Hace tiempo vengo masticando una idea cuya puesta en práctica se me antoja impostergable ante los hechos de público conocimiento. Yendo al grano: no entiendo qué espera la Universidad de la República (Udelar) para instituir, de una vez por todas, una licenciatura -o acaso una maestría- mediante la cual los interesados puedan acreditar la condición de testaferros. El testaferro ha demostrado ser una figura clave en la economía mundial; todos los días escuchamos noticias en las que alguno de ellos aparece involucrado. Sin tener acceso a datos concretos, me atrevo a decir que ninguna operación financiera de importancia se lleva a cabo sin recurrir a uno o más testaferros. ¿Es lógico que sigamos dejando la formación de esas importantes personas en manos del azar, del mercado salvaje? ¿No es hora de tomar cartas en el asunto y regular esa profesión clave, de una vez por todas? Reconozco que no sé cómo se llamaría la disciplina en sí. ¿Testaferrería? Suena a ferretería. ¿Testaferrez? Suena a testarudez. No sé; pero no puede ser que la dificultad de hallar un término apropiado nos impida ponernos, una vez más, en la vanguardia mundial. Ni podemos dejar pasar la oportunidad de ser mencionados por The Guardian o The Economist como un país modelo. Además, podría utilizarse un eufemismo. Sí, eso estaría a tono con la situación: “Maestría en Sustitución de Titularidades” o “Licenciatura en Transferencia Simulada de Derechos”. Suena serio, y chic; algo así como llamarle “Técnico sanitario” al que estudió para plomero.
Lo peor es que, si nos dormimos, las universidades privadas van a tomar la posta. Seguramente ya se están elaborando, en oscuras oficinas, planes de estudio al respecto, lo cual no está mal; es sabido que una mayor oferta estimula la competencia y acaba jerarquizándose a sí misma. Pero es deber de la Udelar marcar el ritmo de los tiempos, y no dejarse tomar la delantera en asuntos estratégicos como este.
Hasta se me ocurren creativos proyectos de investigación, que podrían proveer materia prima incluso para tesis doctorales. Por ejemplo, la paradoja de la circularidad. Según esta, una empresa o propiedad podría tener como titular, no ya a un testaferro, sino a una cadena de ellos. Cada uno actuaría como “representante” del anterior, con la particularidad de que dicha cadena pasaría en algún momento por quien naturalmente podría considerarse el dueño original de la empresa en cuestión, el cual sería testaferro del testaferro del testaferro (repítase la expresión cuantas veces se desee) de sí mismo, recomenzando así el círculo. Las ventajas en cuanto a generación de mano de obra y dinamización de la economía son innegables. Sin hablar de que esto obligaría, tal vez, a actualizar la legislación en la materia (no quiero imaginar la tarea de un juez que con las leyes actuales tenga que juzgar la labor de alguien que, en esencia, es su propio testaferro). Las bases mismas del Derecho Comercial podrían verse modificadas, y así como se habla de Derecho Romano, algún día nuestros descendientes podrán, con orgullo, oír cómo el mundo habla del “Derecho Uruguayo”. Por lo pronto, en un juicio que involucrara a tan peculiar estructura, podría suceder que los distintos testaferros fueran citados a declarar ad infinitum, una y otra vez, sin que jamás pudiera imputárseles nada concreto.
Tal vez el nivel de grado o posgrado sean una meta demasiado alta para un comienzo, pero podríamos empezar con una carrera corta en la Universidad del Trabajo: Técnico en Testaferrería. No sé por qué, el término suena más apropiado si se trata de la UTU. Sí, seguramente sea lo mejor. Hay que ir acumulando know-how antes de lanzarse a las barrosas aguas de la formación terciaria. Los estudiantes podrían obtener becas en empresas gestionadas por jóvenes emprendedores que no deseen que sus nombres se vean involucrados en las consecuencias del modus operandi de dichas empresas. Esto facilitaría su labor y, por qué no decirlo, su propia existencia, dinamizando así, a su vez, la actividad económica vernácula menor.
Pero si queremos tomarnos el tema en serio, debemos empezar por la escuela primaria. La maestra elegirá un abanderado (o sus compañeros lo nombraran por medio de una votación secreta), pero nadie sabrá quién es. En su lugar se pondrá a otro compañero que actuará como su testaferro en las ocasiones pertinentes. Los grupos que logren llegar a fin de año sin averiguar quién es el abanderado en cuestión serán premiados con algún tipo de bonificación; por ejemplo, descuentos en la cantina escolar, si esta existe, o en comercios del barrio, que nos atrevemos a asegurar que se plegarían gustosos a tal iniciativa.
Sé que no será nada fácil convencer a las autoridades de la enseñanza de un cambio de tal envergadura, pero el mundo es de los que sueñan. Tal vez, un día, nuestro sistema educativo logre acoplarse a los avances vertiginosos del mundo en que vivimos.