I. Durante meses una historia o una imagen anda en la cabeza de uno. Por algo te rondan, se presentan cada tanto, golpean la puerta de la conciencia, así parezcan inrrevelantes o más cotidianas que esos adolescentes que fundaron la secuencia: en una parada de ómnibus, alrededor de las diez de la noche, en la calle Justicia, cinco o seis varones con una cerveza que gira de boca en boca. Una cerveza comprada a fuerza de monedas, de vaquita. Nada raro. Los adolescentes en este país (seguro que en otros cientos también) beben en la calle una cerveza o un litro de vino compartido desde que yo tengo memoria, mucho antes de que empezara a penalizarse esa forma de andar y más allá de este puerto de borrachos. No es el momento de hablar de consumos excesivos, voluntarios o responsables, aunque puede decirse, al pasar, que los consumos que importan, los del exceso, nada tienen que ver con ventas permitidas o prohibiciones ridículas; tienen que ver -asumámoslo de una vez, de norte a sur y en todas las direcciones cardinales- con este país (su tristeza, su apocamiento) que casi inevitablemente lleva al whisky y una más, la penúltima, por favor, que preciso anestesiarme.

Entonces estaban ahí en Justicia esos muchachos. Uno prendía su cuarto cigarrillo en la vida (el gesto del principiante al tomar el cigarro lo delata), uno meaba detrás de un árbol, los otros hablaban de lo insoportable del liceo o lo mucho que demoraba el ómnibus.

De pronto, por la vereda de enfrente, casi en espejo (nocturno, puesto en sombras) ven venir a otros muchachos. Otras ropas, otros cortes de pelo, caminando en sentido contrario. Los de la parada se ponen en guardia, preparan susurrando estrategias de defensa, apagan sus risas, se vuelven rígidos. Los otros parecen hacer lo mismo: sus cuerpos y miradas de reojo están listos para un conflicto. Ambos bandos se estudian de una vereda a la otra; unos y otros se mantienen alertas por dos segundos, lo que dura ese cruce sin encuentro, y todos, al siguiente segundo, siguen su curso. Los que esperan el ómnibus, en la espera y comentando los posibles desenlaces de una pequeña guerra; los que caminan, por su vereda. Todo fue miedo. Una escena simple y tonta que me atravesó el cuerpo a través de los cuerpos tensos de unos diez adolescentes que no deseaban ni pelear ni encontrarse. Sólo miedo, cruel desconfianza, lejanía, paranoia, distancia irremediable.

II. El sábado pasado esperaba un taxi sobre 18 de Julio, en una esquina de la plaza del Entrevero. Creo que era un día triste, o yo lo estaba. A veces los días y el ánimo se parecen o, lo que es peor, hacen comunión en su desasosiego. Y a veces, cuando uno puede tomarse un taxi o un jet, nada aparece, como si fuese una maldición. Dos adolescentes a un metro de mí conversaban sin parar. Venían de “la iglesia”, y por supuesto que era una de esas pentecostales, por la forma en que decían “iglesia” o por todo lo dijeron después. Uno era rubio trigal, de ojos celestes rabiosos, movía con dificultad las piernas o la cadera un poco tosca, de una renguera antigua. Quizá algo genético, pensé; quizá un accidente; seguro mil palizas, arriesgo concluyente. Es que ambos salieron del INAU hace poco.

Ellos no le llamaban INISA ni usaban ninguna nomenclatura del presente o reciclada para cualquier centro de reclusión (o de rehabilitación, para algunos entendidos) para referirse a ese lugar al que todos los uruguayos en sus adentros le siguen llamando (más allá de mil dependencias o reformulaciones) INAU: el lugar adonde van a parar (a decenas de depósitos) los niños y adolescentes abandonados, los que delinquen, las promesas de recuperación del Estado. El otro, morocho, era más serio. Un maletín negro, el saco y la camisa daban cuenta de su postura de reinserción orgullosa. El rubio decía que iba todos los días a la iglesia, y el morocho: “Qué exagerado, yo voy los miércoles y los sábados”. Y el taxi que ahora deseaba yo que nunca pasara.

“Me mudé”, dijo el rubio, “allá, en tal calle, a la vuelta de la otra, das otra vueltita y llegás”. “Y ¿cómo hiciste?”, dijo el del maletín. “Y con lo que me pagó el INAU por la salida” (quizá dijo “egreso”). “¿No la estás ahorrando?”, le preguntó el morocho y largó un consejo: “Yo me puse a trabajar y guardé los 150.000 pesos para tener algo”.

El otro respondió que no: “No sabés la casa que me alquilé, con unos placares así de grandes. A mí me pagaron 100.000; será por el tiempo. El primer día gasté diez lucas en estos Nike, unos Adidas y la campera inflada de Nacional”. El morocho apuró la conversación: “Me voy que mañana es domingo y me levanto temprano a laburar. Nos vemos en la iglesia”. El rubio miró para los costados, sonrió consigo, con esas risas de paz o entusiasmo, y se perdió en la plaza del Entrevero. Llegó mi taxi y me fui a rumiar mi tristeza, que ahora era más grande.

III. Hace unos días llegó al taller de escritura que coordino un muchacho casi temblando. Tiene un trabajo social, es algo militante y escribe, más que nada y muy intensamente, historias de amor. Pero antes de ponerse manos a la obra (su obra de deseo, desencuentro, amor y desamor con un otro amoroso) nos vomitó algo que acababa de vivir y lo tenía dominado, a punto del llanto: venía del INISA (ex Sirpa, malditas nomenclaturas) y vio cómo un funcionario “le mostraba”, uno a uno, a unos cuantos adolescentes para que le contaran su historia. Esposados, drogados hasta la desarticulación de la mandíbula, hechos jirones, fanstasmas de sí mismos.

¿Qué podían contar en ese estado en el que no son nada, nadie, sólo un espectro, una duda de existencia humana? El tallerista pidió al menos que les sacaran, uno a uno, las esposas, que los sentaran. Pero qué iban a contar. ¿Cómo preguntarle a un desecho algo sobre sí mismo o alguna expectativa sobre su vida? ¿Cómo hablar con un ente, un desaparecido de su conciencia?

El cuentista que escribe sobre el amor sólo pudo decir la verdad: “Salí de ahí con el vómito en la garganta, el asco en el pecho, la tristeza de mi vida”.

Y esa noche narró una hermosa historia de amor o desamor de dos bien alimentados, amados por alguien y con cerebros que disciernen más allá de que porten almas atropelladas por el desamor carnal.

IV. No podemos permitirnos asumir, para el primer relato, la postura de que los jóvenes están perdidos: la calle, la cerveza, las feas costumbres (mear contra el árbol; vamos, quién no lo ha hecho o sigue haciendo), ¿dónde están los padres? ¿Qué sabemos, más allá de que es sábado y toman una cerveza en la vereda? Tampoco se trata de cerrar filas a favor de que unas tribus les temen a otras. Los adolescentes nos dan miles de ejemplos de convivencia en lo distinto. Pero tampoco podemos hacernos los idiotas. Las tribus a veces se repelen, y muchas veces se temen. Quizá ese miedo registrado hable del miedo al miedo de que eso, con los años, se alimente, crezca.

Uno, de grande, hará de sí lo que quiera o pueda (hasta un desastre mayúsculo, con o sin ejemplos “edificantes”), pero también sabemos que la postura pendenciera o de pandilla no viene sola: se aprende y desaprende; que un premio en dinero por haber egresado de esas instituciones “rehabilitantes” no hace de esos adolescentes algo nuevo (quizá no delincan, puede ser, habría que ver qué pasa cuando se les agota el dinero); que ningún grillete ni drogas que adormecen el cerebro pueden encauzar, recuperar *ni *reinsertar a nadie.

No es que tengamos que suplantar al Estado y sus instituciones por amores fraternos, solidarios o de chacra a lo Pepe Mujica. Suplantar a ese mal padre por una especie de brigadismo emocional. Aunque ya sabemos que decenas de esas instituciones ya no se pueden modificar, que de una vez por todas tendrían que desparecer y listo. Que no hay cambio de nombre que les valga para el cambio de prácticas, de espíritu. No sé cómo funcionarían las cosas sin este engranaje, pero si todo está tan podrido, tan perdido y lo único que hacemos es cambiar de nomenclatura, quizá debamos buscar las formas de suplantar por otros cuidados, otras maneras y otros amores a ese gran padre fracasado.