Yo ya sabía de qué les iba a escribir. Ni de frío, ni de calor, ni de viajes, himnos o cervezas. Es que hoy, cuando me levanté y vi que el teléfono me sugería: “Flaco: hoy es 9 de junio, no sé si te suena”, se me movieron todos los contenedores emocionales del “¡puf, justo a tiempo!” con el que uno resuelve terribles omisiones involuntarias antes de que la omisión sea tal. Me puse a bucear en todo lo que significa esa fecha para muchísimos de nosotros, los que tenemos la identidad expedida en celeste por la Dirección Nacional de Identificación Civil, y lo que siempre deberá significar, incluso para estos neouruguayos que llevan cédula con código QR y hasta pin. A propósito, que buen password, 9dejunio1924. Claro que iba a escribir de la gloria. Del Terrible José Nasazzi inventando la vuelta olímpica; del Indio Pedro Arispe decodificando lo que era la patria cuando vio alzar la bandera con el sol y las nueve franjas; de los ingratos de la Confederación Sudamericana de Fútbol, cuyo presidente cuando aquel primer triunfo mundial del fútbol sudamericano era nada menos que don Héctor R Gómez, que ni se enteraron de que hoy es el Día del Fútbol Sudamericano.
Pero próximo al mediodía se me mezclaron los tantos y se me empezaron a caer los cataplines al presenciar la llegada de miles de uruguayos a Filadelfia, que se fueron repartiendo entre las inmediaciones del hotel Le Méridien, donde está Uruguay, y fundamentalmente en el área de estacionamiento del estadio Lincoln Financial Field, donde, pasadito el mediodía, empezaron a entrar autos y más autos, camionetas y hasta casas rodantes llenas de camisetas celestes, tambores, mates y chorizos prontos para llorar en las falsas brasas. Cientos, miles, empezaron a rodear el estadio, a armar sus medium tanks, sus barbacoas estadounidenses de fuego interno uruguayo. Cientos de gurises correteando de celeste, hablando un espanglish de cocoliche; cientos de asadores salando la carne como lo harían en Santa Catalina, en Guichón, en Aiguá, en Valentines o en Villa Española; cientos de mujeres organizando la táctica como si fueran Tabárez; miles de orientales recibiendo una vez más la comunión de la celeste. Y te emociona, loco, porque ahí estaban el tío del Jaime Roos, que en “Los olímpicos” lo hace aparecer como Horacio. “Ayer recibí una carta, directa de Nueva York, de mi amigo el Horacio. Trabaja de soldador. Ahora tiene colachata, alfombra y calefacción. Parece cosa de locos: le va cada vez peor. Extraña la gente nuestra, que te habla sin despreciar; extraña el aire del puerto cuando anuncia el temporal”. Y estaban cada una y cada uno de los que han elegido o no han tenido otra opción que salir a yugarla por allá.
Y ahí, mientras los escuchaba, mientras se me piantaban un par de lagrimones, fue que lo enganché con el gran Indio Pedro Arispe, el del bravo Rampla, el compadre en la zaga de don José Nasazzi, y en la maravillosa crónica de El Hachero, Julio César Puppo, que cuenta las emociones y también las tribulaciones del olímpico durante aquellos días que conmovieron al naciente mundo del fútbol.
Está fácil zurcir emocionalmente a Carlos, que cocinando a carbón, humo y chorizos le cuenta al Gonza Delgado que llevó a sus tres hijos nacidos en Estados Unidos para que vean “de dónde venimos y lo que somos”, con aquella sensación del Indio al ver izar la bandera de su patria. Más que fácil, es necesario unirlos para tratar algo tan complejo como el concepto de nación.
“Para mí la patria era el lugar donde, por casualidad, nací… Era el lugar donde trabajaba y se me explotaba… ¿Para qué precisaba yo una patria? Pero fue allá, en París, donde me di cuenta de cómo la quería, cómo la adoraba, con qué gusto hubiese dado la vida por ella. Fue cuando vi levantar la bandera en el mástil más alto. Despacito, como a impulsos fatigosos. Como si fueran nuestros mismos brazos, vencidos por el esfuerzo, agobiados por la dicha, quienes la levantaron. Despacito… Allá arriba se desplegó, violenta como un latigazo, y su sol nos pareció más amoroso que el de la tarde parisién. Era el sol nuestro… Abajo, las estrofas del Himno que llenan el silencio imponente de muchos miles de personas sobrecogidas por la emoción. ¡Entonces sentí lo que era patria!”, contó El Hachero que le contaba Arispe.
Acá, allá en Filadelfia, terminás llorando a mares escuchando testimonios callejeros, tan callejeros como las cuerdas de tambores que se van armando atrás de la Ámsterdam del Lincoln, de tipos que mandan saludos a sus familias, de jóvenes que nacieron en Estados Unidos y vivieron toda su vida ahí pero arrancan con el “soy celeste”.
Es mágico.
Es único.
Es celeste.
Abrazo, medalla y beso.