas dadas. Y si vamos a escuchar a otros, hay que redoblar las apuestas: una psicóloga que practica el psicodrama (y que es culta como pocos) hace unos días me contó de otra forma del conocimiento y de acercarse a una verdad o a los otros. Le llaman tele y va más allá de la transferencia clínica: una especie de conexión transpersonal que, apoyada en alguna experiencia en común, no necesita de la presencia física del otro para que suceda: haber estado detrás de una misma idea, estar inmersos en una sensación similar, ser cooptados por un mismo rapto, conectar mediante ese algo inexplicable. Parafraseando a Nietzsche: no buscar tras el arbusto lo que ya sabemos que existe.