Tampoco he escrito tanto sobre el amor como para sentirme en falta con los asuntos sistémicos (la culpa del periodismo progre) si decido hacerlo otra vez. Hacerlo otra vez, en este asunto, se parece a hacer el amor, y hacer el amor es una expresión que roza la antigüedad o el ridículo y está bien lejos del estuvimos (también caído en desgracia) y más distante aún del cojemos o cojimos (estoy militando por cojer con j cuando de hacerlo o estar se trata, sea o no con amor).
Hace más de un año escribí una columna (el primer “Decirlo todo”) que se llamaba “Pobre amor”, en la que anotaba la soledad, la ausencia, el objeto amoroso (el otro sujeto), la envidia de las imágenes de lo que percibimos como estados ajenos de vínculos sexuales, carnales, sensuales, sensibles -efímeros o férreos- y bien amparado en Roland Barthes y su Fragmentos de un discurso amoroso. De alguna forma, era un texto bien agarrado y seguro: en cuestiones del amor, la posesión, el desamor y el deseo, ¿quién se va a animar a interpelar la prosa exquisita de Barthes? De alguna forma o de todas formas, en ese texto también estaba yo.
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Ahora es distinto. No importa si yo me enamoré, estoy haciéndolo o vivo más alejado que un buda o un santo de las cuestiones de la carne, porque lo que me interesa hoy es una serie de relatos, vivos y sin cita evidente (todo cobra doble sentido) de las personas que me rodean.
Ya lo he dicho mil veces: para algunas cuestiones no es posible recurrir a una estadística, sólo nos queda la percepción de nuestro entorno.
Me rodean amigos, conocidos y un grupo de enamorados de la escritura que cada semana traen a un taller que coordino relatos que se detienen o habitan en el asunto que nos convoca. Hay otros que hablan o escriben sobre ser máquinas pensantes o convertirse en ausencias de sí mismos, en robots del presente, en personajes (a través de otros personajes) de galaxias paralelas.
Ya estoy dando muchas vueltas, como perfecto personaje contemporáneo, alrededor de algo que nos quema y que, tan cívicos y comprometidos con el sistema circundante, no nombramos, porque si lo hacemos, ay, qué cerca nosotros del rídiculo, qué naíf, qué blanditos del cerebro, qué distanciados de los asuntos públicos que acucian. Como decía la abuela, me importa un rábano y, si acuso recibo, es para devolver el piropo.
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Entonces, una bobada o pérdida de tiempo para algunos y el dolor de sus desvelos para otros. Bobada para el que, ya enamorado o habituado a una compañía, le quita importancia, como canta Sylvia Meyer, al comienzo de un amor que quizá sea “la razón del fin del mundo”. Si vamos a decir en serio, digamos con todo el cuerpo, toda la furia, todo el llanto o toda la indiferencia.
El amor nos está perturbando o nos dejó de perturbar por su anverso, el desamor, la imposibilidad, el desencuentro. Siempre pensé lo mismo. No es cierto. Desde hace un tiempo pienso en algo por el derecho y por el revés, en esa novela que no leí pero de título encantador: El amor dura tres años, de Frédéric Beigbeder (debería leerla). Yo voy más acá y quizá deba escribir la mía con un título más desesperanzador: El amor dura seis meses. Quiero decir, el encanto. Cualquiera que haya vivido al menos una historia de amor (la propia, esa que uno llama así y quién va a venir a decirte que no, que eso que viviste fue otra cosa) sabe que en esos primeros seis meses (si a alguno de los partenaires lo comanda la ansiedad o el apuro por las definiciones, quizá dure tres) todo es seducción, fantasía, lo mejor de mí para vos y lo mejor de vos para mí.
Esencialmente, esos primeros meses son de un engaño (hermoso y exquisito, romántico en estricto sentido) que nada tiene que ver con lo que vendrá después. Y lo que viene después somos nosotros mismos, en nuestra particularidad, mañas y mañanas, crianzas, proyecciones en el otro siempre truncas, silencio cuando querías música y música cuando tu guitarrita constante que en principio me enamoró, nunca te dije que salás demasiado la comida, no me parece esa obsesión con tu madre, no es justa nuestra distribución interna de la riqueza, hijos ahora ni loco, estamos haciéndolo cada vez menos, yo no necesito cojer tanto, me quedo en casa y andá solo y ese amigo estúpido que nuca me tragué, si fumaras menos, estás deseando a otros, es más importante tu trabajo que una hora conmigo, te siento lejos, algo se rompió, creo que nos tenemos que separar.
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Todo empieza un día con una canilla goteando. De pronto, la casa está inundada. Ocupada en cada rincón por el desencuentro, por la distancia irremediable con quien hasta ayer nos fundimos en un abrazo que produjo una fogata en el estómago, por esa persona con la que quizá sí, podíamos proyectar un buen tramo de la vida, esos seis años, al menos tres o un tiempo que no estábamos dispuestos a medir aunque siempre estuviésemos temerosos de que acabara, de que se escurriera como el agua sucia de los platos en la pileta que esta mañana, otra vez, no lavaste.
Casi de la nada, instalado con autonomía existencial, algo empieza a operar solo. Y una mañana o una noche descubrimos la espantosa revelación (Idea: “Como el desvelado / a eso de las cuatro / mira con ojos tristes / a su amante que duerme / descifrando la vieja eterna estafa”), y esa revelación nos puede llevar a asumir que siempre fue así y que lo dicen los que tiemblan o los poetas (Idea: “Si solos / qué / estemos solos. / Estemos solos/ pues / dejémonos de cosas”), o a empecinarnos y prendernos a otra Idea: “Tal vez tuvimos sólo siete noches / no sé / no las conté / cómo hubiera podido. / [...] No sé / pero valieron como el más largo amor. / Tal vez / de cuatro o cinco noches como esas / pero precisamente como esas / tal vez / pueda vivirse / como de un largo amor / toda una vida”.
O tal vez ni la eterna estafa ni dejarse de cosas ni cuatro noches para siempre. Tal vez el convencimiento, la experiencia adquirida, la sensatez o la asunción de la vida (espiritual y hasta conveniente) de que todo se rompe, muta, de que el encuentro permanente es otra mentira y de que miles de noches podemos dormir en la misma cama siendo náufragos oceánicos. Que pasamos por períodos del amor y el desencanto, que ahora salado y después dulce, que hoy solo o ido aunque tu cuerpo esté presente y mañana acompañado aunque no medie palabra. Que lo fulminante también rompe el espíritu y sostenerlo es cosa de locos, de corazones desbocados, de temblor insoportable, de cuerpo que no aguanta.
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Tal vez aceptar aquello de que en el amor también hay que trabajar cada día y que todo lo demás es mentirosa poesía. Trabajo de orfebres sobre piezas de tan delicado cristal que apenas una voz chillona o un no rotundo pueden astillar.
Todo eso que nos dicen los psicoanalistas, los amigos, las parejas que perduran. Todo eso que jamás, creo, un poeta se animó a incluir en una estrofa: trabajar en el amor. O reconvertirlo, sublimarlo, hacerlo otra cosa, capitalizarlo: negociación, hijos, proyecto de casa o huerta, inversión de tiempo y espacio para que dure un poco más, para no estar ni sentirnos solos. Qué espanto vernos la cara y decirnos por dentro y separados: “Estamos trabajando”. Ninguna inversión, nada de sacrificios, sólo la búsqueda de “La dicha” (otra vez Idea): “Es la dicha / es la dicha / colmada / interminable / sucediendo sin prisa / con fervor / sin memoria / sin nada más / sin trabas / irrenunciable / absorta. / Es la dicha / y es una / la de los dos / y es grave / y es infinita y es / sin límites / total / eterna / mientras dura”. Maldita vieja misántropa, maldita vieja romántica. Como la soledad y el amor.