Las barreras hacia lo extraordinario superan la realidad. La historia de Alfonsina Maldonado, signada por una tragedia pero cargada de sueños, emociones y añoranzas, es un típico ejemplo. Las piedras gigantes que tuvo que esquivar a cada rato y los numerosos tropezones que no pudieron detener su camino marcaron la esencia de su vida y la llevarán a cumplir un sueño de siete minutos, a los 31 años, en los Juegos Paralímpicos de Río de Janeiro 2016. La vida de Alfonsina quedó marcada para siempre cuando tenía seis meses: un accidente doméstico -una vela que se cayó por efecto del viento- provocó un incendio en la habitación donde se encontraba. A pesar del estado crítico de la situación -estuvo 32 días en coma- y de las consecuencias irremediables -la pérdida de su mano izquierda-, los médicos lograron salvar la vida de la pequeña floridense. Nada impidió que luchara, creciera y cumpliera. Hoy, con un sueño cada vez más cerca, aparece un ejemplo de deporte y sacrificio de una “loca empedernida”, tal cual se define.

-Contame de tu infancia y de tus recuerdos de esas jornadas eternas en el hospital, que fue tu segundo hogar.

-Fueron muchas horas de soledad. Ese dolor lo transformé en sueños para ser feliz, en una herramienta para serlo. En el hospital arrancaba todo a las 6.00: cuando escuchaba el carrito de las enfermeras sabía que venían a buscarme y me transformaba en una loca. Mi madre me dejaba y se iba. Ver que tu madre se va, y que te aten de pies y manos, es incomprensible. ¿Por qué mamá se va? Luego, con el tiempo, te enterás de que tu mamá se iba porque se desmayaba al escucharte gritar. Son cosas que a lo largo de tu vida te marcan.

-¿Entendías lo que pasaba?

-Una niña tan pequeña no tiene conciencia de eso. Quiere salir de ese lugar, no quiere sufrir las 24 horas del día. La única motivación que había era cuando el doctor venía y decía que si me portaba bien y no gritaba, me dejaba ir a mi casa a andar a caballo. De a poco, esa niña comprendía que dejarse curar era condición para salir del hospital.

-¿Cómo surgió tu pasión por los caballos?

-La llevo en la sangre. La familia de mis padres vivía en el campo, como yo, y de pequeña me lo inculcaron. Mi abuelo Pililo fue mi mayor motivador. Cuando vivíamos en Costa de Arias, hacía unos kilómetros a caballo para ir a la escuela. Para mí era divertido ir a la escuela: agarraba a piñas a todos los nenes. No podía creer que los niños gritaran sólo por un golpe [risas].

-Ir a la ciudad de Florida para empezar al liceo significó salir de una zona de confort. ¿Cómo lo manejaste?

-Enfrentar la crueldad de la ciudad y de la adolescencia fue duro. Ir de un salón de 12 alumnos a un liceo con 600, donde hay de todo, fue bravo. Ahí empezaron las primeras discriminaciones; el primer día de clase, una compañera me dijo “manca de mierda” y a la salida la agarré de los pelos [se ríe].

-También por esa fecha comenzaste a ir al cuartel de San Ramón para conocer más de caballos. ¿Qué aprendiste?

-En ese momento empezó mi carrera olímpica. Anunciaron un curso de verano de un mes, con un cupo de diez avanzados y diez básicos. Cuando llegué, un comandante me dijo que no había cupos. Mi padre pidió por favor y me tomaron la prueba. Cuando me vieron la mano no les gustó mucho, no entendían, pero hice la prueba y quedé en el curso de los avanzados. Luego estuve becada con el Ejército. Ahí aprendí que cuando me caía debía levantarme, porque eran muy exigentes. Hacía equitación, salto y obstáculos; esos fueron mis primeros pasos.

-¿Cuándo pegaste el salto a Europa?

-Siempre con el objetivo de ser amazona olímpica, decidí irme a España. Cuando llegué, me preguntaron qué quería y les dije que quería llegar a los Juegos Olímpicos. “Pero para eso tenés que ser muy buena o tener mucho dinero”, me dijeron. Me preguntaron si tenía plata y les dije que no. Pero yo estaba firme con el sueño de ser amazona olímpica. Me fui a España porque conocía a una mujer allá, que cuando llegué me estafó: ¡me robó todo! Quedé en Europa, sin plata, sin ropa y sin documentos. Pero todo era parte de la locura por mi sueño.

-¿Cómo fue manejarse allá en busca de ese sueño?

-Primero fui a Barcelona, a la casa de Raúl Llorens. Le supliqué que me tomara una prueba, me la hicieron y quedé. Trabajaba a cambio de comida, casa y clases. Ese fue mi trampolín para avanzar, hacer base y conocer gente. Luego llegué al stud Yeguada del Lago, por un anuncio que vi. Fui, y estaba Roberto, un francés que me vio y no me dijo nada acerca de la mano. Me propuso probar unos días y me dijo que si nos servía, me quedaba. Y así fue. Conocí a Fandango del Lago, que fue mi primer campeón, para ir a Londres 2012. Comencé mi base en dressage [adiestramiento], porque hasta entonces hacía solamente salto. No fue fácil adaptarme, porque ese trabajo es muy técnico, implica mucha paciencia, y yo no la tenía.

-¿Cómo fueron las etapas clasificatorias para Río?

-Tenía a mi campeón Zig Zag y lo llevé a Portugal, adonde me mudé para poder trabajar con mi nuevo entrenador. A las pocas semanas de empezar las pruebas, se lesionó. Fue una situación dura y dolorosa. Cinco meses después apareció Da Vinci, un caballo muy grande, ¡parecía un dinosaurio! Tenía que confiar en mí y en el caballo, que a veces se volvía loco en las pruebas de entrenamiento. Pero en la prueba de Italia se portó bien y obtuvimos una puntuación que nos permitió entrar en el ranking.

-La última prueba fue en Holanda, pero no fue tu mejor actuación.

-Da Vinci sufrió una lesión y tuve que alquilar un caballo en Holanda para la prueba. Cuando llegué fue bravo: las temperaturas eran muy bajas, y los caballos eran muy distintos. Además, la entrenadora que me tocó era un poco loca. No paraba de gritarme por un micrófono, y yo no entendía, le pedía tiempo. Me manejaba por un traductor del celular. Competí en Holanda, la última instancia para clasificar a Río, con diez grados bajo cero. El día de la prueba ocurrió lo previsible: tenía mucho estrés, entré a la pista y se me cayeron las lágrimas. Me dije que tenía que dar la prueba, y pensé en la posibilidad de la wild card [solicitud de invitación] para entrar en los Juegos Olímpicos.

-No dependía de vos, porque la wild card la tiene que presentar el Comité Olímpico Uruguayo (que lo hizo el último día antes de que venciera el plazo), pero finalmente llegaste.

-Sí, estoy segura de que los milagros existen. Fue un momento mágico. Agradecí a todos los que me ayudaron. Reviví toda esta lucha y todos estos obstáculos, pero se hizo justicia y cumplí mi sueño.

-¿Cómo es una prueba paralímpica, en particular en tu especialidad?

-Se piensa que todos somos torcidos y no podemos levantar una silla, pero el nivel es tan alto como en una prueba olímpica convencional. Hacemos el mismo entrenamiento, pero nos tenemos que esforzar cinco veces más que un olímpico. El dressage en el grado cuatro es la prueba más compleja con el caballo. Lo que tengo que hacer es como una serie de gimnasia artística. Realizo galope reunido, medias piruetas al paso, al galope, apoyos al trote y galope, paso reunido, paso largo. Son ejercicios que parecen muy fáciles, pero es muy difíciles mantener el ritmo durante toda la prueba. Me he quejado, porque compito con algunos que tienen artrosis en una mano. Vos pensás que al resto, al menos, le va a faltar un brazo, como me pasa a mí.

-¿A qué vas a Río?

-Voy a ganar, como todos. Todos tenemos esa meta. Yo no voy por ir; esa no es la actitud del deportista. Todos entrenamos mucho para estar ahí. Soy consciente de que la medalla se la va a llevar el que esté más relajado. Estoy trabajando en mis debilidades; el estrés es la principal, porque me pongo muy tensa. Te ponés rígida, se nota en todo el cuerpo y el caballo lo siente. Mis fortalezas son mi mente y mi exigencia. No me importa trabajar las horas que sea necesario para superarme cada día. Tengo el poder de la visualización.