Días escapando y para qué. Así estamos a veces, sacándole el cuerpo a lo que de todas formas vamos a hacer o decir. Retardando el llanto, apretando la lengua, a la espera de que se nos pase. Y no, no funciona, porque si no, todo se queda adentro, comprimido, infectando la tripa.

Hace unas semanas me mudé a la Ciudad Vieja, sobre la Aduana, y no he podido despegarme de las ventanas.

Siento que algo muy profundo o muy lejano me sodomiza ante los vidrios. No he recorrido aún el nuevo espacio encantado que decenas de conocidos que viven en el barrio me dicen que existe. Encantado por diverso o alguno de sus anversos, quizá por perverso, ese espacio en donde supuestamente todos conviven, me dicen. La vieja de toda la vida, el roto por voluntad propia, el lumpen empujado a su mono, artistas y sus mundos (algunos independientes, otros vividores de la nueva ola gentrificadora), las decenas de caracteres y formas y las miles de personas que aún no he registrado más que por interpósito cuento porque sigo pegado a la ventana. Esta imagen también podría ser pose, maniqueísmo lingüístico. “¿Cómo va el nuevo poeta de la Aduana?”, me pregunta un amigo por Facebook y yo le esquivo la respuesta porque sigo prendido a la ventana. Pero en estos días, aquello de no poder obviar lo que finalmente uno va a terminar diciendo; hay algo, una sustancia inasible, una atmósfera que atraviesa los vidrios y que a través de las retinas se me prende en el pecho.

Veo el puerto o la bahía por los días y por las noches y ese algo se me transforma en certeza, más bien en hipótesis. Vivir cerca del puerto, despertarse y verlo, escribir y verlo, salir a la calle y verlo, trae consigo un sentimiento viejo, como heredado, más allá de la existencia física y cierta de las calles, la vieja, los artistas, los turistas, la nueva existencia (con cámaras incluidas) de la Ciudad Vieja, por ahora de espaldas a mí.

Se me cuela por el cerebro toda la literatura del viejo (toda la que he leído) y su cuento “Esbjerg, en la costa”, en el que Kristen, que “es gorda, pesada y debe tener una piel muy hermosa”, alucina casi sin decirlo con una Dinamarca que ahora no pisa pero que existe en el territorio de su memoria. Se me viene a la cabeza un mundo de inmigrantes. También los de Fernando Cabrera, que aunque lo hagan en Mar del Plata “bajan de memoria en los puertos”. Estoy prendido a la ventana y me siento un poco Kristen, que desea irse, y un poco el nieto o bisnieto de aquellos de Cabrera, que vinieron a soñar. Jodida sensación, ya sé, entre Cabrera y Onetti. Pero ante el avasallamiento alegre de algunas percepciones contemporáneas, uno siempre recurre a la antología de los veredictos existenciales. Ante el discurso, las tripas, el corazón. Como ese cuento de Leandro Delgado que está justamente en el libro De tripas corazón, y que jamás podría obtener una mención por incluir asuntos de género o diversidad sexual en el concurso Juan Carlos Onetti: un hombre se convierte ya de adulto en travesti y otro, su gran amigo, lo ve feo, patético, de barba que lucha. Claro que lo acepta porque lo quiere, pero no puede ocultar su repulsa frente a la nueva imagen, a esa identidad que el personaje (el personaje, repitamos) cree impostada. Sobre eso me pregunto frente a la ventana: ¿“incluir” comporta una mirada, una moral, el deseo de que las cosas (y los hombres, las mujeres y todas las formas de ser) sean de otra forma? Los cuentos de Onetti contienen personajes éticamente cuestionables (como seres cívicos) pero son innegables como seres existentes. De eso se trata y nada más en el arte: que cada autor construya el mundo que le parece. Ya tendrá lectores fascinados o refractarios con argumentos. Pero eso está fuera de la literatura, del universo creado en esa ficción.

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Vuelvo a la ventana. Sigo pensando en el puerto, Onetti, los orígenes, cosas que he leído en estos días, las fotos malas que saco de mañana y de noche en el intento de capturar ese instante que se me escapa. Mentira: en el intento de congelar, al decir de Eduardo Mateo, “esa tristeza que tienes viene de un rostro cansado”. Agotada de una impostura que siento que se viene trabajando con sumo cuidado y mucha militancia (o sea, discurso) hace algún tiempo: somos o seamos felices, ya no los hijos tristes de aquellos barcos, mucho menos la melancolía del tango (salvo que le pongamos unos acordes pop), nada de puerto y pérdida. Futuro con risas para todos. Y no escribo de contra nomás, de provocador ex profeso, escribo esto porque leo (más allá de la nariz contra la ventana, porque también soy hijo de una trashumancia cierta) una angustia que no se dice.

Hace unos días leí una entrevista a la autora argentina Vanesa Guerra (psicoanalista, escritora) que decía algo respecto del otro lado del río pero con palabras que perfectamente podrían tomarse el buque y encallar en el puerto o en Tres Cruces: “La sociedad es incapaz de pensar la angustia”. Su libro se llama Síndrome del montón y ella dice del título: “Es un estado de horror en el que se habita ignorándole”.

Horror o estupefacción ante la existencia, marcha adelante, no poder detenernos frente a la ventana o ante uno mismo. En un mundo que se dice renovado permanentemente, no está habiendo lugar para decir esas angustias.

Quizá mi percepción sea errada o esté mal rodeado (o el invierno, el puerto y el río sean una mala combinación para mi espíritu ahora), pero más allá del pacto cívico que todos los días establecemos para poder comprar la leche, subirnos al ómnibus, trabajar, sostener a los críos y, muy importante, no andar llorando por los rincones, veo que lo que de verdad nos envuelve es un grito mudo que enferma las almas (llamale espíritu, carácter, posibilidades del ser). Y motivos sobran: puede ser el puerto, los alquileres, los putos trabajos, la imposibilidad del encuentro, la impunidad campante, la ciudad siempre prometida, el andamiaje público discursivo que cada día se aleja más de las vidas, nuestras vidas, la existencia a la que estamos amputando su cuota de tristeza y muerte, esas palabras prohibidas.

No, no digo que vivamos así. Digo que nombremos nuestros miedos, o ese otro cuento de Onetti, “Bienvenido, Bob”, que se me antoja emparentado con esa estrofa de Cabrera: “Pero tú tienes la vida dura, / hasta morir te espanta el tema de la vejez”. De no mentirnos, digamos.

También es cierto, como dice ese poeta, que “la soledad te la regala el diablo cuando se acuerda de sonreír”. No estoy hablando de vivir en la tristeza o prendido a la ventana pensando en que somos la quintaesencia del exilio o la melancolía. Estoy diciendo que también somos eso y que negarlo (así como negar la realidad empobrecida pero en cuotas de miles de personas) no hará otra cosa que hacernos despertar de golpe de un sueño de prístino engaño. Lo posteó mi sobrina de 13 años, creo que citando un libro, hace unos días: “Es mejor caer en la realidad que volar en una mentira”. Lo percibe hasta una niña.

Sí, el posteo ya es parte nuestra, y tus putos recuerdos que Facebook te trae cada día, también: “Tu tristeza no cabe en este Facebook / y todo tu decir tampoco. / Cabe tu sonrisa prendida con palillos, tu comida rebosante / tus éxitos fútiles / toda tu pose. / Acá no cupe ni Cupido y Narciso se sonroja. / Aquí sólo cabe esa existencia intermitente / la voz perpetua de tu soledad. / Yo tampoco quepo / y acusarte a vos / es antes juzgarme a mí / como criminal arrepentido”.

De eso estoy hablando: que estamos o vivimos en un estado de negación. Y eso que machacamos bastante con aquello de que quien olvida su pasado (a conciencia) está destinado a repetirlo.

Cierro las persianas, apago la máquinas de fotos, esparzo toda esta tristeza. Jodido, sí. Profiero el grito, entrego mierda, no practico la ética de la alegría. Me excuso en que quizá este yo también sea otros. En el deseo descarnado de una extendida conjura. ¿Qué más hacer, qué más decir? Siento una ráfaga de viento en la nuca. La ventana, maldita sea, parece abrirse sola.