Existe un solo video de mi infancia. Tengo seis años, estoy vestida de blanco y espero con aburrimiento mi turno para bailar una coreografía celebrando el fin del ciclo lectivo. En un momento hablo con Marcia. Ella entrecruza sus dedos a la altura de la oreja derecha y me sorprende descubrir que un gesto que sigue haciendo hoy empezó hace tanto tiempo. La dueña de la cámara es la madre de mi amiguita Gisela, así que Marcia y yo aparecemos como personajes secundarios. Lo que tengo es eso, nada más. No sé cómo era mi voz, cuán complejo era mi vocabulario o cuáles eran mis preocupaciones. Siempre envidié a la gente que guarda montañas de VHS de archivo familiar: mis padres nunca filmaron nada y la niña que fui sólo existe en el recuerdo selectivo de los adultos y en mi aun menos confiable memoria. Por suerte todo cambió en agosto de 1999. No, mis viejos no compraron una cámara. Una mañana, durante un recreo en la biblioteca de la escuela, me hice mi primera casilla de mail, y sin darme cuenta apreté el botón que dice rec.

A partir de los 17 años el archivo creció en forma descomunal. Me fui de Argentina y mis mails diarios a amigos y familiares conforman un registro detallado de mi vida cotidiana. El 14 de setiembre de 2003 estaba almorzando en la cantina de mi liceo en Noruega y una china tomó té con sal. El 24 de mayo de 2004 estaba triste. Leo un mail que le mandé a mi madre; estoy segura de que lo escribí llorando y quiero abrazar a la Mica de entonces. El 14 de enero de 2009 hice un chiste bastante incorrecto sobre Andrea Bocelli que me hizo reír cuando lo releí cinco años más tarde. Puedo relacionarme con mi yo del pasado, la conozco, nos parecemos, sé cómo es sin intermediarios. Sin embargo, hay algo de todo esto que me preocupa: de cada una de las piezas que componen la historia de mis palabras hay por lo menos una copia en poder de otra persona, y por lo tanto fuera de mi control.

En los programas de chimentos muestran capturas de pantalla de privadísimos mensajes de whatsapp entre famosos, la Policía confisca computadoras para intentar dar con el paradero de personas desaparecidas y el Ministerio del Interior compra aplicaciones de vigilancia electrónica. Mientras tanto, nosotros copiamos y pegamos partes de conversaciones y reenviamos mails a destinatarios que no estaban en los planes del emisor inicial. Lo hacemos, en primer lugar, por vagancia. Como respuesta a cualquier “¿Qué pasó?” resulta mucho más fácil estirar el brazo y ofrecerle nuestro celular a quien hizo la pregunta, con el fin de ahorrarnos la cada vez menos recurrente actividad de contar con nuestras palabras algo que nos pasó, de incorporarle las sensaciones de nuestra valiosa subjetividad, de saber qué frases nos chocaron porque las citamos literalmente, cuáles exageramos y qué palabras propias suavizamos o cargamos de elocuencia para quedar mejor parados. La muerte del relato, dirán algunos, es positiva, porque garantiza la presencia de la segunda razón por la cual tenemos este comportamiento: la búsqueda de objetividad. Luego de intercambios que nos confunden o generan conflicto recurrimos al juicio “imparcial” de alguien de afuera, acompañando la revelación de charlas íntimas con la búsqueda de opinión: “¿A vos te parece que este pibe me está tirando onda? ¿Es idea mía o Juan me trató medio como el orto? Me mandó esto, ¿qué le digo?”. No queremos contaminar los hechos con nuestras emociones y los entregamos “tal cual sucedieron”. Esta supuesta objetividad es falsa: al momento de decidir qué fragmento de una conversación compartir estamos inevitablemente descontextualizando, haciendo ver sólo lo que nos conviene o interesa y exigiendo el análisis de gente que se verá forzada a hablar sobre un vínculo del cual no forma parte. Pero hay algo más: esa búsqueda de objetividad carga consigo el peso de una traición. Hace poco leí que un empleado fue echado de su trabajo porque un compañero decidió mostrarle al jefe unas capturas del chat interno del laburo en las cuales el muchacho en cuestión hablaba pestes de su empleador. En este caso creo que daba igual si el compañero le relataba a su jefe lo que le habían dicho: la existencia de las capturas sirve como prueba irrefutable de la “deslealtad” del pobre empleado hacia su jefe, pero estamos de acuerdo en que, con captura o sin ella, el compañero es un sorete buchón. En otras situaciones la diferencia entre narrar y mostrar es gigante, aunque lo sabemos a medias: repudiamos que un tipo despechado haga públicas imágenes de su ex desnuda, pero está todo bien si le enseñamos a un amigo una discusión con nuestro tío. Una persona no es la misma ante su jefe o su madre. Tiene palabras cursis para dirigirse a su pareja en la intimidad, insultos que sólo les dedica a sus hermanos y comentarios desubicados que avergonzarían a sus hijos. Dar a leer a terceros partes de una charla es como pegar un micrófono debajo de una mesa de un bar. Se viola un acuerdo tácito, la comprensión de que esta charla es tuya y mía, pero eso no significa que podamos hacer con ella lo que queramos, sino que no es de nadie más. Es verdad que cuando escribimos somos conscientes de la existencia del “micrófono”; el problema es que no podemos hacer nada para evitar que siga grabando. Las peleas más intensas y explosivas, esas charlas en las que decimos cosas sin pensar y luego nos avergonzamos, los secretos más turbios, las puteadas más hirientes y todas las palabras que por su carácter espontáneo y cambiante deberían desaparecer quedan talladas para siempre en la monstruosa piedra de la telecomunicación y pueden en cualquier momento ser utilizadas en nuestra contra.

Desde hace 17 años estoy armando un rompecabezas con mucho de lo que dije y me dijeron. Cada tanto alguien me regala un clon de alguna pieza que no me corresponde y me siento un poco incómoda, como una espía que pincha un teléfono o escucha con un vaso lo que pasa al otro lado de la pared. Esas piezas no forman parte de mi dibujo, no encajan, no me sirven, no las quiero. Prefiero que me relaten una historia, irremediablemente plagada de mentiras, omisiones y parcialidad, pero formada por palabras que fueron pensadas para mí.